viernes, 7 de septiembre de 2012

FRENTES MOJADAS.



                                       FRENTES MOJADAS.


Cada día durante los últimos doce años no había hecho otra cosa más que trabajar, trabajar de manera dura, bajo condiciones casi inhumanas, catorce horas diarias.
Melchor sin embargo es una persona feliz, si por feliz se debe entender, que tiene un trabajo en el fondo de una mina, con otros compañeros, compañeros que dejan de serlo, cuando hay de por medio dificultades del tipo que sea en el tajo. Si por eso se entiende que vive en la colonia de la mina que jamás se podrá limpiar, con el conjunto de casas con las tejas llenas de carbón, lo mismo que sus calles y fachadas.
Va a pié a la mina y vuelve a pié de ella, antes se para en el bar bodega, donde además tienen a su alcance otros abastos para el consumo diario, charla con los compañeros tomándose unos orujos, lo mismo al ir al trabajo que al volver de él. Todo, absolutamente todo, está lleno de carbón, es imposible por mucho que se quiera lavar la ropa, dejarla en condiciones, siempre llevan consigo el estigma de mineros.
Las ropas que les identifican como mineros, con sus cascos y luces de carburo, parecen esqueletos secos, condenados a muerte cuyos restos han quedado abandonados, colgados de sendos ganchos que penden del techo del cuarto de cambio de equipo de la mina.
Flora su esposa, le da un beso cariñoso cada vez que sale de casa, sabe que no debe pensar así, pero se le hace inevitable pensar que quizá sea el último, la última huelga se hizo por eso, para protestar de las condiciones de inseguridad en las que trabajan, a doscientos metros bajo tierra. De hecho en la colonia no se habló de otra cosa durante semanas, antes y después de la huelga. La empresa solo se ha gastado un dinero en cambiar los ascensores que llevan a la muerte a los hombres.
En tres años, cuatro explosiones de grisú, tres muertos y tres desaparecidos bajo decenas de miles de carbón que les han servido de tumba. ¿Está o no justificada la huelga? Pero el dinero no cae del cielo, y hace falta para vivir, aunque tosas sangre por culpa de la silicosis. A Melchor todavía le queda mucha vida en activo, antes que lo jubilen, tiene solo treinta años, su bautizo de fuego en la mina fue a los dieciocho, heredando el puesto de su hermano mayor que ya no puede salir de casa, está jodido de verdad, pero fuma todavía dos paquetillas de tabaco al día.
“La vida sigue puñetas, y un muerto más en el mundo no es ninguna tragedia…” -dice Elías- ve  a trabajar a la mina Melchor, no te harás millonario, pero por lo menos podrás enviar a tus hijos a la universidad para que no trabajen en este cementerio”.
Mierda, tiene razón mi hermano, ¿qué se puede hacer aquí, más que trabajar en la mina?, nada, no hay ni pesca por aquí cerca, por lo menos vivienda y las cosas imprescindibles las tenemos garantizadas trabajando en la mina.
Eso, unido al hecho de que tenía prioridad para trabajar allí, lo convenció finalmente, para trabajar en aquel pozo de muerte. Flora estaba tan enamorada de él, se adaptaba a cualquier decisión que tomara, veía por sus ojos, respiraba su aliento… ¡vaya suerte tener una esposa así!, eso es lo que muchos compañeros le decían, en todos estos años no había día que no lo hubiera ido a buscar a la mina, tuviera el turno que tuviera. Algún que otro compañero comentaba por ahí, que Melchor era un calzonazos, que no se imponía a su mujer porque no sabía. “A mí, me viene a buscar mi mujer al trabajo y la harto a sopapos, verás como al otro día ya se le pasan las ganas”.
Todos salían de la mina con las mismas caras, caras que cualquier pintor surrealista habría podido plasmar en un lienzo tomando a estos hombres como modelo. Había quién en pleno invierno, salía de los pozos sudando la gota gorda, eso era fruto del miedo que pasaban al principio, un miedo que te atenaza los miembros, que no te deja trabajar rindiendo lo que debes, pero los más viejos lo entendían, incluso les daban palmaditas en la espalda, palmadas de comprensión porque ellos lo pasaron primero. Muchos de estos, los primeros días no podían dormir, tenían pesadillas o mal sueño, y solo el cansancio les vencía.
