lunes, 17 de septiembre de 2012

LA CHARLA.



                                                  LA CHARLA.



Estas dos jóvenes mujeres son Lea y Eva, reconocen que se hicieron amigas porque sus nombres constaban de tres letras, y que aunque la consonante es diferente, las dos tienen las mismas bocales, la e y la a. Bueno, son de estas cosas que a veces se hacen difíciles de explicar, pero en cuanto a ellas, reconocen que fue esto lo que las unió en el instituto.
A ellas dos hay que añadir a Sofía, Sofía es, vista por cualquiera de sus amigas, como una diosa, una mujer simpática y amable, con la cabeza muy bien amueblada, con talento y discreta, quiere pasar desapercibida pero no puede. Cualquier cosa que se ponga encima le sienta como a una modelo, con la diferencia de que no es una esquelética mujer, muy al contrario, bien proporcionada pero sin pretensiones. Al contrario de Lea y Eva no se mira al espejo dos horas antes de salir a la calle, no se maquilla, la adorna su simpatía y unos grandes ojos verdes.
Eva y Lea, se la han encontrado en la granja La Esfinge, lleva un tiempo fuera de circulación porque ha tenido un desengaño amoroso que duró cinco años, se la ve tocada por ello. Lea se le acerca y le dice que si quiere venir este fin de semana de marcha con ellas, acepta la invitación sin vacila, ya va siendo hora de dejar atrás el duelo.
“¿Adonde vais a ir…?”. “Pues no sé, en principio iremos Al cisne, luego ya se verá, ¡la noche es joven! –le dice Eva-, venga mujer anímate y ven con nosotras, nos lo pasaremos pipa”. “Vale, ¿a qué hora nos vamos?”. “Pensábamos salir a eso de las ocho, tenemos casi una hora de camino, antes nos tomaremos algo por el camino, al ir para allí”. Lea le reprocha en broma dándole un codazo… “Sobre todo eso, beber antes de llegar ¿no?, mira que eres guarra tía”. Sofía ríe al ver esa especie  de teatro que siempre montan las dos amigas, le divierte verlas enzarzadas en esta especie de jerga que utilizan las dos.
Solo hay un inconveniente que las separa, Sofía no bebe alcohol, antecedentes familiares le hicieron que odiara la bebida y sus consecuencias. Había enterrado a un primo hermano a consecuencia de un accidente de tráfico, y esto le dejó una huella imborrable, también se la dejó a la familia del motorista contra quien se estrelló.
Cuando llega la hora de que salgan las tres, un claxon suena a la perta de su casa, son ellas, el volumen del estéreo y las risas que se oyen dentro del coche le anuncian que la esperan.
“Esta noche voy a todas tías, -eso lo dice Lea-, tengo ganas de marcha, pero no  os creáis que solo de baile –esto lo anuncia haciendo gestos de que es lo que precisamente quiere, Eva y Sofía entienden lo que quiere decir, al instante- ¡siii, guardaros los culitos guapos que voy!”. Eva le recuerda que tenga cuidado, que se acuerde de Lucía, otra amiga de correrías que las acompañaba siempre. “Acuérdate de Lucía, que volvió de un fin de semana con la barriga llena, los problemas que les ha causado a sus padres con la criatura que nació. No hagas la tonta, que luego diez minutos de gustillo traen consecuencias para toda la vida, ándate con ojo”.
“¿Y como se supone que debemos vivir la vida, como monjas de clausura?”. Sofía interviene para decir cuatro palabras sentada en el asiento de atrás del coche “Mirad, yo no entiendo de eso pero, la diversión debe de tener sus límites, creo. Esa conclusión equivocada de que para divertirse hay que emborracharse, desgastarse bailando, drogarse y luego echar un polvo, no es el único camino para pasarlo bien, por lo menos yo lo entiendo así”.
“Vaya sermón nos va a soltar esta nena hoy, oye, te advierto que como nos quieras fastidiar el plan te volvemos a llevar a tú casa y se acaba el rollo.” Lea le dice esto con aire simpático, sin enfadarse ni pretender cumplir esta amenaza velada, al fin y al cabo el coche es de Eva, y es ella quien dispone de los planes.
De hecho, Eva es bastante más moderada que su amiga Lea, sabe divertirse sin excesos, y un par de veces que se dejó llevar por su amiga, acabaron en la zona de peligro. Tres chicos algo mayores que ellas querían llevarlas a una zona boscosa para…, bien ya sabéis, menos mal que el buen juicio de Eva y el aparato de electricidad que llevaba en el bolso, los disuadieron de llegar a mayores. Tuvieron un factor a favor, los tres estaban borrachos como una uva, menos mal que no tuvieron ningún accidente y pudieron salir de allí sin problemas. Acabaron los tres echados en el suelo, sujetándose los unos a los otros para ponerse en pié. “¡Qué pena me dan esos chicos Lea!, míralos, un de pié dando tumbos y vomitando –se pararon a cincuenta metros de distancia de ellos con el motor en marcha y la primera puesta- pero Lea se había quedado dormida con el asiento reclinado, un poco más adelante, Eva paró para ponerle el cinturón de seguridad.
“Hasta cierto punto tienes razón Lucía, no sabemos divertirnos de otro modo, es como si fuera una herencia que tenemos de la generación anterior, muchos de los padres de personas de nuestra edad se conocieron en discotecas, y se casaron, y nos tuvieron a nosotros. Ahora si no hiciéramos esto, parecería que estamos depreciando nuestra cultura, la que nos han dejado de herencia nuestros ancestros”. “Vaya coñazo me estáis dando –Lea-, por favor no lleguéis a los reyes católicos que me muero, si lo sé no invitamos a Lucía, flaco favor te está haciendo diciéndote estas cosas, la semana que viene ya me veo rezando el rosario en lugar de salir a divertirnos”. Eva y Lucía estallan a reír, no hay para menos, Lea es divertidísima, eso la hace atractiva, y le da un aire de persona eternamente feliz.
“Para en el Ding Dong Eva que necesito una copa antes de seguir oyendo tanta tontería anda”. Este bar es un lugar de encuentro de muchos jóvenes que ya se conocen, para las dos amigas es como su casa, ahí contactan con otros y otras, que llevan habitualmente el mismo camino, la discoteca La Esfinge, entran y se besan con otros chicos que las esperan ver, hablan de los planes que tienen antes de legar a la disco.
Esta es una disco con varios ambientes de música, ubicada en un polígono industrial cerca de un pueblo llamado Los Reales, allí en la entrada y salida de la calle de esta disco, dos coches de policía controlan posibles problemas que puedan haber con la gente que asiste al lugar. En un bar próximo, preparan bocadillos y otros tente en pie para los jóvenes que van a pasar allí la noche y muchos de ellos que tienen una economía limitada, pasan el fin de semana. Durante el resto de la semana se preparan menús para los trabajadores del lugar, hasta del pueblo tienen clientes fijos. qué comen allí, por nueve euros incluyendo bebida y postre.
Las chicas van a lo suyo, en cuanto entran en esta espiral de diversión, se olvidan completamente de quienes son, todos se entregan a ese dios extraño pero tentador que se llama NO OS PREOCUPEIS DE NADA QUE AHORA ESTAIS EN MIS BRAZOS. Eva y Lea le dicen a Lucía que se deje llevar, es la manera de sacar provecho de estas horas que están diseñadas para ellas. Lucía dice “No sé si me va a gustar este sitio chicas, lo cierto es que tengo algo de miedo. No sabría bien como explicároslo, pero es que no estoy acostumbrada a…”. “¿A qué vamos a ver? –le pregunta Lea-, ¿a divertirte, a pasarlo bien un fin de semana en compañía tus amigas?”. “No es eso exactamente, la cuestión es que me planteo que estaría haciendo a estas horas una noche de viernes, y no encuentro nada que se parezca a esto”.
“Oye Lucía, ¿y qué es lo que haces habitualmente los fines de semana”. “Madre mía, si os lo digo os echaréis a reír”. “Que no mujer, cuenta, nos tienes intrigadas”. “Pues me arreglo un poco y salgo a buscar algún cine donde hacen películas antiguas, de las de blanco y negro, mis preferidas son las de juicios, thrillers sobre todo. Antiguamente había artistas muy buenos, gente que se educó en el teatro y luego se pasaron al cine”. “Creo que me voy a morir –Lea-, por favor darme aire que me asfixio, pero ¿cómo puedes soportar eso?, yo me pongo a ver una película así y me da un jamacuco”. A Eva que se la ve algo interesada… “Y de verdad esto te divierte?, no sé yo antes de eso me haría de unos cuantos amigos y me iría a jugar a los dardos, por decir algo, pero seleccionar películas de este tipo, no me cabe en la cabeza. Más que nada para una persona joven como tú, si fuera una chica de más edad y sin éxito entre los hombres lo comprendería, pero ¿tú?...”.
Lucía se encoge de hombros, (eso es lo que hay) parece decir. “A mí los chicos no se me acercan, no sé porque pero es así, no debo de ser el tipo normal de mujer”. “No guapa, lo que pasa es que eres tan hermosa, que los tontos del culo se piensan que los vas a rechazar, ese es el inconveniente que tenéis las tías de bandera como tú, créeme no es otra cosa”. Eva subraya… “Sí, tiene razón Lea, nosotras somos más, el estereotipo de chavalas que buscan, seguro que es eso, no llevas tatoos, ni piercings ni nada por el estilo, todo esto, les da indicativos a los chavales, son como distintivos de nuestra época moderna”.
Al llegar a la disco, Lucía se rinde, sabe con anterioridad que no se va a comer un rosco, que nadie de los presentes allí le va a hacer caso. Mientras están en la entrada de la disco, se acerca a Eva y le dice “¿No os sabe mal que no entre con vosotras?, estos chicos que salen ahora dicen que me llevan de vuelta sin problema, su amigo se ha puesto malo, venían para una despedida de soltero, mañana se casa, y tiene que estar en forma. Nos vemos esta semana que viene ¿vale?”. “De acuerdo, como quieras, pero ten cuidado que hay mucho salido por ahí”. En ese instante Lea las llama, ya pueden entrar, las dos, porque Lucía ya ha hecho su salida esa noche. Se alegra de volver a casa, y parece que los cuatro chicos que se suben al coche son buena gente.
“Otro rato de distracción”, se dice así misma, ahora da por bien empleada la noche.


