sábado, 30 de julio de 2011

EL TREN DEL BIEN EL TREN DEL MAL

                           EL TREN DEL BIEN Y DEL MAL.

De pequeño siempre soñaba con tener un tren, mis padres lo sabían, hasta cuando amigos y conocidos me preguntaban ¿qué quieres ser de mayor…? Contestaba que “trenero”, os podéis imaginar que con las pocas luces que para aquella edad tenía no podía contestar de otro modo, todavía no tenía siquiera el lenguaje comprensible para todo el mundo, de modo que contestaba en términos que se asimilaran más al origen de ese objeto deseado. Por ejemplo calle debajo de donde vivía un señor llamado Carlos tenía una carbonería, vendía carbón luego él era carbonero, a mí me gustaban los trenes y a menudo soñaba con ellos, si quiera conducir un tren… sería trenero ¿lógico  verdad? Además no era ningún proyecto ambicioso, ser “maquinista de tren”  -que es por definición como se llamaba a estos profesionales-  era un oficio muy bien visto aunque pasara desapercibido, no sé si bien o mal pagado pero era un oficio digno y se me antojaba un sueño, ir arriba y abajo conduciendo todo ese montón de acero impulsado por vapor de agua, con todos esos vagones detrás, arrastrados a un destino más o menos lejanos llevando mercancías o personas, con esos rudos enganches sujetos por grandes pasadores y asegurados por cadenas…
Mi abuelo me decía entonces… “Estudia para ser algo más en la vida que ese trabajo es muy duro…” eso me lo decía mientras íbamos a la estación de Francia, visita obligada cuando alguien de casa salía a pasear conmigo. Pues bien, un día de Reyes mis padres  -o quizás mis abuelos-  me regalaron un tren de lata, no tenía más de medio metro de circunferencia, sin estaciones ni nada, le dabas cuerda mediante un muelle que estaba enrollado en la locomotora y a correr que ya es tarde. ¡¡Cuantos sueños cumplidos con mi tren!! No iba a ninguna parte, daba vueltas sin parar sobre una frágiles vías que con sus traviesas toscamente imitadas a la reales, a mí se me antojaba que iban al fin del mundo. En cuanto llegaba a casa después del colegio, comenzaba la jornada de trabajo en mí tren que tenía como misión llevar a gente a Madrid o determinada carga a Bilbao e imaginaba con determinada exactitud, el traqueteo y los avisos mediante los sonidos emitidos de diferentes tonos desde la locomotora para advertir de la presencia de mí tren.
Vueltas y más vueltas, cuerda y más cuerda daba a la máquina con el fin de que no parara nunca  -era mi trabajo después del colegio-  y allí me tenías sentado en la salita junto al comedor sentado como un indio, con los codos sobre las rodillas y guardando celosamente que ninguno de mis hermanos pasara demasiado cerca de mi juguete preferido, el tren. Mi hermano mayor siempre encontraba una excusa u otra para golpearlo con el pié, y no pocas veces tenía que desmontar alguno de los vagones,  -que iban sujetos por la parte inferior mediante unas lenguetas-  para repararlos y desabollarlos con herramientas que improvisaba de elementos de la cocina de casa, muchas veces se reían de mí cuando veían que hablaba con el tren, creo que en cierto sentido tenían razón, deberían pensar que estaba un poco loco.
Me preocupaba que encontraran el tren y me rompieran  -mis hermanos eran tremendos-  de manera que ideé el sistema de repartir, cada vez que terminaba de jugar, las diferentes piezas por diferentes lugares de la casa, pero eso sí, la locomotora dormía conmigo ¿qué te parece?, otros niños duermen con un peluche, un oso, un superhéroe, pues ya ves, yo dormía con mí máquina en mí litera.
Después de determinado tiempo de tenerlo, el tren se había convertido para mí en un elemento que marcaba distancias, el bien del mal, ¿Cómo se podía tener tan mala leche como para hundir el sueño de un niño rompiendo el tren o de alguna manera evitando qué jugara con él descomponiéndolo? Claro, mis hermanos eran como yo, unos críos cuya diversión se limitaba aparte de tener sus propios juguetes en fastidiar al prójimo, en ese caso yo. A ellos les regalaron para el mismo tiempo unas cananas con pistolas de plástico, un sombrero indio, y un arco con una aljaba y flechas de plástico con ventosas en las puntas, además de un caballo de cartón con una plataforma de madera y ruedas del mismo material. Jamás se me ocurrió coger nada de sus cosas, entre otras cosas porque no me gustaban esos juguetes. Era feliz con mí tren y un silbato que al poco me agencié por medio de un amigo, era de latón y me dijo que era el auténtico silbato de los jefes de estación, me lo dio a cambio de treinta gusanos de seda que ya estaban haciendo capullo y un buen suministro de hojas de morera.