Luciano un amigo del que Melchor se hizo amigo, era uno de estos. Perdió a su padre a causa de la silicosis con solo cincuenta y dos años, y a su hermano en un derrumbe de la mina. Vivía con su madre, una mujer que vestía a conjunto con el carbón, y que no paraba de ir a misa todos los días sin faltar ni uno. Con solo veintiún años se dispuso a trabajar en la mina, el chaval estaba medio muerto antes de comenzar a trabajar, de modo que el primer día que lo conoció y le tocó bajar al fondo de la galería a su lado en el ascensor, como sardinas en lata, notó que el miedo le recorría todo el cuerpo, se puso a sudar de forma súbita, solo al notar el arranque del ascensor. El ascensorista, hacía la maniobra con tanta solidez como experiencia tenía.
“Bueno novatos, vamos al matadero, verás como hoy se fastidia el ascensor y nos deja a mitad de camino. Ya os veo trepando por el cable hasta arriba”. Esto lo decían siempre los típicos graciosos veteranos, eso y otras cosas más catastróficas, aunque bien pudiera ser que pasara, las cosas como son, la tierra nunca es estable, lo mismo que los hombres, de no ser así, se habrían ahorrado estos comentarios. No hay que engañarse, en la mina siempre hay muertos al cabo del año, lo mismo que bomberos o policías, son profesiones de riesgo, riesgo a menudo impredecible, por eso es que es mortal.
Luciano es un hombre mucho talento, eso lo comprobó Melchor en multitud de ocasiones, por eso le gusta estar cerca de él cuando trabajan, muchas veces sin que nadie se lo diga, lo ves poniendo cuñas y puntales en lugares que el capataz ha dado por seguros. Es de agradecer que siendo picador tengas a alguien así cubriéndote las espaldas. “Espera Melchor, me da que esto no es suficiente para darle al taladro, déjame que ponga antes un soporte, aquí abajo toda precaución es poca”. ¡Cuántas veces se había ahorrado disgustos con sus observaciones!.
Siempre trabajan juntos y hacen por manera que se les asigne el mismo turno, de ese modo uno puede, hasta disfrutar de su trabajo.
Melchor se deshace en elogios cuando habla de él a su querida Flora, siempre tiene anécdotas que contarle, todas ellas buenas. Flora dice que lo podría adoptar como hijo, se ríe cuando le dice esto, mientras que Melchor la mira con cara circunspecta. “Oye, pues no dudaría en hacerlo si él quisiera, es un gran chaval, muy buena gente. ¿No te has dado cuenta que hasta me ha retirado un poco del bar?, antes me tomaba cuatro o cinco orujos, ahora tomo a mucho estirar solo dos, bueno, aparte de los que me tomo en casa, es que Luciano es abstemio ¿sabes?, cosa rara entre nosotros, es casi imposible encontrar a un minero que no tome algo de alcohol”.
Está claro que hay profesiones que se prestan a beber unas veces más y otras menos, sin embargo Luciano no bebe. “Oye Luciano, ¿nunca te ha gustado beber nada, ni siquiera una cerveza?”.  “No, nunca, te voy a contar algo, cuando hubo el derrumbe en la galería donde trabajaba Serafín mi hermano, salieron vivos seis mineros más, dos de ellos muy mal heridos, uno de ellos perdió una pierna. Pues bien, después de aquella desgracia, todo apuntaba a que mi hermano había estado bebiendo dentro del pozo, se encargaba de apuntalar de forma improvisada hasta que llegaban los envigados definitivos, la galería se hundió estando él en el suelo, contando chistes a  la gente, como si estuviera dentro del bar en lugar de su lugar de trabajo. Nadie desveló el asunto, pero ya sabes, después de eso, fue la comidilla de la gente, me peleé con dos en un bareto del pueblo, me rompieron una costilla y tres dientes. Tenían razón, mi hermano estaba más por la jarana que por el trabajo, pero al capataz le daba lástima ver que lo podían despedir después de haber perdido a su padre. Fíjate tú como tuvo que terminar, desde entonces me prometí a mí mismo que jamás probaría una gota de alcohol, y… hasta la fecha”.