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jueves, 13 de septiembre de 2012

LO MÁS CARO NO TIENE PRECIO.



                             LO MÁS CARO NO TIENE PRECIO.


¡¡REBAJAS!! Hasta 70% de Descuento.
Me sorprendió ver estos rótulos en una calle céntrica de la ciudad. ¿Cómo puede ser –pensé-, que hagan estos descuentos, en productos que ayer valían el 70% más?. No es lógico, y cuando hay algo que no es lógico, es que tiene truquillo.
Con la tranquilidad que da el ser un posible cliente, entro en la tienda, buena música, presentación impecable, ambientador exquisito, todo invita a comprar. Me acerco a la encargada y le pregunto “Buenos días, ¿me podría contestar a una pregunta?”. “Claro usted dirá”. “Mire es que paso por delante de su tienda y es evidente que aquí no venden baratijas, mi pregunta es la siguiente ¿cuánto dinero pierden ustedes en las rebajas?, si ayer vendían este traje de señora de punto a 340 euros y hoy lo venden con un 70% de descuento está claro que no pagan ni la luz del establecimiento”. “No mire usted, es que para esta época tenemos que renovar los modelos del año próximo, en consecuencia nos resulta más fácil liquidarlos a casi cualquier precio antes de que nos ocupe almacén para llenar lo que llegue para la próxima temporada”.
Caramba, como no había caído yo en esto, soy un tonto. A lo mejor es que me están tomando el pelo, pero no creo, la explicación me ha parecido plausible.
Lástima que no hay descuentos en otros productos. Por otro lado es comprensible que haya artículos que no tengan precio, así pues estos nunca están de rebajas. Paso a enumerar una pequeña lista, que a voz de pronto se me ocurren, y que sin embargo son muy importantes, vitales diría yo para poder ser personas de clase. No digo de clase media, baja, alta o media. Persona de categoría, y me atrevería decir que categoría se podría escribir con mayúsculas, así, CATEGORÍA.
La categoría no siempre tiene que ver con las cualidades de las personas, eso es punto y aparte, pero sí que derivan de la consideración de esta palabra griega “katigoro”. Las cualidades del ser son la esencia, la cualidad, el lugar, la acción y la pasión, la relación, la cantidad…
Dado que esto es así, se hace fácil entender que, una persona de categoría, queda enmarcada dentro de distintos parámetros. Es difícil no entender que todos los seres humanos tenemos cualidades intrínsecas en nosotros mismos, en nuestra propia esencia. ¿Porqué pues, no explotar este filón?, no hay ninguna excusa razonable para no hacerlo.
La razón es bien sencilla, estamos relacionados tato si queremos como si no, estos productos que no tienen descuento no están a la venta, es imposible que lo estén, dado que son imperceptibles a los insensibles. Cualidades como la sinceridad y la franqueza son elementos sin cartel de descuento, que se deben llevar a la práctica, de otro modo somos robots de los vientos que producen las palabras ajenas. Ropa, bolsos, zapatos, joyas, coches, casas, todo esto puede estar en la lista de lo que se puede calificar “material con descuento”, pero las cualidades que conforman nuestra personalidad, y en consecuencia nuestro desarrollo como personas, NO TIENEN PRECIO, son lo más caro del mundo.
Después de salir de la tienda que he visitado, me he dado cuenta, que todo a mí alrededor es barato, hasta sucio, no tiene el brillo que puede tener una conversación. Francamente, lo único que me parece barato y que también está de rebajas, son los libros,, estos, deberían ser más caros en función de lo que son capaces de enseñar, de ilustrarnos, es por eso que me dirijo a una librería, a una de libros viejos, de libros desballestados, con las tapas a punto de caerse, la portadilla, la portada y la contra portada, estos elementos son los hacen que un libro sea de un valor inapreciable.
Alguna editorial se tomó la molestia o el agrado de publicarlo, aun a riesgo de que solo se vendan unos cuantos ejemplares de este. ¡Qué valentía, qué lujo el conseguir un libro así!. Eso no tiene precio, me paseo por el interior de una librería vieja en el centro de mi ciudad, entonces me doy cuenta de lo poderosa que es la palabra, del esfuerzo que han dedicado miles de personas diferentes, para podernos comunicar algo, puede ser que a veces se nos haga incomprensible, pero ahí están, dispuestos a enseñarnos.
Y… curiosamente, me llevo a casa, después de haber trasteado por la tienda, con la presencia del dueño leyendo un libro de Honoré de Balzac, sentado tras una mesa llena de libros que seguramente deberá establecer en qué lugar debe colocarlos. ¡Qué suerte la de este librero!, que oficio espléndido tiene, como me gustaría estar en su lugar. Antes de marcharme a casa, observo una vitrina con un montón de pequeños libros de aventuras, están numerados, y bajo llave. Le pregunto “¿Que contienen estas estanterías, tebeos?”.  “Si señor, son ejemplares únicos, colecciones enteras de tebeos de humor y de aventuras que se editaban en mis días de joven”. Me acerco y veo un pequeño rótulo deliciosamente escrito con una letra magnifica que lee “Roberto Alcazar y Pedrín”, “El capitán trueno”, “Hazañas Bélicas”, y así hasta diez o doce colecciones diferentes, perfectamente conservadas.
Fíjate tú, alguien ha vendido estos tebeos y los debe haber querido mucho, porque están nuevos, parecen recién impresos. Tendrán un precio desorbitado. Cuando pregunto al hombre sobre el precio de una de las colecciones, y me da el precio, solo sale de mi garganta un silbido, es lógico, yo soy un neófito en estas lides, el llevará toda la vida a juzgar por el guardapolvo gris que lleva encima, y el modo con el que trata los libros.
He regresado un par de veces a la tienda, al principio el señor Matías es reacio a dar conversación, vete tú a saber porqué, pero a base de pasear por el interior de la tienda, y hacerle preguntas sobre diferentes temas que me interesaban para que me buscara información escrita sobre ellos, he podido saber que es viudo, tiene una hija que se llama Úrsula y que es profesora de piano. Por mi parte, le he dicho mi nombre, Anselmo y la primera vez que lo oyó, el hombre se quitó las gafas de montura orada y cristales redondos y se me quedó mirando.
“Yo tengo un hijo con este nombre, hace más de diez años que no sé nada de él –dice encogiendo los hombros-, ¡me gustaría tanto saber que ha sido de mi Anselmo…!”. Me he quedado un poco trastornado, hasta creo que me he ruborizado, es evidente que lo echa de menos. Le pregunto por un libro de Aristóteles, “El arte de la Retórica”, el hombre me mira con cierta nostalgia, se levanta de la silla un tanto mugrienta y se introduce por un pequeño pasillo. Sale con el libro en la mano “Llévatelo, te lo regalo”, “No hombre que va, me dice cuánto cuesta y se lo pago”. Levanta la mano sonriendo e insiste en que es un regalo, “tengo otros por ahí, no te preocupes” me dice, “me gustaría que lo leyeras y que vuelvas para darme tú parecer, si no es de tú agrado me lo devuelves”.
En la parte lateral de la tienda, al fondo se ve una escalera que sube a un piso, en él, siempre o casi siempre se ve luz, hay una ventana de aluminio corredera, que da a la tienda, unas discretas cortinas dejan entrever alguna de las veces que he ido a la tienda la una sombra de alguien que pasa por delante. Sería una indiscreción por mi parte, que le preguntara quién vive con él, bien podría ser Úrsula, me pica un poco la curiosidad pero dejo de mirar, tarde o temprano sabré quién es. También es posible que sea simplemente alguien que tiene contratado, para que le haga las faenas de la casa, Matías es un hombre limpio, se ve a la legua, y siempre que lo he visitado va bien afeitado y con colonia.
Cuando he salido a la calle y he vuelto la vista para despedirme, he visto un rostro de mujer joven que se asomaba a la ventana, apartaba un poco los visillos para ver el exterior. Hago el amago de irme y a dos pasos del negocio me doy la vuelta y abro la puerta de la librería, ahora la he sorprendido “Matías, usted debe de tener libros ilustrados por Gustavo Doré”.  “Sí claro, unos cuantos, ¿qué buscas de él?”.  “Bueno el próximo día que venga hablamos, pensaré en cual me puedo llevar, mi abuela tenía una biblia ilustrada por él, cuando la vi, hace ya algunos años me cautivaron las ilustraciones de este artista. Hasta la vista”.
Ahora me voy definitivamente del local y yo mismo me premio con un “¡Te cacé!”, por fin la vi, no he podido definir como era, solo he visto un rostro a media luz, pero sin duda que ella me conoce a mí, en cuanto he mirado de forma sutil hacia arriba, Úrsula –quiero pensar que es ella-, ha dejado caer el visillo, como si le diera vergüenza ser descubierta.
En los próximos días intentaré con prudencia averiguar más cosas. Después de una salida con los amigos un sábado por la tarde, me despedí de ellos cerca de una iglesia que hay a dos calles de la librería, solo, me dirigí allí. Curiosamente la tienda está abierta y son las nueve de la noche, miro hacia el interior y veo a Matías, en compañía de una mujer joven, poniendo libros en unos estantes más viejos que él. Parece que los están ordenando, ella, subida a una escalera de madera con barandas, va colocando los libros que Matías le indica, en un momento determinado parece corregirla y le dice que “ahí no, en el otro lado, junto a los más pequeños”, sin oír, eso es lo que parece indicarle.
Frecuentemente, los idiomas no son más que pura formalidad, por señas también podemos entendernos con la gente. Entro decididamente en la librería “¿Qué tal Matías y compañía?”.  “¡Hombre Anselmo! ¿Qué te trae por aquí?”.  “Pues mire usted, he salido con unos amigos a tomar un chocolate con nata, como ellos van al cine y a mí no me apetece la película que van a ver, me he descolgado de la fiesta”. La chica parece haberse quedado petrificada en la escalera, yo creo que si Matías no le dice que baje, se queda allí a dormir.  “Baja Úrsula, quiero presentarte a un buen cliente, un hombre con talento –eso lo dice moviendo el índice de su mano-, este señor es Anselmo, el cliente de quién te hablé el otro día”. Para la gente mayor (el otro día puede ser anteayer  o hace un mes), la muchacha baja de la escalera y le ofrezco mi mano para poner los pies en el suelo. “Encantada Anselmo, mi padre me ha hablado de usted, dice que es un lector selectivo y un caballero”. Anselmo contesta riendo “Caballero sin armadura ni plumero, encantado Úrsula”.
Tardamos poco en quedar para tomar algo, ella ha aceptado gustosa, le he dicho que si le parece bien la pasa recoger mañana a las seis  “Quiero traerte de vuelta a casa antes de las diez, ¿te parece bien?”. “De acuerdo”. “Y a usted ¿qué le parece Matías”. “Perfecto, lo que ella diga”.
Ha sido una cita de lo más interesante, al principio estaba un poco retraída pero después se ha ido abriendo y la conversación ha ido mucho más fluida. Tiene treinta y un años de edad y es maestra de piano, da clases en el conservatorio de la ciudad, y aparte tiene unas cuantas clases particulares, que son lo que le reporta un dinero extra. Lejos de lo que me imaginaba, no es nada introvertida, cree que lo mejor que se puede hacer para poder enriquecerse es sabe de los demás, compartir experiencias y tratar de tener conversaciones, según dice Úrsula “elegantes”. “¿Qué son para ti conversaciones elegantes?” –le pregunto, “Pues conversaciones que no estén llenas de las vanidades que hoy día caracterizan a este sistema de cosas”. Lo suelta así, con toda naturalidad, seguido, como si fuera una convicción. “Me hubiera gustado mucho vivir en la época de los griegos cuando estaban en todo su apogeo, cuando debatían sus doctrinas, y cuando peleaban por ellas”.
