LES GRITO…
¡AYUDA POR FAVOR…!, NADIE ME CONTESTA.
¡Qué alegría la de este día!, no
somos menos de cien personas, todos con la misma ilusión, ver como se reparten
las llaves de las nuevas viviendas sociales, que por sorteo, han correspondido
a unos cuantos afortunados.
Cuando hemos recibido las llaves
de nuestra nueva vivienda, junto a otras parejas y familias, nos hemos abrazado
como si nos conociéramos de toda la vida, nos hemos dado besos, felicitado
mutuamente, porque al fin, lo que parecía un sueño inalcanzable se ha hecho
realidad.
No se me ocurre otra cosa que
decirle a Beatriz “¿Te das cuenta cariño?, ahora solo vamos a pagar ciento
veinticinco euros, nos vamos a poder permitir unas pequeñas vacaciones después de
tanto sufrimiento”.
Nos vamos con el bus al lugar
donde están construidas las casas, no más de tres pisos de altura, con un
bellísimo patio interior, y en la parte lateral, pasando bajo un pequeño
pasadizo sobre el cual hay viviendas, un parque para niños y adultos, con
bancos, columpios, toboganes, de todo.
Ahora toca visitar la vivienda,
no nos podíamos imaginar un sitio así, luminosa, muy bien racionalizada, con
calefacción central que va incluida en el precio del alquiler, ¡qué maravilla!,
jamás de los jamases nos podíamos ver, viviendo en un piso como aquel.
“No es muy grande esta comunidad,
me gustaría saber quiénes serán nuestros vecinos -dice Beatriz-, esto parece que no pero es
muy importante para ser feliz en un lugar nuevo en el cual vivir”. “Claro que sí cariño, pero deberemos esperar,
hasta que todos estén instalados, quién más y quién menos, tendrá sus propios
asuntos que resolver antes de venir a vivir aquí”. “Es verdad, pero es que me muero por
conocerlos a todos, saber de donde son, como son sus familias, que clase de
vida llevan…”. “He, no quieras ir tan
lejos, el tener tanta relación con la gente no siempre es bueno, intimar con
los vecinos, por el simple hecho de residir en el mismo edificio, a menudo trae
malas consecuencias. “No te prodigues en estrechar la mano de cualquiera, no
vaya a ser que teniendo suficiente de ti, llegue a odiarte” Esas son unas
sabias palabras de Salomón, de quién se dice que fue el hombre más sabio de su
tiempo”.
Solo pasaron siete días y ya
disfrutaban de su nueva casa, Laureano pintó a su gusto el comedor y la
habitación de su hija, el resto del espacio lo dejó a gusto de ella, Beatriz
tiene buen gusto para la decoración.
Dos semanas más tarde, en el piso
justo debajo de ellos, entró a vivir una pareja de más edad, él llevaba consigo,
un pequeño carrito con un sistema de tubos que llevaba acoplados a la nariz.
Cuando se vieron unas cuantas veces en el ascensor o la escalera, el hombre
tenía siempre el aspecto de enfermo y una cara suplicante, aunque nunca dijo
nada, salvo saludar de forma educada a cualquiera que se encontraba.
Una tarde a comienzos del otoño,
Laureano fue al parque con su hija, quería que la ayudara a subir a los
columpios y mecerla en ellos. Ramón el vecino enfermo se encontraba allí, entre
el sol y la sombra de un gran chopo, miraba con curiosidad a los niños que se
encontraban en ese momento allí, y a los padres y madres que los vigilaban.
Cuando Bárbara se cansó del columpio, se animó a probar junto a otros niños,
los diferentes juguetes de jardín, Laureano se acercó a Ramón y entabló
conversación con él. El hombre se sacó el auricular del oído, escuchaba la
radio, aunque participó poco en la conversación, Laureano se dio cuenta de que
era un hombre muy inteligente.
“Me gusta este vecindario sabe
usted?, por lo menos tenemos mejor calidad de vida que donde nosotros
vivíamos -dijo Ramón-, tenemos familia,
pero no creo que se acerquen a vernos aquí, perdimos nuestra casa porque ellos no
podían pagar su hipoteca y la nuestra se la quedó el banco, una pena, esa casa
a la falda de la montaña, la construimos mi mujer y un servidor ladrillo a
ladrillo, ahora tiene otros dueños, el banco”.
“Si señor Ramón, hay mucha
injusticia, los usureros de los bancos siempre hacen lo mismo, es su negocio, ellos
compran dos pesetas, y a uno se las venden por seis, que asco, no sé cómo
pueden dormir tranquilos esta gente”.
Ahora Laureano, tenía una
referencia más exacta del porqué de aquella cara de tristeza, quizás la
enfermedad que le tenía atenazado a aquel aparato, era en buena medida, el
resultado de un cúmulo de circunstancias contra las que no podía luchar. Eso
es, el hombre tenía cara de impotencia, de rabia contenida, de una especie de ira, que iba más allá de lo
comprensible por alguien, que no ha pasado por esta circunstancia.
Fue después de tres meses, en
pleno invierno, cuando se oyó ruido en el piso de debajo de casa de los Fuentes
–Laureano y Beatriz-, ella se despertó sobresaltada, avisó a su marido “Laureano, ahí abajo pasa algo…”. “Venga mujer duérmete, que quieres que
pase?”. “No lo sé, pero algo pasa, estoy
segura”. “Pues yo estoy seguro de que
son las cuatro de la madrugada y dentro de una hora y media me he de levantar
cariño”.