Suficientemente penoso es el tener que estar sudando cada día, para encima perder la vida por una imprudencia. Él capataz, le hubiera hecho un favor a Serafín si lo hubiera denunciado, ahora era él, el que tenía que cargar con la culpa –en cierto modo- por no hacerlo. ¿Debía de haberlo hecho, tenía que haber denunciado a un hombre, que bebía asiduamente por causa de la muerte de su padre, al que estaba unido como uña y carne?. ¡Para que luego digan que ser minero es fácil…!, si solo tienen que sacar el carbón del fondo de la galería, pueden pensar muchos. Pero no es así, ese oficio quema muchas emociones, más que calorías del cuerpo, te estraga de tal manera, que cuando alguien opina esto de tú oficio, y hasta te considera afortunado porque te puedes jubilar siendo joven, te dan ganas de ponerle un casco aunque solo sea una jornada, y que baje contigo a la mina, ¡qué puñetas sabrán ellos!.
Que saben ellos de los miembros de tú familia que has perdido dentro de esos pozos negros, de la gente que está rezando para que vuelvas a casa al terminar tú jornada, esos que piensan así me dan pena. No calibran los pros y los contras, están ciegos o se lo quieren hacer. Solo ven hasta donde quieren ver, el resto de la vida de estos hombres… no la querrían para sí, y me refiero solo, a las condiciones de su trabajo. Porque el minero es minero hasta que muere, su espíritu y su condición es esa, sacar de las entrañas de la tierra aquello que le dicen que saque, oro, platino, diamantes, o simplemente carbón.
Hay que tener valor para bajar a dos o trescientos metros a veces más bajo tierra, para hacer ese trabajo. Mientras estoy escribiendo esto, miles de hombres y mujeres tienen las  frentes mojadas por el esfuerzo, dependen frecuentemente los unos de los otros, eso es vital, salir de ahí con vida cada día es lo único que desean, reunirse nuevamente con sus esposas, maridos e hijos para mañana volver al tajo, mientras otros les cogen el relevo.
Cada día por todo el mundo salen barcos, trenes y camiones transportando los elementos vitales que hacen que nuestra vida sea más confortable, pero Flora cada vez que ve noticiarios en la televisión de minas hundidas o explosiones de grisú, se le encoje el corazón, no puede evitarlo, piensa en Melchor, en Luciano su amigo y el hermano de este Serafín que se quedó en una galería de la mina.
Cierto que aquí, no hay accidentes como en China, donde se están cerrando explotaciones ilegales que siegan decenas de vidas cada día, de la última que se enteró, fue en la provincia de Sichuan al noreste del país, cuarenta y un muertos. Pero el mero hecho de ver esa noticia le puso la piel de gallina, estuvo llorando a ratos durante varios días, pero sin decir nada, y eso que Melchor le pregunta “¿Que es lo que te pasa mujer, porque lloras?”.  “No lloro, es que estoy emocionada de quererte tanto como te quiero tonto”. Buena respuesta para un marido enamorado, que llega cada día con carbón hasta dentro del cerebro, y que sabe que de aquí a relativamente poco tiempo, lo tendrá jubilado porque sus pulmones no den más de sí.
Ha pasado algún tiempo de todo este sentimiento emocionado, una tarde a las seis, el capataz de Melchor le hace llegar el aviso de que tiene que subir a la superficie, alguien le trae una noticia. Se olvida de las vagonetas y pasa el trabajo a otro minero, sube todo lo aprisa que el ascensor da de sí, su esposa lo espera en la oficina. “Melchor, tú hermano pequeño ha tenido un accidente de tráfico, Agustín está en el hospital San Juan de Dios, parece que es grave, tú madre ha mandado recado para que vayamos”.
Melchor sabe que su hermano, no tiene demasiado seso para conducir la moto de gran cilindrada que tiene, es un forofo de las motos, por poco que pueda, va a todos los grandes premios que se celebran en España y algún que otro país europeo. Se cambia rápidamente de ropa, saca su coche del garaje y juntos, emprenden el viaje que les lleva hasta el hospital de León. Melchor conduce mal, está muy nervioso, se le nota en cada detalle de la conducción, aparca al llegar al hospital, lleva de la mano a Flora, casi a rastras, su mente no le permite computar los detalles de todo lo que está haciendo, ahora hay como una especie de colapso colectivo de todos los miembros de su cuerpo.