En cuatro horas he aprendido mucho de esta mujer, tiene valores que van más allá de lo común, no tiene precio conversar con alguien así. Lo cierto es, que echaba de menos estar en compañía de persona que no te habla de nada de lo que nos rodea, Úrsula se concentra en discutir de elementos que forman el carácter de la gente, huye de todo aquello que tiene que ver con el materialismo.
Hay personas que sí tienen precio, ella no, me gustaría compararla con alguna joya, con algún palacio lejano, con algún país de ensueño. Es lo que a  menudo hacen poetas y escritores, yo no puedo hacerlo, es demasiado singular, todo es demasiado barato, todo a su alrededor está de rebajas, mientras Úrsula se revaloriza a cada momento que pasa. Seguro que esto lo digo porque estoy enamorado, no sé, tampoco he pensado demasiado en ello, solo sé que deseo verla, cada vez más, que me instruya en todo aquello que creo sinceramente que me falta a mí.
Al final cuando le pido que se case conmigo, acepta con los ojos humedecidos por las lágrimas. Es un gran logro para este pobre espíritu que tiene sed de saber, de saber, cómo se puede llevar a la práctica esa sabiduría encerrada en un ser humano. Su padre, Matías, quiere saber de nuestros planes, donde viviremos, cuales son mis aspiraciones, porque  en lo que se refiere a Úrsula, todavía no se ha puesto metas. Llegamos al acuerdo de vivir en su casa, mientras tranquilamente hablamos de nuestro futuro, él sonríe abiertamente y nos dice que su casa es nuestra  casa, ¡qué gran hombre!. Aunque no lo parezca, porque todo está remecido de libros y encuadernaciones a medio hacer, la parte alta de la casa es bastante grande, la habitación de Úrsula es espaciosa y hasta soleada, da a la parte de atrás de otra calle, desde donde entra el sol casi medio día, en el salón, un piano preside la habitación, es un Steinway & Sons, un piano de caoba alemán, de los mejores que existen.
“Todavía no te he oído tocar el piano, ¿tocarías algo para mí?”. Sin contestar se sienta sobre la banqueta y se pone a tocar una parte de la sinfonía de Franz Schubert “Serenade”. De espaldas a ella, mientras pasea sus largos dedos sobre las teclas, acariciándolas, de espaldas a mí, se me saltan las lágrimas, jamás había estado en un concierto de piano, y ahora… ya ves, en primera fila oyendo aquellas deliciosas notas que flotan por el aire, dejando que me emborrachen con la carencia propia de un genio de la música.
No sé cuánto tiempo ha pasado, pone punto y final a la tocata y para ese entonces, cuando se vuelve hacia mí y me da un beso en la frente, yo estoy con los ojos cerrados, no duermo, estoy en tal paz interior… le digo que haber cuando puede volver a tocar algo, me contesta “Cuando quieras, la música forma parte de mi vida, no me imagino vivir sin tocar”. Puedo asegurar a quién quiera, que escuchar esta música hace, que uno se considere rico de golpe. Por mi parte me siento la persona más rica del mundo en este instante.
¿Quién cambiaría este momento por una sesión de cine o por ir a una discoteca?. Decididamente, yo no.
 Tengo unos vecinos en mi escalera que consideran que lo más importante en la vida –sobre todo a su edad-, es salir de marcha, subirse a los coches tuneados de sus amigos, que cada dos por tres paran en la puerta, con la música a todo volumen, y salen a pasar todo el fin de semana fuera de sus casas. Vuelven a las tantas de la madrugada del domingo y se acuestan, entonces, cuando comienza la semana laboral de sus padres, les estorba cualquier ruido, y se montan unas broncas imposibles en su casa, la hermana pequeña debe ir al colegio, el padre sale al trabajo a las siete y media, la madre, a las nueve, es dependienta en una tienda de una gran superficie. Se oyen gritos desde las habitaciones de la chica y el chico “¿Queréis dejar dormir a la gente?, sois odiosos, ¡tengo unas ganas de marcharme de aquí!”.
Viven para y por la diversión, no estudian ni trabajan, solo se divierten, creen que es su momento, que nadie está autorizado a que les quiten su porción de vida, esa que necesitan para ser importantes, sino para la familia, si para los amigos, ellos sí que los quieren y desean.
He dejado el piso en manos de una agencia para que lo alquilen, nos casamos hace dos semanas, Úrsula estaba preciosa, adornada con su enorme personalidad, vestida de calle, le he manifestado que por mi parte, me gustaría casarme de forma sencilla, sin pompas ni demasiados invitados, por lo civil. “Yo quiero, lo que tú quieras amor”. Eso me ha dicho, y me ha hecho muy feliz saber que ella no quiere llamar la atención, no lo ha hecho por no contradecirme, simplemente está de acuerdo, porque ella piensa igual que yo. La comida la hemos celebrado en un pequeño restaurante que yo conocía con anterioridad, es un lugar acogedor a veinte minutos en coche de los juzgados.
Los invitados y nosotros cabíamos todos en una misma mesa, quince personas, entre ellas Raimundo, un viejo poeta conocido de Matías al que les une una vieja amistad, y la misma pasión por la poesía. Después de servirse los postres, Raimundo se ha levantado, se ha calado sus gafas redondas, seguramente tan viejas como él, bifocales y de un maletín de mano, saca un pergamino enrollado con una cinta azul sujetándolo. Después de dar unos golpecitos en la copa de cava para llamar la atención de todos, lo ha leído. Me ha parecido en este momento, estar siendo transportado a otra época, no sé muy bien porqué, Úrsula apretando mi mano, está atenta, se la nota jubilosa, su vestido estilo años veinte de color crudo, resalta su belleza y sus pómulos cobran vida propia.
Después de leer el hermoso poema que ha escrito para nosotros y antes de que tome asiento de nuevo, Úrsula se  precipita hacia él y le da dos besos “Gracias Raimundo, ¡es tan hermoso…!, lo conservaremos toda la vida”. Al hombre se le nota azorado, levanta la cabeza cual si fuera un cisne, mirando a todo el mundo pero sin mirar a nadie en concreto, luego se sienta y apura la media copa de cava que le queda.
En todo este tiempo, Matías que está expectante a todo lo que sucede –no quiere que nada salga mal en la boda de su hija-, de pronto parece derrumbarse. Cierto que aunque sencilla, la  boda ha estado llena de emociones, puede que hayan sido demasiadas para él. Se disculpa, se levanta y se sienta en un pequeño sofá que está al otro lado de la sala, su hija se levanta, lo sigue, se sienta ante un piano de cola que hay sobre una tarima de parquet y comienza a tocar parte de la sinfonía “Spirit” de Schubert. No solo se hace un silencio sepulcral en el restaurante, se respira ambiente de sala de conciertos en ese instante, mientras escucho esta fantástica música, miro alrededor, todo el mundo está pendiente de las notas que salen de aquel piano Yamaha blanco.
Termina levantando suavemente las manos del teclado, todo el mundo aplaude a rabiar, incluso los comensales de las diferentes mesas que llenan el local, el metre y tres camareros hacen lo propio, mientras, Matías se ha quedado dormido, igual que si a un bebé le hubieran cantado una canción de cuna. Demasiado alcohol para un cuerpo tan frágil, sus apenas sesenta quilos de peso poco acostumbrados a estas celebraciones, han podido con él, tendremos que llevarlo a casa en brazos, le digo a Úrsula. Ella, con todo el cariño del mundo, pasa sus manos por la cara de su padre esbozando una ligera sonrisa de comprensión.
Hemos decidido no ir de viaje de novios, ahora no es oportuno, las clases de Úrsula y mi trabajo en la fábrica de papel lo desaconsejan, al fin y al cabo los dos son negocios pequeños que requieren de una supervisión continua. No nos importa, hay cosas más importantes que no tienen precio, que hay que atender. Estamos juntos y ese objetivo está cumplido, tanto buscar y mira tú por dónde, nos hemos encontrado, lo cierto es que Úrsula, no estaba buscando a nadie, esto lo he sabido después.
Yo tampoco, pero el devenir de los acontecimientos, hace que las personas con ideales comunes, se encuentren, o que pasen de largo y no se conozcan nunca. Al llegar a casa, y después de acostar a Matías, nos vamos a nuestra habitación, nos pesa un poco el estar todo el día con los vestidos que no son los habituales, ni los zapatos, quieras que no, al ser nuevos se hacen incómodos. Sobre la cómoda, un lujoso sobre abultado reza “Que seáis muy felices, os quiero mucho”, dentro, quinientas mil pesetas en billetes de mil y cinco mil pesetas nos sorprenden. “Pero… ¿qué significa esto?”. Úrsula responde “Significa que quiere ayudarnos a que nuestra relación matrimonial sea un poco más desahogada. Será su forma de agradecernos lo que estamos haciendo por él. Hace una semana me dijo que quería darnos las gracias por quedarnos a vivir aquí, que lo agradecía mucho, él solo me tiene a mí”.
Junto al dinero una caja de madera de cedro pisaba una nota escrita con una impecable letra gótica, en ella se leía “Esta caja, contiene algo que no tiene precio, que podría venderse, yo no lo he hecho, nunca me ha sido necesario hacerlo. Es el mejor libro que jamás ha pasado por mis manos, no lo vendáis hasta que sea imprescindible, tampoco es necesario que lo leáis, vosotros cumplís con lo esencial  que enseña. Ahora os corresponde a vosotros conservarlo”.
Extraña nota esta, como extraño parecía el regalo. Los dos nos miramos extrañados aunque felices, al saber que nos confía algo tan valioso. No es el caso de mover la caja para saber si es grande o pequeño, podemos dañarlo, Úrsula lo pone dentro del armario ropero junto a la ropa de cama, lo deposita con todo el cuidado del mundo, y lo cubre con unas sábanas de hilo bordadas a mano. Cierra la puerta del armario como si fuera la vitrina de un joyero, se vuelve y me dice “Te amo Anselmo, vamos a dar un poco de rienda suelta a ese amor que sentimos mutuamente. Ten cuidado, no he conocido a otro hombre más que a ti”.
Me acerco a la ventana que da a la tienda, la luz del pequeño escritorio de Matías, vuelve a estar encendida, mi suegro aun con la vestimenta de la boda está sentado en él, rodeado como siempre de libros a medio encuadernar y papeles, está dormido sobre sus brazos. Cuando me dispongo a bajar Úrsula me coge del brazo “Déjalo, papá es feliz así, no es la primera vez que lo hace, te lo aseguro”. Para él parece que todo lo que hay fuera de la tienda es fútil, banal, un lugar lleno de ruidos y rumores, un mundo que no es el suyo, que no pertenece a él. Me paro a pensar un instante y lo comprendo, toda su vida se la ha pasado entre libros, las letras han absorbido su sociabilidad con el exterior, no sé si es bueno o no, pero es su vida, nadie tiene el derecho a cambiarla.
Nos acostamos, después de beber de la fuente de nuestros deseos, nos quedamos dormidos. Úrsula es una mujer apasionada, pero todavía queda mucho por aprender el uno del otro, ella de su entrega confiada, yo de mi timidez, debida quizás al nuevo entorno que me rodea.
Mientras tanto, continua nuestra vida en pos de lo que es verdaderamente importante, de la búsqueda de aquello que no tiene precio, seguro que al paso que vamos lo encontramos, los dos nos hemos puesto esto, como única meta.


