sábado, 21 de abril de 2012

¡ERA TAN FELIZ ENTONCES...!

                              
                      ¡ERA TAN FELIZ ENTONCES!...


Que felicidad ir al colegio, estudié en un centro escolar sito en la calle Lérida, en el barrio de Pueblo Seco de Barcelona. Con qué alegría íbamos calle arriba, camino del colegio, con los libros atados con una correa vieja de mi padre, corríamos más que andábamos, para llegar al patio antes de las nueve menos cuarto, allí, nos poníamos en fila cada clase con la separación de un brazo extendido los unos de los otros.
Una gramola sonaba entonces, y dos sendos altavoces comenzaban a sonar, delante, una gran cruz de madera pintada de blanco, servía de soporte a tres banderas, la nacional, la falangista y la requeté. Tres niños cursos superiores, se encargaban de ir subiéndolas poco a poco, mientras cantábamos el cara al sol, el vigilante del colegio, Joaquín, un hombre rubicundo con el cabello cortado a cepillo, se paseaba entre las filas, asegurándose de que todo el mundo cantara el himno, era grande como un armario ropero, con las manos en la espalda y armado con un regle de cantos metálicos, vigilaba con interés.
¡Cuánto aprendí hasta los doce años!... a partir de ahí, ya me sentí preparado para afrontar la vida, me enseñaron todo lo que necesitaba para ser una persona completa, lo agradecí mucho a mis maestros, en especial a aquellos que me ayudaron a ver que la puntualidad era la base para tener una buena metodología de trabajo. Me lo inculcaron a base de castigos, a base de mamporros cuando se pasaba lista y por alguna razón extraordinaria, llegaba un par de minutos tarde. Gracias a que reventaron una vez los oídos con un golpe de regle, dejé de llegar tarde. ¡Qué buenos profesores tuve!... eso es enseñar, lo demás, son historias.
Con unos cuantos años más y gracias a que me puse a trabajar en un taller mecánico, llegó la segunda parte de la vida, más plena si cabe, más feliz. Al poco de trabajar de aprendiz allí con el mango de una escoba, rompí una bombilla que estaba situada en una parte destacada del taller. Dos hostias me llevé, y esa semana no cobre las ciento quince pesetas que me pagaban por diez horas de trabajo, que quieres que te diga… justo, sí señor, quien la hace la paga. Eso se lo oía decir a mi abuelo en casa continuamente, ahora veía en mis propias carnes lo que eso significaba, ¡qué buena lección!. También me ponían castigos por el mal comportamiento, no creas, aquella semana, me dedicaba a ir a alquilar a la Plaza de las Navas un carro, sin caballo evidentemente, el caballo era yo, entonces iba a hacer recados, si sí, como lo oís, en lugar de ir con una cesta iba con el carro. Hombre, eran artículos más pesados, eso también, de modo que ya me veías cruzar El Paralelo, y tirar la calle Viladomat arriba, cargado con cien kilos de ruedas de volquete, y bajar con otras tantas que ya estaban rectificadas, de freno las Chirucas que cada dos por tres había de comprarme, con la paga extra que sacaba, de vender mierda de caballo por las casas de las vecinas, como abono para las plantas. Claro está que eso lo hacía después de comer, y por la noche cuando terminaba el trabajo.
De verdad, aprendí mucho, entre los quince y dieciséis años, ya me introduje en el mundo del sexo, gracias a una viuda joven de veintisiete vecina de la calle de al lado. Yo que había estado hasta entonces a base de manolas, ahora descubrí lo que era estar con una mujer de verdad, perdí entre una cosa y otra, diez kilos, kilos que me reportaron una cosa por un lado pero me dejaron mermado por otra, y Pepita tan feliz  -no creo que fuera el único que la visitara, sinceramente-. Siempre me decía… “Si ves que hay una toalla colgada en el balcón no subas.” Caramba la de veces que encontré la toalla colgada, la de celos que me cogían, así aprendí lo que es estar encoñado por alguien. Claro, cuando le falta paja al buey, la busca en cualquier otra parte, ya me ves andorreando por las calles, en busca de nuevas amistades, que encontré gracias a algunos amigos que tenía entonces, y que estaban aprendiendo igual que yo, a sacarle el jugo a la vida.
