viernes, 7 de septiembre de 2012

BATALLAS PERDIDAS.



                                            BATALLAS PERDIDAS.


Esa es una guerra a la que siempre se va sin armas, es incruenta, fácil en apariencia, no se levan distintivos de clase alguna, ninguna bandera, solo se exige que te prestes a acudir al campo de batalla.
Es una guerra que tiene muchos frentes, de modo que la vida está en juego. Son las circunstancias de la vida, circunstancias que no se pueden menospreciar, de lo contrario la muerte es segura. Nadie te cubre las espaldas, todo soldado que participa en ella debe salvaguardar su propia retaguardia, es complicada, harto difícil.
No hay mandos ni mandados, aunque sí es cierto, que cada soldado que cae, es un aviso para el que le precede. Más que batalla, muchos consideran que es una carrera hacia adelante, hacia la victoria, a menudo una victoria efímera, cuando tomas una posición y crees estar a salvo, debes seguir corriendo con atención hacia la próxima posición.
Constantemente se pide de cada soldado, espíritu de superación, y eso, sin ninguna medalla a la vista, sin ninguna satisfacción más que la de haber hecho lo que debes, o lo que crees que debieras haber hecho.
Ahora que creía, que ya no habían reclutamientos, me doy cuenta, que jamás me he quitado el uniforme. Vestido de calle, no importa, pero uniformado como los demás, siempre alerta a los tiros que pueden venir en cualquier dirección. Pobre de aquel que no lo haga así, te llevan preso, puedes llegar a ser botín de guerra, terminar tus días en un campo de concentración y allí esperar la muerte.
Quizás será por eso que mi abuelo me decía eso de que “hay que tener ojos hasta en el cogote”, sabía de lo que hablaba, el fue militar durante la guerra civil, y le traicionaron sus colegas, aquellos con los que cada día se tomaba unas copas en la cantina del cuartel. Los que defendían la república, pronto vieron otros intereses que los decantaron a ser una basura humana.
Creo encontrarme en una situación parecida, la diferencia es, que ya no soy joven, mi mente está colapsada, indecisa, confundida. No sé si el amor de los que me quedan, es suficiente para hacer frente a esa guerra, que exige seguir avanzando, que demanda de mí una atención constante, que me pide tener “ojos en el cogote”.
Quizás en otras circunstancias… no que va, sería lo mismo, porque para estar en la guerra, en la lucha por la supervivencia moral, no hay edad. La vida no es ningún concurso, tampoco creo que sea una ruleta que estigmatiza a los que quedan parados en determinada casilla.
Pero, ya basta, estoy cansado, sin fuerzas para mantener en alto mi arma, con la guardia bajada, descendiendo de las barcazas que te dejan en la playa. Antes no, ahora me asombran aquellos que son diligentes, los que cuando se presentan en la arena, miran en derredor suyo para descubrir al enemigo. No sé si ellos también deben asombrarse, al verme descender tranquilamente de la barcaza, fumando un cigarrillo con el fusil al hombro, andando tranquilamente como quien va a disfrutar de un día de playa, como si en lugar de un fusil, llevara al hombro una sombrilla y la toalla de baño.
“¡Qué locura!”, deben pensar los otros soldados, pero… ¿Qué más da que te metan un tiro en la cabeza si ya no la sientes?.
Sé que muchos se sienten igual que yo, pero lo siento, no tengo consejo alguno que darles. No me doy prisa, porque cualquier batalla ganada, puede ser una victoria pírrica. Así pues, lo único que veo que es realmente útil es, dejarse llevar por el viento.


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