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viernes, 7 de septiembre de 2012

BATALLAS PERDIDAS.



                                            BATALLAS PERDIDAS.


Esa es una guerra a la que siempre se va sin armas, es incruenta, fácil en apariencia, no se levan distintivos de clase alguna, ninguna bandera, solo se exige que te prestes a acudir al campo de batalla.
Es una guerra que tiene muchos frentes, de modo que la vida está en juego. Son las circunstancias de la vida, circunstancias que no se pueden menospreciar, de lo contrario la muerte es segura. Nadie te cubre las espaldas, todo soldado que participa en ella debe salvaguardar su propia retaguardia, es complicada, harto difícil.
No hay mandos ni mandados, aunque sí es cierto, que cada soldado que cae, es un aviso para el que le precede. Más que batalla, muchos consideran que es una carrera hacia adelante, hacia la victoria, a menudo una victoria efímera, cuando tomas una posición y crees estar a salvo, debes seguir corriendo con atención hacia la próxima posición.
Constantemente se pide de cada soldado, espíritu de superación, y eso, sin ninguna medalla a la vista, sin ninguna satisfacción más que la de haber hecho lo que debes, o lo que crees que debieras haber hecho.
Ahora que creía, que ya no habían reclutamientos, me doy cuenta, que jamás me he quitado el uniforme. Vestido de calle, no importa, pero uniformado como los demás, siempre alerta a los tiros que pueden venir en cualquier dirección. Pobre de aquel que no lo haga así, te llevan preso, puedes llegar a ser botín de guerra, terminar tus días en un campo de concentración y allí esperar la muerte.
Quizás será por eso que mi abuelo me decía eso de que “hay que tener ojos hasta en el cogote”, sabía de lo que hablaba, el fue militar durante la guerra civil, y le traicionaron sus colegas, aquellos con los que cada día se tomaba unas copas en la cantina del cuartel. Los que defendían la república, pronto vieron otros intereses que los decantaron a ser una basura humana.
Creo encontrarme en una situación parecida, la diferencia es, que ya no soy joven, mi mente está colapsada, indecisa, confundida. No sé si el amor de los que me quedan, es suficiente para hacer frente a esa guerra, que exige seguir avanzando, que demanda de mí una atención constante, que me pide tener “ojos en el cogote”.
Quizás en otras circunstancias… no que va, sería lo mismo, porque para estar en la guerra, en la lucha por la supervivencia moral, no hay edad. La vida no es ningún concurso, tampoco creo que sea una ruleta que estigmatiza a los que quedan parados en determinada casilla.
Pero, ya basta, estoy cansado, sin fuerzas para mantener en alto mi arma, con la guardia bajada, descendiendo de las barcazas que te dejan en la playa. Antes no, ahora me asombran aquellos que son diligentes, los que cuando se presentan en la arena, miran en derredor suyo para descubrir al enemigo. No sé si ellos también deben asombrarse, al verme descender tranquilamente de la barcaza, fumando un cigarrillo con el fusil al hombro, andando tranquilamente como quien va a disfrutar de un día de playa, como si en lugar de un fusil, llevara al hombro una sombrilla y la toalla de baño.
“¡Qué locura!”, deben pensar los otros soldados, pero… ¿Qué más da que te metan un tiro en la cabeza si ya no la sientes?.
Sé que muchos se sienten igual que yo, pero lo siento, no tengo consejo alguno que darles. No me doy prisa, porque cualquier batalla ganada, puede ser una victoria pírrica. Así pues, lo único que veo que es realmente útil es, dejarse llevar por el viento.


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FRENTES MOJADAS.



                                       FRENTES MOJADAS.