Cuando me enamoré definitivamente, fue un bombazo, que guapa, que seria, dulce y amable era esa chica conmigo. Con dieciocho años nos prometimos, ella tenía catorce, pero ya se sabe que las chicas maduran antes, de manera que con veintidós me casé por lo civil, ella tenía dieciocho. ¡Qué felices éramos entonces!... había subido de escalafón en el mundillo de la mecánica, estudiaba para ser maestro de taller, y lo logré.
Con la llegada de los hijos comenzamos a tomar malas decisiones, los niños te cambian la vida, empezó a resurgir de mi interior, el espíritu aventurero y con ello las mudanzas de vivienda y de trabajo, eso sí, jamás dejé de trabajar en un lugar u otro, a menudo mis padres me preguntaban como andaban mis asuntos, ellos desde el principio, no estuvieron conformes con la elección de la que era mi esposa, pero jamás trataron de invadir el grado de independencia que me correspondía. “Esa es tú responsabilidad, tete, nosotros no podemos interferir en esa decisión.”
¡Así me fue!..., llegó un momento en el que mi cabeza no sabía distinguir bien, que es lo que quería y a quién quería, y eso me pasó factura. Fue al paso de los años cuando me apercibí del daño que estaba causando a otros y a mí mismo, y empecé a caer en una espiral de miedos a las responsabilidades, terror diría yo.
Con el paso del tiempo maduras, o por lo menos es lo que se espera de cualquiera, creo que en el caso que nos ocupa no fue así. Comencé a andorrear por ahí con la esperanza de encontrar respuestas a estas grandes interrogantes, cierto, tenía muchas preguntas, pero no me paré a buscar las respuestas.
Entonces, llegó uno de los tiempos más felices de mi vida, seguro que puede resultar estúpido, y hasta canallesco decirlo, pero es lo cierto, de entre los fantasmas del pasado, resurgieron figuras que tenía olvidadas, y justamente todas ellas tenían rostro de mujer. ¡Como las echaba de menos!... hasta el punto que resolví buscarlas una a una, no fue tarea fácil, pero las fui encontrando poco a poco, cuando encontraba a una, más prisa me daba en buscar a la siguiente, y así, con el paso pausado pero sin tregua que te marca el tiempo, me hallé en mitad de una vorágine de vicio que pagaba con los seres a los que se suponía, tener que haber querido más y mejor.
Pero, qué tiempo tan feliz, deseando que terminara mi trabajo diario, para encontrarme con ellas, al principio de una en una, luego por medio de unos “amigos”, todas a la vez, las que no conseguí encontrar, fueron sustituidas por otras desconocidas que hicieron las veces de aquellas desaparecidas.
Todo, por en el fondo, tratar de ser feliz, palabra ésta mal empleada a menudo, como si la felicidad dependiera de lo mucho o poco que practicaras el sexo, o el poco o mucho dinero que tengas, todo esto, está en la imaginación de cada cual. Lo que no estaba en mi imaginación, era el buen rato que pasaba en compañía de aquellas personas, chicas guapas todas ellas, a las que solía regalar cosas, para poder justificar un encuentro futuro.
Qué bien que lo pasaba, luego llegaba a casa hecho polvo, ¿de verdad podía el ser feliz tener consecuencias tan funestas?, me hago esta pregunta porque llegó el momento en el que se perdió la comunicación de pareja y poco después me di cuenta que ella, estaba igual que yo, buscando su espacio de felicidad. Pronto descubrí que andaba con otros hombres, no se lo recrimino, ¿cómo podría hacerlo después de lo que la hacía sufrir?.
Ahora cuando escribo todo esto en pasado, me doy cuenta de que se puede ser feliz sin desear nada más que hacer feliz a los demás. En este caso concreto, después de dejar a mi primera mujer, y como resultado, que mis tres hijos no quieran saber nada de mí, he comprendido el auténtico valor –por lo menos desde mi punto de vista- de que cualquier tiempo pasado, sea el que sea, sirve solo, para establecer las bases de… mirar atrás, y apreciar todo lo hecho como una simple rutina de la vida.
He concluido a menudo preguntándome, a cuantas personas les ha sucedido algo parecido o mejor. A cuantas les han pasado cosas peores, con consecuencias trágicas en la vida, ¡va!..., pienso, ¿y qué más da, si lo que realmente importa no es mirar hacia atrás? Lo mejor, lo más consecuente, es tratar de enmendar los errores pasados para que estos no se apoderen de nuestras conciencias.


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