Le pregunta a la recepcionista casi a gritos por su hermano dando nombre y apellidos, esta le contesta que en tal lugar. Van corriendo ahora, después de coger un ascensor, llega a la sala donde se supone debe estar el resto de la familia, ve a su madre casi doblada sobre una fila de asientos de plástico, al lado, tres hombres con mono de piel y casco le acompañan, no hay nadie más. Han sido los primeros de la familia en llegar, su madre llora desconsoladamente, los muchachos motoristas sudan copiosamente, uno de ellos se dirige a  Melchor  “No ha tenido tiempo de hacer nada para salvar el impacto, ese loco se le ha tirado encima como un misil, iba el primero y cogiendo la curva, el otro menda hablaba por el móvil. ¿Se puede usted creer que ha puesto una denuncia contra Julio por haberle dado con el casco en la cabeza?, se la ha abierto claro, pero él ha matado a nuestro amigo”.
Melchor se desplomó junto a su madre, por su mente pasaron entonces, un sinfín de situaciones y circunstancias que vivió junto a su hermano Agustín, eso fue antes de casarse con Flora. Resucitaron en su mente ocasiones, como la vez que se compró la moto nueva, una Honda 1000 con la que los visitó en su casa de la colonia junto a un amigo, y se quedaron a pasar los dos ese fin de semana, pillaron una tajada de sidra, que tuvieron que volver a casa con un taxi. El taxista, un murciano de metro y medio, no hacía más que mirar por el espejo retrovisor, temía que cualquiera de los tres nos pusiéramos a potar dentro del taxi, Agustín, muy cachondo él le dijo “Oye tío, ¿la carrera incluye derecho a vomitar dentro del taxi?”, Melchor y el amigo de Agustín se partían de risa, y el taxista sin decir nada durante todo el camino no dejó de mirar horrorizado con los ojos que se le salían de las órbitas.
Regina, la madre de Melchor –ya había dejado de serlo de Agustín- se balanceaba en el asiento del hospital con las piernas cruzadas colgando del asiento, no llegaba al suelo. Melchor se apercibió de esto entonces, de forma que se levantó, y fue a algún lugar para traerle una silla más baja y cómoda.  “Siéntate aquí madre, estarás mejor”.  “Mejor estaría muerta hijo, no es natural que los hijos mueran antes que los padres, y menos en estas circunstancias”. Melchor se levantó del asiento y se dirigió hacia la única puerta que había en aquella especie sala pasillo, solo les acompañaban en ese lugar dos jóvenes, chica y chico de aparentemente la misma edad, que estaban con la cabeza caída sobre sus regazos llorando, un policía les hacía compañía de pie.
Al abrir la puerta, se encontró con una sala de disección, dos hombres y dos mujeres hablaban entre sí, mientras se escuchaba música de un aparato de radio. Se lo quedaron mirando, uno de los médicos se acercó y le dijo “Aquí está prohibido que entre nadie que no sea del equipo médico señor”. “Disculpe usted, pero es que por lo que se ve tienen a mi hermano aquí, ha sufrido un accidente de moto mortal…”  “Ha ya, ¡Peter este señor es el hermano del chico de la moto!” Se acercó el tal Peter, lo saludó y le indicó que lo siguiera, aquella sala olía a muerte por los cuatro costados, llegaron a una mesa y el médico abrió la cremallera de una bolsa de plástico, solo mostrando la cabeza  “¿Es su hermano?” alargó la mano para tocarle el pelo, Agustín lo tenía rizado y algo largo, peo comprobó que estaba apelmazado por la sangre seca, era su hermano, sin duda alguna, se veía claramente el tatuaje de dos letras chinas, que él decía, representaban la libertad.
Notó que los ojos se le vidriaban de lágrimas, dijo gracias y salió, cuando estaba a punto de hacerlo preguntó “¿Cuándo podremos enterrarlo?”  “Pues no se decirle a ciencia cierta, pero pasarán un par de días, la policía les avisará, al hacer el atestado habrán tomado nota de su dirección y teléfono”. “Gracias señores”. Ahora los pies le pesaban mucho, se dio cuenta que casi no podía andar, cosas de los nervios, seguro.