Con los años fui aprendiendo igual que imaginaba viajes virtuales, a ver el tren como un vehículo especial que… llevando a personas de un lado a otro, podía corresponder con el transporte más válido para traer a gentes buenas a un lugar para que la habitara y en su lugar, llevarse a las malas hacia un lugar escondido, desconocido, inventado, hacia una estación donde tuvieran que buscarse la vida del mismo modo que lo hicieran los primeros al llegar al lugar de destino. No habría ventajas para ninguna de las dos clases y si las hubiera era porque o unos u otros comprendieran que ese no era su espacio, ciudad, residencia, que eran o no capaces de convivir con los demás y de ese modo ajustarse a un modelo preestablecido dentro de las costumbres propias del lugar elegido. Así de fácil, los reglamentos serían entonces las conciencias de unos y otros, las leyes las que establecieran ellos mismos y el fin, la convivencia. No cualquier convivencia, la convivencia con mayúsculas, vivir felices con todo lo difícil que de por si es lograrlo.
Es probable que esto se interpretara como la anarquía, pero ¿qué si lo era y la gente era capaz de desarrollar sus cualidades dentro de aquel entorno? En absoluta comunión los unos con los otros se irían marcando las distancias entre los buenos y los malos. Es evidente que eso es utópico e irrealizable dirían muchos, pues bien estos al tren del mal, ¿porqué? porque cuando empiezan a haber fisuras en un sistema, se puede comparar a un edificio que por alguna razón comienza a resquebrajarse y las grietas se van expandiendo hasta que todos los vecinos quedan afectados. Nadie desea esto, de forma que todos comienzan a buscar, no responsabilidades, sino más bien soluciones para que las cosas no vayan a más. El mundo de por sí ya tiene suficientes problemas, la solución está en el tren. El tren de los indecisos, de los pasotas o que solo piensan en ellos. A lo largo del tiempo mí tren ha tomado forma de manera que le llamo , EL TREN DEL BIEN Y EL TREN DEL MAL. No necesariamente toda las personas que van en uno u otro son malas o buenas, sencillamente un porcentaje más o menos elevado estamos confusos como si fuéramos turistas errantes de camino a unas vacaciones que desconocemos.
Lo formidable de todo esto es, que tenemos un transporte seguro, fiable que nos da ventajas sobre todo otro modo de viajar a algún lugar, vamos sobre raíles que también debemos ocuparnos en mantener en su lugar para que cualquier aceleración indebida o desaceleración cause una tragedia. Recuerdo como si fuera ayer mismo los muchos pequeños y algunas veces largos viajes que hacíamos juntos en tren toda la familia, algunas veces era sencillamente para ir a pasar el día fuera de la ciudad, otras cuando íbamos de vacaciones a la costa u otro sitio. Todo lo que imaginaba que podía hacer mí tren, ahora lo vivía en primera persona, los sonidos de la locomotora al salir de la estación, el paso sumiso que llevaban los vagones tras ella, los ruidos de los saltos de los empalmes de vía, el crujido dentro de los vagones principalmente construidos de madera, y sobre todo… viajar sobre los escalones de la plataforma que unía los vagones. Cuando pasaba al lado de los campos donde los labriegos estaban trabajando con sus azadas levantaba la mano y gritaba para saludarlos, unos respondían otros no, como si fueran condenados a trabajos forzados, los veías vista a la tierra, cavando y cavando trazando surcos o recogiendo patatas o cebollas o simplemente descansando, dándole un apretón a la bota de vino para apagar la sed del verano.
Allí íbamos buenos y malos, ese tren era realmente, el tren del bien y el tren del mal, daba como el que yo tenía, círculos más o menos regulares dependiendo de la cuerda que se le diera, es decir, de lo presuroso que fuera el fogonero a la hora de llenar la caldera de carbón. Todos salíamos igual de sucios a resultas del humo, ¿qué decir cuando entrábamos en algún túnel? bueno, bueno, salvo los ojos, que cerrábamos por los restos que se acumulaban dentro de él, todos éramos negros, parecía que nos hubieran puesto anteojos y nos reíamos los unos de los otros. Dependiendo del calor que hiciera, íbamos en camiseta, camiseta de un blanco impoluto porque era nuestro vestido de calle en aquel entonces, pues bien, se dibujaban en nuestros cuerpos las señales de los tirantes como si estuvieran pintados con esmalte. Pero entonces nadie nos señalaba diciendo que éramos africanos ni llegados de tierras hispano americanas.