Cada día durante los últimos doce años no había hecho otra cosa más que trabajar, trabajar de manera dura, bajo condiciones casi inhumanas, catorce horas diarias.
Melchor sin embargo es una persona feliz, si por feliz se debe entender, que tiene un trabajo en el fondo de una mina, con otros compañeros, compañeros que dejan de serlo, cuando hay de por medio dificultades del tipo que sea en el tajo. Si por eso se entiende que vive en la colonia de la mina que jamás se podrá limpiar, con el conjunto de casas con las tejas llenas de carbón, lo mismo que sus calles y fachadas.
Va a pié a la mina y vuelve a pié de ella, antes se para en el bar bodega, donde además tienen a su alcance otros abastos para el consumo diario, charla con los compañeros tomándose unos orujos, lo mismo al ir al trabajo que al volver de él. Todo, absolutamente todo, está lleno de carbón, es imposible por mucho que se quiera lavar la ropa, dejarla en condiciones, siempre llevan consigo el estigma de mineros.
Las ropas que les identifican como mineros, con sus cascos y luces de carburo, parecen esqueletos secos, condenados a muerte cuyos restos han quedado abandonados, colgados de sendos ganchos que penden del techo del cuarto de cambio de equipo de la mina.
Flora su esposa, le da un beso cariñoso cada vez que sale de casa, sabe que no debe pensar así, pero se le hace inevitable pensar que quizá sea el último, la última huelga se hizo por eso, para protestar de las condiciones de inseguridad en las que trabajan, a doscientos metros bajo tierra. De hecho en la colonia no se habló de otra cosa durante semanas, antes y después de la huelga. La empresa solo se ha gastado un dinero en cambiar los ascensores que llevan a la muerte a los hombres.
En tres años, cuatro explosiones de grisú, tres muertos y tres desaparecidos bajo decenas de miles de carbón que les han servido de tumba. ¿Está o no justificada la huelga? Pero el dinero no cae del cielo, y hace falta para vivir, aunque tosas sangre por culpa de la silicosis. A Melchor todavía le queda mucha vida en activo, antes que lo jubilen, tiene solo treinta años, su bautizo de fuego en la mina fue a los dieciocho, heredando el puesto de su hermano mayor que ya no puede salir de casa, está jodido de verdad, pero fuma todavía dos paquetillas de tabaco al día.
“La vida sigue puñetas, y un muerto más en el mundo no es ninguna tragedia…” -dice Elías- ve  a trabajar a la mina Melchor, no te harás millonario, pero por lo menos podrás enviar a tus hijos a la universidad para que no trabajen en este cementerio”.
Mierda, tiene razón mi hermano, ¿qué se puede hacer aquí, más que trabajar en la mina?, nada, no hay ni pesca por aquí cerca, por lo menos vivienda y las cosas imprescindibles las tenemos garantizadas trabajando en la mina.
Eso, unido al hecho de que tenía prioridad para trabajar allí, lo convenció finalmente, para trabajar en aquel pozo de muerte. Flora estaba tan enamorada de él, se adaptaba a cualquier decisión que tomara, veía por sus ojos, respiraba su aliento… ¡vaya suerte tener una esposa así!, eso es lo que muchos compañeros le decían, en todos estos años no había día que no lo hubiera ido a buscar a la mina, tuviera el turno que tuviera. Algún que otro compañero comentaba por ahí, que Melchor era un calzonazos, que no se imponía a su mujer porque no sabía. “A mí, me viene a buscar mi mujer al trabajo y la harto a sopapos, verás como al otro día ya se le pasan las ganas”.
Todos salían de la mina con las mismas caras, caras que cualquier pintor surrealista habría podido plasmar en un lienzo tomando a estos hombres como modelo. Había quién en pleno invierno, salía de los pozos sudando la gota gorda, eso era fruto del miedo que pasaban al principio, un miedo que te atenaza los miembros, que no te deja trabajar rindiendo lo que debes, pero los más viejos lo entendían, incluso les daban palmaditas en la espalda, palmadas de comprensión porque ellos lo pasaron primero. Muchos de estos, los primeros días no podían dormir, tenían pesadillas o mal sueño, y solo el cansancio les vencía.
Luciano un amigo del que Melchor se hizo amigo, era uno de estos. Perdió a su padre a causa de la silicosis con solo cincuenta y dos años, y a su hermano en un derrumbe de la mina. Vivía con su madre, una mujer que vestía a conjunto con el carbón, y que no paraba de ir a misa todos los días sin faltar ni uno. Con solo veintiún años se dispuso a trabajar en la mina, el chaval estaba medio muerto antes de comenzar a trabajar, de modo que el primer día que lo conoció y le tocó bajar al fondo de la galería a su lado en el ascensor, como sardinas en lata, notó que el miedo le recorría todo el cuerpo, se puso a sudar de forma súbita, solo al notar el arranque del ascensor. El ascensorista, hacía la maniobra con tanta solidez como experiencia tenía.
“Bueno novatos, vamos al matadero, verás como hoy se fastidia el ascensor y nos deja a mitad de camino. Ya os veo trepando por el cable hasta arriba”. Esto lo decían siempre los típicos graciosos veteranos, eso y otras cosas más catastróficas, aunque bien pudiera ser que pasara, las cosas como son, la tierra nunca es estable, lo mismo que los hombres, de no ser así, se habrían ahorrado estos comentarios. No hay que engañarse, en la mina siempre hay muertos al cabo del año, lo mismo que bomberos o policías, son profesiones de riesgo, riesgo a menudo impredecible, por eso es que es mortal.
Luciano es un hombre mucho talento, eso lo comprobó Melchor en multitud de ocasiones, por eso le gusta estar cerca de él cuando trabajan, muchas veces sin que nadie se lo diga, lo ves poniendo cuñas y puntales en lugares que el capataz ha dado por seguros. Es de agradecer que siendo picador tengas a alguien así cubriéndote las espaldas. “Espera Melchor, me da que esto no es suficiente para darle al taladro, déjame que ponga antes un soporte, aquí abajo toda precaución es poca”. ¡Cuántas veces se había ahorrado disgustos con sus observaciones!.
Siempre trabajan juntos y hacen por manera que se les asigne el mismo turno, de ese modo uno puede, hasta disfrutar de su trabajo.
Melchor se deshace en elogios cuando habla de él a su querida Flora, siempre tiene anécdotas que contarle, todas ellas buenas. Flora dice que lo podría adoptar como hijo, se ríe cuando le dice esto, mientras que Melchor la mira con cara circunspecta. “Oye, pues no dudaría en hacerlo si él quisiera, es un gran chaval, muy buena gente. ¿No te has dado cuenta que hasta me ha retirado un poco del bar?, antes me tomaba cuatro o cinco orujos, ahora tomo a mucho estirar solo dos, bueno, aparte de los que me tomo en casa, es que Luciano es abstemio ¿sabes?, cosa rara entre nosotros, es casi imposible encontrar a un minero que no tome algo de alcohol”.
Está claro que hay profesiones que se prestan a beber unas veces más y otras menos, sin embargo Luciano no bebe. “Oye Luciano, ¿nunca te ha gustado beber nada, ni siquiera una cerveza?”.  “No, nunca, te voy a contar algo, cuando hubo el derrumbe en la galería donde trabajaba Serafín mi hermano, salieron vivos seis mineros más, dos de ellos muy mal heridos, uno de ellos perdió una pierna. Pues bien, después de aquella desgracia, todo apuntaba a que mi hermano había estado bebiendo dentro del pozo, se encargaba de apuntalar de forma improvisada hasta que llegaban los envigados definitivos, la galería se hundió estando él en el suelo, contando chistes a  la gente, como si estuviera dentro del bar en lugar de su lugar de trabajo. Nadie desveló el asunto, pero ya sabes, después de eso, fue la comidilla de la gente, me peleé con dos en un bareto del pueblo, me rompieron una costilla y tres dientes. Tenían razón, mi hermano estaba más por la jarana que por el trabajo, pero al capataz le daba lástima ver que lo podían despedir después de haber perdido a su padre. Fíjate tú como tuvo que terminar, desde entonces me prometí a mí mismo que jamás probaría una gota de alcohol, y… hasta la fecha”.