Flora mientras tanto, había tomado el lugar de su marido al lado de su madre, le friccionaba el brazo delicadamente, le besaba la cabeza y el rostro, su suegra se dejaba hacer, no era consciente de nada en aquellos momentos de shock, parecía no sentir nada, bien lo cierto es que si sentía, quizás se siente demasiado en un momento como ese. Melchor recordaba el sentimiento de una esposa y madre de dos hijos pequeños, que perdió a su marido en la mina, recordaba perfectamente que la tuvieron que atar a una silla porque cuando le llegó la noticia, salió corriendo montaña arriba sin parar, no lloraba, solo gritaba y corría. Cuando la trajeron de vuelta a casa, cuando parecía más tranquila, comenzó a arrancarse la ropa del cuerpo como una posesa, fue por eso que la tuvieron que atar hasta que le pasaron esos momentos de delirante angustia.
Todo fue tan kafkiano esos días, tan irregular, tan fuera de lugar que en casa nadie comió un bocado, parecía que hubiera desaparecido la necesidad de alimentarse para seguir viviendo. Al final llega Elías, el hermano de Melchor, se miran largamente y luego se funden en un abrazo, Melchor le indica que su madre está dentro, en su casa, no se ha atrevido a dejarla sola en la suya, la mujer no habría estado sola cierto, pero tanto revuelo a su alrededor de vecinas y gente conocida la hubiera dejado sin fuerzas para nada. Por lo menos en casa ayuda a Flora, no sabe estarse quieta, es de estas mujeres que ya está haciendo ruido a las cinco de la mañana, no puede evitarlo, desde que el padre de Melchor se puso a trabajar en la mina que lo hace, ¡cualquiera le hace cambiar los hábitos a esta mujer!, es de aspecto frágil pero tiene una fuerza interior que le da mil vueltas a cualquier joven de hoy día.
Pero ahora que llega el verano, suda continuamente, y el caso  es que Melchor jamás la había visto sudar, ahora, su frente siempre está perlada de pequeñas gotas de sudor que indican que algo no va bien. Si fuera Melchor, la cosa sería diferente, él suda hasta en invierno, es su naturaleza, el efecto del carbón en su piel y el sudor, hacen que a Flora se le haga poco menos que imposible dejarle la ropa en condiciones. Todos los mineros, y sus esposas  se encuentran con ese problema, son los lances del oficio, contra esto, nada se puede hacer. Pero que su madre esté siempre con un pañuelo dentro del sujetador y eche mano de él para limpiarse el sudor, no lo había visto nunca.
Al cabo de los dos días que en el hospital les dijeron que podrían disponer de Agustín para enterrarlo –que se convirtieron en tres-, todos se dispusieron a ir al entierro. Aunque nadie está preparado para una situación como esa, había que afrontarla, al fin y al cabo no se podía dar marcha atrás al reloj, tenían que acostumbrarse a vivir sin él, sin su dinamismo ni sus eternas ganas de gastar pequeñas bromas a los amigos o contar chistes, eso le gustaba mucho, él decía que le ayuda a sentirse más vivo. A la salida del instituto forense se agolparon no menos de cien moteros, Melchor dudaba que los conociera a todos, pero en este caso la solidaridad de los viajeros de dos ruedas se hizo patente, Elías se dirigió a Melchor y le preguntó qué era lo que hacía allí tanta gente, este le contestó que venían al entierro, solo eso, que nadie podía hacerles desistir de acompañar a un compañero de filas.
Enfundados en sus monos de piel de mil colores diferentes, aguardaron en silencio en la puerta del Instituto Anatómico Forense a que saliera el Mercedes fúnebre con los restos mortales de Agustín, pusieron sus motos en marcha y siguieron a la procesión que los llevaba al cementerio. Todos iban detrás de los dos coches que el seguro había dispuesto, los tres amigos de Agustín los primeros, todos con un pañuelo negro anudado a la manga derecha del mono, el tráfico se detuvo ante aquella especie de manifestación, hasta los guardias de tráfico pararon el tráfico, al margen de las señales luminosas de los semáforos.