Claro, la inmigración no existía ¿o sí?. ¡Ah… claro que sí, sí que existía! Alguna vez mis padres hablaban de fulanito de tal que se estaba forrando de dinero en Alemania trabajando en un taller de no sé qué. Otros como un amigo llamado Sebastián eran picapedreros y estaban dando el callo y nunca mejor dicho  -con las manos desolladas-  10 o 12 horas al día por un sueldo, eso sí, que representaba como si estuvieran trabajando aquí porque cuando se hacían mayores les correspondían todos los derechos al retiro o jubilación, es decir que iban con contrato  -por lo menos una mayoría-  y eso era como si hubieran estado trabajando en España. Además de forma gratuita aprendían un idioma, ¡como para no aprenderlo! y eso para poder integrarse en aquellas sociedades era vital. Todos los documentos, las noticias de los informativos, todo se daba en su lengua vernácula y una gran mayoría aprendieron francés o alemán, italiano etc. Gracias al interés que pusieron aquellos dignos trabajadores que ocupaban puestos que para sí no querían los oriundos del país hicieron, que la imagen del nuestro cambiara un poco allende de las fronteras.
Ese tren iba lleno de gente de bien, esforzada y resuelta a cambiar el rumbo de sus vidas por las vías del trabajo honrado, nadie impediría que lograran aquel sueño, sueño que implicaba el dejar a sus familias con todo el dolor de su corazón, en ocasiones se pasaban años sin verlos solo se comunicaban  mediante alguna que otra llamada telefónica o por medio de fotografías cuando se carteaban, eso, quién supiera escribir, que se dieron muchos casos de currantes, que no pudieron comunicarse por carta con su gente durante muchísimo tiempo por esa misma razón. Habrá quien piense que eso sería el caso de los que no tenían interés alguno por su gente de aquí, nada más lejos de la realidad, muchos de estos sacrificados trabajadores fueron a parar a lugares donde no llega imaginación alguna. Sé de un caso en concreto  -que se puede multiplicar por los españoles que estaban allí con él-  que en cuanto se bajaron del tren con las espaldas rotas pero el ánimo intacto, que fueron llevados en camiones o autobuses en otros casos a lugares donde Cristo perdió la alpargata, literalmente en mitad de la montaña y abandonados a la suerte de capataces muy capaces, que hasta fusiles llevaban, ¡no hombre, no era para matarlos a ellos, no me jodas! Los llevaban por si aparecían osos tú, Sebastián pasó días acojonado al lado de otro que llevaba un martillo neumático partiendo piedra que Sebastián tenía que cincelar y dar forma, además de dejarla a medida exacta para su colocación. Entre el colega que llevaba el martillo que resbalaba continuamente sobre la piedra y el capataz capaz con el fusil de mira telescópica, decía cuando volvió, que estuvo con un cólico de cojones diez días, hasta que se fue acostumbrando al tema. Ese tren llevó a gente muy buena y trajo a gente mejor, en otros casos se llevó a gente regular y no los trajo de vuelta, se casaron allí con alemanas y francesas escondiendo su condición de casados aquí. Se convirtieron en bígamos, en la jerga coloquial  “cacho perros”, y hasta se murieron con dos familias diferentes sin saber estas, cuál de las dos tenía los derechos sobre lo que les dejaba.
Los trenes solo son meros espectadores, espectadores de acero que no pueden   -siendo de acero-  decidir a quién llevan y a quién traen, puede parecer algo confuso, porque con su tamaño  gigantesco comparado con un simple mortal deberían tener poder de decisión, pues no es así, es el hombre quién lo construye, quién lo pule y lo adapta a sus necesidades. Pero amigo… cuando ves resoplar a esa bestia que lleva dentro que suelta vapores y humos, que hace que la tierra tiemble a su paso y que en la salida de cada estación  -dependiendo del peso que lleve-  rechinen sus ruedas y resbalen, cuando ves a ese poderoso caballo en las subidas auxiliarse con arena que cae inmediatamente antes de cada rueda para que no derrape… entonces te das cuenta de que el tren es un elemento que se puede mejorar, modernizar, hacer que vaya más veloz sobre el terreno, pero que no deja de ser EL TREN, que sin querer transporta voluntades y conciencias, deseos y pecados, ilusiones y frustraciones. Todo ello con el ánimo de que se cumpla cada cosa, unas veces de forma tranquila y otras desesperadamente. ¡¡Que me lo digan a mí si no y a mis hermanos cuando cargados hasta las cejas, cogíamos un taxi cada año para coger el tren que nos llevaría de vacaciones tres meses!!