Suficientemente penoso es el tener que estar sudando cada día, para encima perder la vida por una imprudencia. Él capataz, le hubiera hecho un favor a Serafín si lo hubiera denunciado, ahora era él, el que tenía que cargar con la culpa –en cierto modo- por no hacerlo. ¿Debía de haberlo hecho, tenía que haber denunciado a un hombre, que bebía asiduamente por causa de la muerte de su padre, al que estaba unido como uña y carne?. ¡Para que luego digan que ser minero es fácil…!, si solo tienen que sacar el carbón del fondo de la galería, pueden pensar muchos. Pero no es así, ese oficio quema muchas emociones, más que calorías del cuerpo, te estraga de tal manera, que cuando alguien opina esto de tú oficio, y hasta te considera afortunado porque te puedes jubilar siendo joven, te dan ganas de ponerle un casco aunque solo sea una jornada, y que baje contigo a la mina, ¡qué puñetas sabrán ellos!.
Que saben ellos de los miembros de tú familia que has perdido dentro de esos pozos negros, de la gente que está rezando para que vuelvas a casa al terminar tú jornada, esos que piensan así me dan pena. No calibran los pros y los contras, están ciegos o se lo quieren hacer. Solo ven hasta donde quieren ver, el resto de la vida de estos hombres… no la querrían para sí, y me refiero solo, a las condiciones de su trabajo. Porque el minero es minero hasta que muere, su espíritu y su condición es esa, sacar de las entrañas de la tierra aquello que le dicen que saque, oro, platino, diamantes, o simplemente carbón.
Hay que tener valor para bajar a dos o trescientos metros a veces más bajo tierra, para hacer ese trabajo. Mientras estoy escribiendo esto, miles de hombres y mujeres tienen las  frentes mojadas por el esfuerzo, dependen frecuentemente los unos de los otros, eso es vital, salir de ahí con vida cada día es lo único que desean, reunirse nuevamente con sus esposas, maridos e hijos para mañana volver al tajo, mientras otros les cogen el relevo.
Cada día por todo el mundo salen barcos, trenes y camiones transportando los elementos vitales que hacen que nuestra vida sea más confortable, pero Flora cada vez que ve noticiarios en la televisión de minas hundidas o explosiones de grisú, se le encoje el corazón, no puede evitarlo, piensa en Melchor, en Luciano su amigo y el hermano de este Serafín que se quedó en una galería de la mina.
Cierto que aquí, no hay accidentes como en China, donde se están cerrando explotaciones ilegales que siegan decenas de vidas cada día, de la última que se enteró, fue en la provincia de Sichuan al noreste del país, cuarenta y un muertos. Pero el mero hecho de ver esa noticia le puso la piel de gallina, estuvo llorando a ratos durante varios días, pero sin decir nada, y eso que Melchor le pregunta “¿Que es lo que te pasa mujer, porque lloras?”.  “No lloro, es que estoy emocionada de quererte tanto como te quiero tonto”. Buena respuesta para un marido enamorado, que llega cada día con carbón hasta dentro del cerebro, y que sabe que de aquí a relativamente poco tiempo, lo tendrá jubilado porque sus pulmones no den más de sí.
Ha pasado algún tiempo de todo este sentimiento emocionado, una tarde a las seis, el capataz de Melchor le hace llegar el aviso de que tiene que subir a la superficie, alguien le trae una noticia. Se olvida de las vagonetas y pasa el trabajo a otro minero, sube todo lo aprisa que el ascensor da de sí, su esposa lo espera en la oficina. “Melchor, tú hermano pequeño ha tenido un accidente de tráfico, Agustín está en el hospital San Juan de Dios, parece que es grave, tú madre ha mandado recado para que vayamos”.
Melchor sabe que su hermano, no tiene demasiado seso para conducir la moto de gran cilindrada que tiene, es un forofo de las motos, por poco que pueda, va a todos los grandes premios que se celebran en España y algún que otro país europeo. Se cambia rápidamente de ropa, saca su coche del garaje y juntos, emprenden el viaje que les lleva hasta el hospital de León. Melchor conduce mal, está muy nervioso, se le nota en cada detalle de la conducción, aparca al llegar al hospital, lleva de la mano a Flora, casi a rastras, su mente no le permite computar los detalles de todo lo que está haciendo, ahora hay como una especie de colapso colectivo de todos los miembros de su cuerpo.
Le pregunta a la recepcionista casi a gritos por su hermano dando nombre y apellidos, esta le contesta que en tal lugar. Van corriendo ahora, después de coger un ascensor, llega a la sala donde se supone debe estar el resto de la familia, ve a su madre casi doblada sobre una fila de asientos de plástico, al lado, tres hombres con mono de piel y casco le acompañan, no hay nadie más. Han sido los primeros de la familia en llegar, su madre llora desconsoladamente, los muchachos motoristas sudan copiosamente, uno de ellos se dirige a  Melchor  “No ha tenido tiempo de hacer nada para salvar el impacto, ese loco se le ha tirado encima como un misil, iba el primero y cogiendo la curva, el otro menda hablaba por el móvil. ¿Se puede usted creer que ha puesto una denuncia contra Julio por haberle dado con el casco en la cabeza?, se la ha abierto claro, pero él ha matado a nuestro amigo”.
Melchor se desplomó junto a su madre, por su mente pasaron entonces, un sinfín de situaciones y circunstancias que vivió junto a su hermano Agustín, eso fue antes de casarse con Flora. Resucitaron en su mente ocasiones, como la vez que se compró la moto nueva, una Honda 1000 con la que los visitó en su casa de la colonia junto a un amigo, y se quedaron a pasar los dos ese fin de semana, pillaron una tajada de sidra, que tuvieron que volver a casa con un taxi. El taxista, un murciano de metro y medio, no hacía más que mirar por el espejo retrovisor, temía que cualquiera de los tres nos pusiéramos a potar dentro del taxi, Agustín, muy cachondo él le dijo “Oye tío, ¿la carrera incluye derecho a vomitar dentro del taxi?”, Melchor y el amigo de Agustín se partían de risa, y el taxista sin decir nada durante todo el camino no dejó de mirar horrorizado con los ojos que se le salían de las órbitas.
Regina, la madre de Melchor –ya había dejado de serlo de Agustín- se balanceaba en el asiento del hospital con las piernas cruzadas colgando del asiento, no llegaba al suelo. Melchor se apercibió de esto entonces, de forma que se levantó, y fue a algún lugar para traerle una silla más baja y cómoda.  “Siéntate aquí madre, estarás mejor”.  “Mejor estaría muerta hijo, no es natural que los hijos mueran antes que los padres, y menos en estas circunstancias”. Melchor se levantó del asiento y se dirigió hacia la única puerta que había en aquella especie sala pasillo, solo les acompañaban en ese lugar dos jóvenes, chica y chico de aparentemente la misma edad, que estaban con la cabeza caída sobre sus regazos llorando, un policía les hacía compañía de pie.
Al abrir la puerta, se encontró con una sala de disección, dos hombres y dos mujeres hablaban entre sí, mientras se escuchaba música de un aparato de radio. Se lo quedaron mirando, uno de los médicos se acercó y le dijo “Aquí está prohibido que entre nadie que no sea del equipo médico señor”. “Disculpe usted, pero es que por lo que se ve tienen a mi hermano aquí, ha sufrido un accidente de moto mortal…”  “Ha ya, ¡Peter este señor es el hermano del chico de la moto!” Se acercó el tal Peter, lo saludó y le indicó que lo siguiera, aquella sala olía a muerte por los cuatro costados, llegaron a una mesa y el médico abrió la cremallera de una bolsa de plástico, solo mostrando la cabeza  “¿Es su hermano?” alargó la mano para tocarle el pelo, Agustín lo tenía rizado y algo largo, peo comprobó que estaba apelmazado por la sangre seca, era su hermano, sin duda alguna, se veía claramente el tatuaje de dos letras chinas, que él decía, representaban la libertad.
Notó que los ojos se le vidriaban de lágrimas, dijo gracias y salió, cuando estaba a punto de hacerlo preguntó “¿Cuándo podremos enterrarlo?”  “Pues no se decirle a ciencia cierta, pero pasarán un par de días, la policía les avisará, al hacer el atestado habrán tomado nota de su dirección y teléfono”. “Gracias señores”. Ahora los pies le pesaban mucho, se dio cuenta que casi no podía andar, cosas de los nervios, seguro.