Fue un entierro memorable, sobre todo para la familia, que acababan de perder a un hijo y hermano, a la vez que para otros, un sobrino. Estas cosas son las que hacen que uno sude de verdad, la incertidumbre que queda tras una circunstancia así, ¿quién y cómo se va a reparar esta pérdida?, de ningún modo, la muerte es muerte, inactividad, ausencia de dolor y risas, falta de sentimiento. Para los que acuden como meros espectadores del entierro, incluso para los compañeros moteros, no deja de ser una mera anécdota, claro que lamentan la muerte de su amigo, pero dentro del círculo de la moto hasta ha sido todo un acontecimiento que algunos han inmortalizado en sus teléfonos móviles para luego enseñarlo a otros tantos de su comunidad.
Regina –la madre de Agustín-, lo ha perdido todo, su único hijo soltero ha fallecido, no busca culpables aunque los hubo. Por cierto, no ha recibido ni siquiera una llamada telefónica suya, sabiendo que aquella persona fue el culpable de su desdicha. Ir a vivir de nuevo a la cuenca minera no entraba en sus planes, demasiada sudor, demasiados recuerdos vacios le dejó el vivir en la colonia. Ahora sin embargo, estaba de nuevo allí reviviendo escenas que le rompían de nuevo el alma.
Siempre había pensado que el minero es un hombre hecho de otra pasta, hasta que su marido murió consumido, y su hijo quedó dentro de las entrañas de la tierra en aquella sepultura improvisada. 
Flora una mañana le dice a su suegra “madre espero un bebé, tengo dos faltas y eso en mí no es normal, tengo todos los síntomas de embarazo”. “Hija, no sabes cuánto me alegro, debes esforzarte para que esa criatura no sea minero”. Es lo primero que se ocurre decirle, no le dice que tiene que evitar que se compre una moto cuando sea mayor, o que tenga que coger un autobús para ir al colegio, ni siquiera que evite tener amigos que sea bebedores o violentos, no, nada de eso, solo se le ocurre decirle que no sea minero. Regina lo quiere ver crecer sano, alejado de posibles problemas, causas naturales que puedan segar su vida, ella estará ahí para ayudar en la medida que pueda.
Melchor ya ha hablado con el resto de la familia para que su madre se quede a vivir con ellos, todos han quedado de acuerdo, aunque Elías, su hermano mayor le ha hecho el comentario a Melchor “Hombre ya que tú ganas un buen dinero en la mina, de la pensión de madre podríamos hacer dos partes, y una de ellas que fuera a parar a una cuenta, para mis dos hijos, quieren estudiar y son muy aplicados en el colegio, ya sabes que en mi taller mecánico las cosas no andan demasiado bien, ¿sabes cuánto dinero me deben los clientes?, pues ahora va del orden de un millón y medio de pesetas”.  “¿Y porque no te preocupas en cobrar todas estas facturas Elías?”.  “Hay hermano, si fuera tan fácil ya lo habría hecho, pero la gente necesita esos coches para ir al trabajo, y tú ya sabes que me cuesta negarme a hacer favores a la gente de bien”. “Mira yo creo que, deberías hablar esto con madre, lo que ella disponga estará bien para mí”.  “Hombre… no eso no, parecería que voy pidiendo caridad, yo creo que sería mejor que se lo dijeses tú”.  “Ni hablar Elías, eres tú el implicado, resuélvelo tú con ella”.
Fue un poco desagradable para Melchor que ahora le saliera por peteneras, de manera que insistió en que era un asunto que debería hablar con su madre, que no era precisamente un ogro. Al final Elías habló con ella, pero no pudo conseguir nada, salvo el cariño y afecto que siempre le tuvo como hijo.  “Hijo, ahora tengo una responsabilidad con Melchor y Flora, van a ser padres y si me quedo en su casa, necesitarán todo lo que les pueda dar. Ya sabes que no me apetece nada vivir en la cuenca minera pero ahora…, tengo un motivo excepcional para estar junto a ellos”.
Elías, actuaba empujado por Eva, su esposa, sencillamente no le parecía justo, que tuvieran que quedarse con la pensión de la abuela habiendo otros en la familia que tenían necesidad. Bueno, esto de la necesidad es muy subjetivo, Eva no trabajaba porque su marido tiene un negocio, y ella un chalé que atender, con piscina claro está, además tenía que ir llenando su vestidor de todas las cosas deseables que cualquier mujer podría querer, y un coche con capota dura que su marido le consiguió de un menda que no podía pagarle las reparaciones de los otros dos coches que tenía. Ya ves, -unos tanto y otros tan poco-, así de loco está el mundo y sus moradores. Sin embargo, cuando hay alguien a quién echar mano para que nos simplifique la vida, y si esa persona es de la familia, allá que vamos con todos los argumentos que nos da el hecho de ser familia y de que todo va a quedar en casa, vamos, que no se va a ir divulgando nuestro desastroso estado económico.