El transporte urbano entonces estaba más adecuado a la gente, se sabía que la gran mayoría de los veraneantes cogerían el tren para ir a sus lugares predilectos, de forma que los taxis estaban equipados con unos portaequipajes en lo alto del techo del coche, robusto, fuerte, los taxistas sabían muy bien que desde comienzos de Agosto hasta el final del mes, eran imprescindibles para poder llevar a la estación a todas aquellas personas y todo su equipaje en lo alto de las bacas. Eran reclamados por todo el mundo y en ocasiones hacían varios viajes al mismo hogar donde en la calle se encontraban al resto de la familia con el resto de paquetes, los trasladaban a la estación y con unos cuantos viajes de este tipo al día copaban sus límites. Allí los veías con sus sombreros de plato tirados para atrás al lado de compañeros y envolviendo un pitillo con los dedos. ¡Qué tiempos aquellos…! Tenéis razón soy un nostálgico, que le vamos a hacer, pero es la ventaja de haber vivido en esa época ¿sabéis? , porque las familias tenían la necesidad de ir juntos a los sitios, nos divertíamos juntos y también porque no decirlo nos cabreábamos juntos, ¡anda que no he tenido peleas con mis hermanos!. Claro diferentes edades, diferentes puntos de vista de las cosas… pero el mismo tren. No ha sido si no hasta muchos años después, que conocí junto a mí esposa a unos amigos comunes que a su vez tenían mucha amistad con los que espero que en el futuro sean nuestros consuegros. Un día nos invitaron al piso  -segunda residencia-  que tienen en el pueblo donde vivimos actualmente, ¡¡madre mía que pasada!!, en una terraza inmensa, al fondo y junto a una pared que daba al exterior del bloque, me encontré con una maqueta formidable con trenes de vía ancha que eran copias reales a escala de trenes, unos de vapor, otros eléctricos, con un conjunto de estaciones que tenían sus guardagujas y que se motorizaban por medio de un panel hecho a medida de la maqueta, amigos allí había unos cuantos miles de euros en máquinas de todo tipo, personas esperando los trenes con sus correspondientes equipajes y con diferentes entornos naturales, lagos auténticos, fuentes de agua y teleféricos que subían hasta unas montañas nevadas con esquiadores. Aquello era un sueño… por la noche, las luces de los trenes y de las casas así como las de las estaciones se encendían, entonces aquel conjunto cobraba una nueva vida. Las farolas de las estaciones también se iluminaban y mi amigo comenzaba a viajar por su mundo, un mundo inventado donde se cruzaban las locomotoras modernas con otras de vapor que incluso echaban humo por la chimenea.
Cuando se cansaba de jugar con unos trenes, los sacaba de las vías, los limpiaba y guardaba cuidadosamente en un armario especial que se hizo construir, lo abría y… allí tenía otra colección diferente a la que estaba utilizando, para ponerla en funcionamiento y cambiar de época si lo deseaba. ¡Como me recordaba aquella maqueta a la que yo tenía de pequeño! Evidentemente no era comparable para nada, en absoluto, pero era la esencia, el tren propiamente dicho lo que me causaba ese efecto de equivalencia. Imagínate, una locomotora de lata con tres vagones y los pasajeros dibujados en las ventanas, impulsados por una cuerda que siempre los dejaba en mitad de ninguna parte, dentro de un círculo del que no podían escapar aunque quisieran. Que diferente a la maqueta de mí amigo y que iguales a la vez.
Los pasajeros de uno y otro tren lo tenían claro si pensaban que podían ir a lugar alguno fuera de aquellos trazos de vía que el constructor creó para ellos. Seguro que muchos de esos estáticos pasajeros habrían echado a correr si hubieran podido, cansados ya de tanto viaje absurdo y repetitivo hubieran deseado ser mortales aunque fuera por un corto espacio de tiempo, abrían vivido una experiencia nueva, pudieran haber sido malos o buenos pero al menos habrían tenido la oportunidad de ser diferentes, abrían nacido  y elegido sus vidas para bien o para mal, quizá cuando niños les hubieran gustado los trenes y viajar en ellos…

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