Flora mientras tanto, había tomado el lugar de su marido al lado de su madre, le friccionaba el brazo delicadamente, le besaba la cabeza y el rostro, su suegra se dejaba hacer, no era consciente de nada en aquellos momentos de shock, parecía no sentir nada, bien lo cierto es que si sentía, quizás se siente demasiado en un momento como ese. Melchor recordaba el sentimiento de una esposa y madre de dos hijos pequeños, que perdió a su marido en la mina, recordaba perfectamente que la tuvieron que atar a una silla porque cuando le llegó la noticia, salió corriendo montaña arriba sin parar, no lloraba, solo gritaba y corría. Cuando la trajeron de vuelta a casa, cuando parecía más tranquila, comenzó a arrancarse la ropa del cuerpo como una posesa, fue por eso que la tuvieron que atar hasta que le pasaron esos momentos de delirante angustia.
Todo fue tan kafkiano esos días, tan irregular, tan fuera de lugar que en casa nadie comió un bocado, parecía que hubiera desaparecido la necesidad de alimentarse para seguir viviendo. Al final llega Elías, el hermano de Melchor, se miran largamente y luego se funden en un abrazo, Melchor le indica que su madre está dentro, en su casa, no se ha atrevido a dejarla sola en la suya, la mujer no habría estado sola cierto, pero tanto revuelo a su alrededor de vecinas y gente conocida la hubiera dejado sin fuerzas para nada. Por lo menos en casa ayuda a Flora, no sabe estarse quieta, es de estas mujeres que ya está haciendo ruido a las cinco de la mañana, no puede evitarlo, desde que el padre de Melchor se puso a trabajar en la mina que lo hace, ¡cualquiera le hace cambiar los hábitos a esta mujer!, es de aspecto frágil pero tiene una fuerza interior que le da mil vueltas a cualquier joven de hoy día.
Pero ahora que llega el verano, suda continuamente, y el caso  es que Melchor jamás la había visto sudar, ahora, su frente siempre está perlada de pequeñas gotas de sudor que indican que algo no va bien. Si fuera Melchor, la cosa sería diferente, él suda hasta en invierno, es su naturaleza, el efecto del carbón en su piel y el sudor, hacen que a Flora se le haga poco menos que imposible dejarle la ropa en condiciones. Todos los mineros, y sus esposas  se encuentran con ese problema, son los lances del oficio, contra esto, nada se puede hacer. Pero que su madre esté siempre con un pañuelo dentro del sujetador y eche mano de él para limpiarse el sudor, no lo había visto nunca.
Al cabo de los dos días que en el hospital les dijeron que podrían disponer de Agustín para enterrarlo –que se convirtieron en tres-, todos se dispusieron a ir al entierro. Aunque nadie está preparado para una situación como esa, había que afrontarla, al fin y al cabo no se podía dar marcha atrás al reloj, tenían que acostumbrarse a vivir sin él, sin su dinamismo ni sus eternas ganas de gastar pequeñas bromas a los amigos o contar chistes, eso le gustaba mucho, él decía que le ayuda a sentirse más vivo. A la salida del instituto forense se agolparon no menos de cien moteros, Melchor dudaba que los conociera a todos, pero en este caso la solidaridad de los viajeros de dos ruedas se hizo patente, Elías se dirigió a Melchor y le preguntó qué era lo que hacía allí tanta gente, este le contestó que venían al entierro, solo eso, que nadie podía hacerles desistir de acompañar a un compañero de filas.
Enfundados en sus monos de piel de mil colores diferentes, aguardaron en silencio en la puerta del Instituto Anatómico Forense a que saliera el Mercedes fúnebre con los restos mortales de Agustín, pusieron sus motos en marcha y siguieron a la procesión que los llevaba al cementerio. Todos iban detrás de los dos coches que el seguro había dispuesto, los tres amigos de Agustín los primeros, todos con un pañuelo negro anudado a la manga derecha del mono, el tráfico se detuvo ante aquella especie de manifestación, hasta los guardias de tráfico pararon el tráfico, al margen de las señales luminosas de los semáforos.
Fue un entierro memorable, sobre todo para la familia, que acababan de perder a un hijo y hermano, a la vez que para otros, un sobrino. Estas cosas son las que hacen que uno sude de verdad, la incertidumbre que queda tras una circunstancia así, ¿quién y cómo se va a reparar esta pérdida?, de ningún modo, la muerte es muerte, inactividad, ausencia de dolor y risas, falta de sentimiento. Para los que acuden como meros espectadores del entierro, incluso para los compañeros moteros, no deja de ser una mera anécdota, claro que lamentan la muerte de su amigo, pero dentro del círculo de la moto hasta ha sido todo un acontecimiento que algunos han inmortalizado en sus teléfonos móviles para luego enseñarlo a otros tantos de su comunidad.
Regina –la madre de Agustín-, lo ha perdido todo, su único hijo soltero ha fallecido, no busca culpables aunque los hubo. Por cierto, no ha recibido ni siquiera una llamada telefónica suya, sabiendo que aquella persona fue el culpable de su desdicha. Ir a vivir de nuevo a la cuenca minera no entraba en sus planes, demasiada sudor, demasiados recuerdos vacios le dejó el vivir en la colonia. Ahora sin embargo, estaba de nuevo allí reviviendo escenas que le rompían de nuevo el alma.
Siempre había pensado que el minero es un hombre hecho de otra pasta, hasta que su marido murió consumido, y su hijo quedó dentro de las entrañas de la tierra en aquella sepultura improvisada. 
Flora una mañana le dice a su suegra “madre espero un bebé, tengo dos faltas y eso en mí no es normal, tengo todos los síntomas de embarazo”. “Hija, no sabes cuánto me alegro, debes esforzarte para que esa criatura no sea minero”. Es lo primero que se ocurre decirle, no le dice que tiene que evitar que se compre una moto cuando sea mayor, o que tenga que coger un autobús para ir al colegio, ni siquiera que evite tener amigos que sea bebedores o violentos, no, nada de eso, solo se le ocurre decirle que no sea minero. Regina lo quiere ver crecer sano, alejado de posibles problemas, causas naturales que puedan segar su vida, ella estará ahí para ayudar en la medida que pueda.
Melchor ya ha hablado con el resto de la familia para que su madre se quede a vivir con ellos, todos han quedado de acuerdo, aunque Elías, su hermano mayor le ha hecho el comentario a Melchor “Hombre ya que tú ganas un buen dinero en la mina, de la pensión de madre podríamos hacer dos partes, y una de ellas que fuera a parar a una cuenta, para mis dos hijos, quieren estudiar y son muy aplicados en el colegio, ya sabes que en mi taller mecánico las cosas no andan demasiado bien, ¿sabes cuánto dinero me deben los clientes?, pues ahora va del orden de un millón y medio de pesetas”.  “¿Y porque no te preocupas en cobrar todas estas facturas Elías?”.  “Hay hermano, si fuera tan fácil ya lo habría hecho, pero la gente necesita esos coches para ir al trabajo, y tú ya sabes que me cuesta negarme a hacer favores a la gente de bien”. “Mira yo creo que, deberías hablar esto con madre, lo que ella disponga estará bien para mí”.  “Hombre… no eso no, parecería que voy pidiendo caridad, yo creo que sería mejor que se lo dijeses tú”.  “Ni hablar Elías, eres tú el implicado, resuélvelo tú con ella”.
Fue un poco desagradable para Melchor que ahora le saliera por peteneras, de manera que insistió en que era un asunto que debería hablar con su madre, que no era precisamente un ogro. Al final Elías habló con ella, pero no pudo conseguir nada, salvo el cariño y afecto que siempre le tuvo como hijo.  “Hijo, ahora tengo una responsabilidad con Melchor y Flora, van a ser padres y si me quedo en su casa, necesitarán todo lo que les pueda dar. Ya sabes que no me apetece nada vivir en la cuenca minera pero ahora…, tengo un motivo excepcional para estar junto a ellos”.
Elías, actuaba empujado por Eva, su esposa, sencillamente no le parecía justo, que tuvieran que quedarse con la pensión de la abuela habiendo otros en la familia que tenían necesidad. Bueno, esto de la necesidad es muy subjetivo, Eva no trabajaba porque su marido tiene un negocio, y ella un chalé que atender, con piscina claro está, además tenía que ir llenando su vestidor de todas las cosas deseables que cualquier mujer podría querer, y un coche con capota dura que su marido le consiguió de un menda que no podía pagarle las reparaciones de los otros dos coches que tenía. Ya ves, -unos tanto y otros tan poco-, así de loco está el mundo y sus moradores. Sin embargo, cuando hay alguien a quién echar mano para que nos simplifique la vida, y si esa persona es de la familia, allá que vamos con todos los argumentos que nos da el hecho de ser familia y de que todo va a quedar en casa, vamos, que no se va a ir divulgando nuestro desastroso estado económico.