A Melchor le supo mal todo ese asunto, los separó de manera bastante ostensible de su hermano cuñada y sobrinos, a quienes quería como si fueran hijos propios. Peor le pareció que fuera su madre la que tuviera que tomar una decisión al respecto del dinero, la mujer no estaba para esos trotes. El cariño de los hijos es algo indescriptible, se formaron en sus entrañas, y de sus entrañas salieron. De forma salomónica, le dijo a Elías “Depende de cómo os portéis conmigo, yo me portaré con vosotros. Aquí siempre tienes a tú madre para lo que haga falta, pero tengo que ver que no son simplemente los intereses, lo que hacen que acudas a mi ahora”. Sí señor, aquella mujer parecía haberse leído la historia de Salomón de cabo a rabo, y además sabía aplicarla…
Elías no llamó jamás a casa de Melchor y Flora, la madre sabía que tendría esta respuesta, en una cena todos juntos en la cocina, Regina dijo con voz apagada, casi susurrando “Que pena hijos, me parecía que tú padre y yo no nos equivocamos demasiado en vuestra crianza, pero no es así, ¡me gustaría tanto que Elías pudiera escuchar las disculpas que le debo por haber sido dura con él…!,”.  “También lo fuiste conmigo entonces madre, no te culpes, ni padre si estuviera vivo, actuáis como padres esto es todo, bastantes sudores y lágrimas debería costaros el subirnos, no pretendas ahora decirnos que te hubiera gustado ser perfecta, madre, eso es imposible, suficiente hicisteis trayéndonos al mundo y querernos. Siempre os habéis desvivido por nosotros y eso es lo que a mí me vale.
De forma improvisada, Melchor se levantó de la silla y limpiándose los labios se acercó a su madre, la abrazó abarcando todo su torso con los brazos y le dio un beso en el cuello, “¿Sabes madre?, soy la persona más feliz del mundo, tengo en esta cocina lo que más quiero en este mundo, a mi madre, a mi querida esposa y una florecilla que se está criando en su vientre. En parte, yo diría que en buena parte, esto te lo debemos a ti, tú me trajiste a este mundo”.
Esa realidad, dibujada del modo que lo hizo Melchor hizo que Regina se pusiera tierna, más si cabe, que de lo que por si era. Entonces, justo al tiempo que ella cogía los fuertes brazos de Melchor al abrazarla, se dibujó una sonrisa legítima, auténtica, llorosa por lo que de emoción llevaba consigo, volvió la cabeza y le dijo con voz suave  “Os quiero hijos, ahora, lo representáis todo para mí”.
En el mes de julio, Flora cumplía para alumbrar, llevaba desde finales de primavera un verdadero martirio con esa barriga poco común, tenía que apoyarse hacia atrás para poder tenerse en pié con un mínimo de verticalidad. Las conocidas de la colonia le decían “¡Qué barbaridad chica, ¿pero sabes de verdad lo que llevas ahí dentro?”. Estas dos vecinas eran dos mujeres entradas en años que ya tenían experiencia en parir varias veces, Flora no sabía si era que le querían meter miedo o que deseaban que el parto se complicara, a esas alturas lo que quieres es terminar con este suplicio, las piernas hinchadas, los pechos que parece que te vayan a estallar, y ese ahogo constante que hace que no puedas andar más de cincuenta pasos sin detenerte tres minutos para recuperarte.
Estaban las dos mujeres viendo el telediario de la noche, cuando los dolores se hicieron más persistentes, apuntaban cada vez más, hacia la parte baja del vientre, en mitad de estos dolores reflejados en su cara pero atendida en todo momento por Regina, rompió aguas, se asustó  “No te preocupes eso debe ser así, es el preludio del parto, ven tiéndete en la cama, sácate las bragas, voy a ver”.  “No sé yo Regina si…”.  “Venga, que el que hay ahí dentro está llamando a la puerta y no se la puedes cerrar ¿no te parece?”. Espera, que voy a avisar para que venga tú marido del tajo. La dilatación era ostensible, cuando Melchor llegó empapado en sudor Flora le sonrió “Ya llega cariño, pronto verás la cara a tú hijo, o a tú hija ve a saber”. Al instante un pinchazo la recorrió toda, lanzó un grito, pero se contuvo de forma rápida para que nadie se asustara.
La ambulancia llegaba a la puerta de la casa, con una silla, reclinada la sacaron para llevarla al hospital, cuando salieron de la colonia, se pusieron a hablar los dos enfermeros, sobre a qué hospital correspondía que la llevaran. Le preguntaron a Melchor “¿En qué hospital le han hecho el seguimiento?”.  “En ninguno, nosotros tenemos un médico en la colonia que visita a la gente, siempre durante el embarazo nos ha atendido él”.  “¿Entonces a qué hospital se supone que debemos llevar a su mujer?”.  “No lo sé pero como no te des prisa vamos a tener un problema gordo, acude al más próximo”.  “Eso no lo podemos hacer señor, verá hay unos protocolos que hay que seguir…”  “Me cago en san Salustrio, como tardes más de cinco minutos en llegar a un centro, te arranco las tripas y luego me como tú corazón crudo”.
Un pequeño acelerón y la ambulancia se dirigió a la autopista, en la primera salida a mil quinientos metros salieron. El hospital era bonito y parecía espacioso, blanco y azul, atraía a la vista de cualquiera que pasara por las cercanías. URGENCIAS. “Muy bien chicos os debo una, gracias”. No firmó ni el albarán que justificaba el transporte, pero de cualquier modo tenían la dirección y el número de teléfono, de manera que era difícil que se escaparan de aquel legítimo servicio, un tanto accidentado eso sí, pero los conductores de ambulancias e incluso los médicos que van en ellas ya están acostumbrados a esos vaivenes.
Flora tuvo una niña de tres kilos seiscientos, llegó sin apuros salvo los propios de los esfuerzos que tuvo que hacer su madre para que saliera, pero la comadrona estaba muy contenta, dijo de ella que había sido muy valiente y por eso le facilitó las cosas para que saliera la criatura. Tenía los ojos de un azul profundo, hermosamente decorados por una cornea algo más clara.
“Va a ser una niña muy hermosa señor Melchor –dijo la comadrona-, no es común que nazcan niños con esos ojos”. Regina no cabía en sí de gozo, “Mi niña bonita… pero que hermosura, me parece mentira tenerte entre mis brazos, Flora esa niña es un regalo del cielo, mírala Melchor, parece que ya se ríe”. Melchor estaba anuente a ver salir del paritorio a su mujer, cuando sacaron la cama para subirla a su habitación no pudo contener las lágrimas, cogió la mano de su mujer y se la besó, al mismo tiempo, le apartaba un poco de cabello sudoroso que se había pegado a su frente. “¿Cómo estás cariño, ya estas más tranquilo?, míralo, deja de llorar tonto que yo estoy bien, de verdad…”.
Le pareció mentira que fuera ella la que le diera ánimos a él, estaba con los ojos medio abiertos por el cansancio, pero ¡era tan fuerte! que no esperaba otro comentario de ella. Al cabo de dos días salieron en compañía de un amigo que ofreció su coche para trasladarlos a la colonia, era Luciano, como no. Le tuvo que ir indicando todo el camino, que no mirara tanto por el retrovisor, “Mira la carretera por favor, haber si vamos a tener un disgusto chaval”.  “Es verdad disculpa, es que jamás he visto una estampa como esta desde tan cerca”.  “Pues guarda algo de vista para cuando lleguemos a casa –replicó Regina-, que tendrás tiempo sobrado”.
Cuando Marisa se hizo mayor y estaba en la universidad estudiando medicina, escribió este relato, no cuenta quienes han sobrevivido desde entonces, ella solo escribe lo que más le impactado en la vida. Que los esfuerzos nunca son en vano, que el trabajo y su consecuencia siempre te dan buen motivo para estar orgulloso, y que a la familia hay que venerarla, al margen de las imperfecciones que todos arrastramos como humanos.


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