A Melchor le supo mal todo ese asunto, los separó de manera bastante ostensible de su hermano cuñada y sobrinos, a quienes quería como si fueran hijos propios. Peor le pareció que fuera su madre la que tuviera que tomar una decisión al respecto del dinero, la mujer no estaba para esos trotes. El cariño de los hijos es algo indescriptible, se formaron en sus entrañas, y de sus entrañas salieron. De forma salomónica, le dijo a Elías “Depende de cómo os portéis conmigo, yo me portaré con vosotros. Aquí siempre tienes a tú madre para lo que haga falta, pero tengo que ver que no son simplemente los intereses, lo que hacen que acudas a mi ahora”. Sí señor, aquella mujer parecía haberse leído la historia de Salomón de cabo a rabo, y además sabía aplicarla…
Elías no llamó jamás a casa de Melchor y Flora, la madre sabía que tendría esta respuesta, en una cena todos juntos en la cocina, Regina dijo con voz apagada, casi susurrando “Que pena hijos, me parecía que tú padre y yo no nos equivocamos demasiado en vuestra crianza, pero no es así, ¡me gustaría tanto que Elías pudiera escuchar las disculpas que le debo por haber sido dura con él…!,”.  “También lo fuiste conmigo entonces madre, no te culpes, ni padre si estuviera vivo, actuáis como padres esto es todo, bastantes sudores y lágrimas debería costaros el subirnos, no pretendas ahora decirnos que te hubiera gustado ser perfecta, madre, eso es imposible, suficiente hicisteis trayéndonos al mundo y querernos. Siempre os habéis desvivido por nosotros y eso es lo que a mí me vale.
De forma improvisada, Melchor se levantó de la silla y limpiándose los labios se acercó a su madre, la abrazó abarcando todo su torso con los brazos y le dio un beso en el cuello, “¿Sabes madre?, soy la persona más feliz del mundo, tengo en esta cocina lo que más quiero en este mundo, a mi madre, a mi querida esposa y una florecilla que se está criando en su vientre. En parte, yo diría que en buena parte, esto te lo debemos a ti, tú me trajiste a este mundo”.
Esa realidad, dibujada del modo que lo hizo Melchor hizo que Regina se pusiera tierna, más si cabe, que de lo que por si era. Entonces, justo al tiempo que ella cogía los fuertes brazos de Melchor al abrazarla, se dibujó una sonrisa legítima, auténtica, llorosa por lo que de emoción llevaba consigo, volvió la cabeza y le dijo con voz suave  “Os quiero hijos, ahora, lo representáis todo para mí”.
En el mes de julio, Flora cumplía para alumbrar, llevaba desde finales de primavera un verdadero martirio con esa barriga poco común, tenía que apoyarse hacia atrás para poder tenerse en pié con un mínimo de verticalidad. Las conocidas de la colonia le decían “¡Qué barbaridad chica, ¿pero sabes de verdad lo que llevas ahí dentro?”. Estas dos vecinas eran dos mujeres entradas en años que ya tenían experiencia en parir varias veces, Flora no sabía si era que le querían meter miedo o que deseaban que el parto se complicara, a esas alturas lo que quieres es terminar con este suplicio, las piernas hinchadas, los pechos que parece que te vayan a estallar, y ese ahogo constante que hace que no puedas andar más de cincuenta pasos sin detenerte tres minutos para recuperarte.
Estaban las dos mujeres viendo el telediario de la noche, cuando los dolores se hicieron más persistentes, apuntaban cada vez más, hacia la parte baja del vientre, en mitad de estos dolores reflejados en su cara pero atendida en todo momento por Regina, rompió aguas, se asustó  “No te preocupes eso debe ser así, es el preludio del parto, ven tiéndete en la cama, sácate las bragas, voy a ver”.  “No sé yo Regina si…”.  “Venga, que el que hay ahí dentro está llamando a la puerta y no se la puedes cerrar ¿no te parece?”. Espera, que voy a avisar para que venga tú marido del tajo. La dilatación era ostensible, cuando Melchor llegó empapado en sudor Flora le sonrió “Ya llega cariño, pronto verás la cara a tú hijo, o a tú hija ve a saber”. Al instante un pinchazo la recorrió toda, lanzó un grito, pero se contuvo de forma rápida para que nadie se asustara.
La ambulancia llegaba a la puerta de la casa, con una silla, reclinada la sacaron para llevarla al hospital, cuando salieron de la colonia, se pusieron a hablar los dos enfermeros, sobre a qué hospital correspondía que la llevaran. Le preguntaron a Melchor “¿En qué hospital le han hecho el seguimiento?”.  “En ninguno, nosotros tenemos un médico en la colonia que visita a la gente, siempre durante el embarazo nos ha atendido él”.  “¿Entonces a qué hospital se supone que debemos llevar a su mujer?”.  “No lo sé pero como no te des prisa vamos a tener un problema gordo, acude al más próximo”.  “Eso no lo podemos hacer señor, verá hay unos protocolos que hay que seguir…”  “Me cago en san Salustrio, como tardes más de cinco minutos en llegar a un centro, te arranco las tripas y luego me como tú corazón crudo”.
Un pequeño acelerón y la ambulancia se dirigió a la autopista, en la primera salida a mil quinientos metros salieron. El hospital era bonito y parecía espacioso, blanco y azul, atraía a la vista de cualquiera que pasara por las cercanías. URGENCIAS. “Muy bien chicos os debo una, gracias”. No firmó ni el albarán que justificaba el transporte, pero de cualquier modo tenían la dirección y el número de teléfono, de manera que era difícil que se escaparan de aquel legítimo servicio, un tanto accidentado eso sí, pero los conductores de ambulancias e incluso los médicos que van en ellas ya están acostumbrados a esos vaivenes.
Flora tuvo una niña de tres kilos seiscientos, llegó sin apuros salvo los propios de los esfuerzos que tuvo que hacer su madre para que saliera, pero la comadrona estaba muy contenta, dijo de ella que había sido muy valiente y por eso le facilitó las cosas para que saliera la criatura. Tenía los ojos de un azul profundo, hermosamente decorados por una cornea algo más clara.
“Va a ser una niña muy hermosa señor Melchor –dijo la comadrona-, no es común que nazcan niños con esos ojos”. Regina no cabía en sí de gozo, “Mi niña bonita… pero que hermosura, me parece mentira tenerte entre mis brazos, Flora esa niña es un regalo del cielo, mírala Melchor, parece que ya se ríe”. Melchor estaba anuente a ver salir del paritorio a su mujer, cuando sacaron la cama para subirla a su habitación no pudo contener las lágrimas, cogió la mano de su mujer y se la besó, al mismo tiempo, le apartaba un poco de cabello sudoroso que se había pegado a su frente. “¿Cómo estás cariño, ya estas más tranquilo?, míralo, deja de llorar tonto que yo estoy bien, de verdad…”.
Le pareció mentira que fuera ella la que le diera ánimos a él, estaba con los ojos medio abiertos por el cansancio, pero ¡era tan fuerte! que no esperaba otro comentario de ella. Al cabo de dos días salieron en compañía de un amigo que ofreció su coche para trasladarlos a la colonia, era Luciano, como no. Le tuvo que ir indicando todo el camino, que no mirara tanto por el retrovisor, “Mira la carretera por favor, haber si vamos a tener un disgusto chaval”.  “Es verdad disculpa, es que jamás he visto una estampa como esta desde tan cerca”.  “Pues guarda algo de vista para cuando lleguemos a casa –replicó Regina-, que tendrás tiempo sobrado”.
Cuando Marisa se hizo mayor y estaba en la universidad estudiando medicina, escribió este relato, no cuenta quienes han sobrevivido desde entonces, ella solo escribe lo que más le impactado en la vida. Que los esfuerzos nunca son en vano, que el trabajo y su consecuencia siempre te dan buen motivo para estar orgulloso, y que a la familia hay que venerarla, al margen de las imperfecciones que todos arrastramos como humanos.


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