Amaneció un día extremadamente
soleado pero muy frio, el invierno se dejaba sentir en todo su esplendor,
Beatriz como cada día se levantó a las seis y media, no le hacía falta reloj
alguno que la despertara. Se despertó inquieta por los extraños ruidos que oyó
en la madrugada, pero todo se olvidó cuando despertó a su hijita para llevarla
al colegio, poco más de cinco minutos y llegaban al centro educativo San José de
Calasanz, otra de las ventajas que trajo consigo el que se les concediera el
piso.
A la vuelta, subió por las
escaleras del bloque, a punto estuvo de llamar a la puerta del vecino, pero se
retrajo, quizás sería muy pronto para despertar a dos personas mayores con
problemas de salud. Prefirió esperar a la tarde, si no veía u oía ruido alguno,
ya vería que haría. Ya por la tarde, a las seis y media cuando llegó su marido,
le hizo saber que Ramón, no había salido al parque como hacía normalmente, que
eso para ella era muy raro “Y si bajamos
y preguntamos?, a lo mejor están en algún apuro”. “No me gustaría que fueras vecina mía , mira
que eres pesada, ¿tú no has decidido nunca quedarte en casa dos o tres días sin
salir, o te recuerdo el día que me dieron el trabajo, y que lo celebramos los
dos en cueros encerrados en casa?”
A Beatriz se le subieron los
colores, ¿cómo iba a olvidar esos días?, así se concibió a Bárbara, después de
aquella tormenta de sexo. Cuando los dos se ponían a ello, no había quién los
parara, eran vitales y pasionales, lo mismo que cuando inauguraron la nueva
vivienda, ¡hay que ver que par de animales irracionales! ¿Cómo se podía olvidar
algo así?.
Pero el caso de Ramón y su
señora, Angelita era diferente, no se los podía imaginar en esta tesitura, algo
les debía estar pasando. Las mujeres tienen un sexto sentido para estas cosas,
son más sensibles y en consecuencia se pudiera decir que huelen los problemas,
no era la primera vez que acertaba en sus afirmaciones.
Otro día y más silencio, parecía
por un momento que el mundo se hubiera detenido en aquel pequeño espacio, en el
pequeño bloque de viviendas de protección oficial. Ya era sábado y al comienzo
del día no había movimiento alguno ni en la calle ni en la mayoría de
viviendas, en la de Ramón y Angelita, tampoco. El único sonido del bloque de
viviendas era un golpeteo sordo y a veces continuo, que salía del piso de Ramón.
Era como un sonido en codigo morse, indefinido e indefinible, una señal de
auxilio, que se extendió por todas partes con un olor nauseabundo.
Sin esperar más tiempo, Beatriz
bajó al piso de abajo, llamó al timbre, era como si tuvieras entre las manos a
una abeja que zumbaba las alas sin cesar. Por un momento pensó, vaya mierda de
timbres puso el constructor con lo bonitas que eran las casas. La respuesta no
se hizo esperar, al otro lado de la puerta, golpes contra la puerta, parecía
que era con la mano o el puño cerrado que respondían desde el interior. Al no
responder de manera audible desde el interior del piso, subió rápidamente las
escaleras, Laureano estaba recién levantado, bostezando todavía recibió la
noticia de su mujer, se vistió, salió a la calle y estudió el modo de subir
hasta el primer piso por la fachada, era fácil. Sacó de su furgón una escalera
de aluminio extensible y la colocó al lado del balcón de Ramón, teniendo para
ello que entrar en la zona ajardinada de la comunidad.
Dos hombres más a los que no
conocía, los encontró al pié de la escalera mientras subía por ella. Seguro que
eran vecinos de las viviendas, llegó hasta la pequeña terraza de Ramón, y dando
un golpe lateral en el ventanal logró abrirlo. El ambiente del interior le echó
para atrás, olía a descomposición. Entró llamando a Ramón, pero en el suelo del
pequeño comedor, se encontró con Angelita, una silla, seguramente la que volcó
al caer, yacía a su lado. Estaba con los ojos abiertos, y cubierta de moscas y
pequeños gusanos.
Sí, que nadie vea en ello algo
asqueroso o morboso, somos agua, sangre, músculos y huesos, y servimos de
alimento a miles de pequeños seres vivos, del mismo modo que nosotros los
humanos, tenemos en la naturaleza, un amplio bufete de alimentos.
Pasó al interior del piso
llamando a Ramón, pero solo se escuchaban golpes, los que Beatriz decía que oía
desde su casa. Lo encontró finalmente en el recibidor, estaba de espaldas a la
puerta y sin el respirador artificial, el que le daba la vida, el impulso
necesario para poder seguir vivo. Su pecho se inflaba de forma descompensada
como si fuera un globo, miraba a Laureano pero no podía articular palabra. Le
señaló la habitación con el dedo, un dedo trémulo que reclamaba vida, Laureano
fue a la habitación y lo vio en un rincón cargándose en un enchufe, al lado de
la cama. Lo sacó de allí y se lo llevó a su vecino, este introdujo las cánulas
en la nariz y poco a poco comenzó a respirar, de sus ojos caían lágrimas que
bañaban su rostro.
Laureano jamás había visto llorar
de aquel modo a un anciano, sin saber porqué él se vio atrapado en aquel drama,
llorando con su vecino, sentado con él en el suelo.
Finalmente lo pudo levantar,
acercó una silla y lo sentó en ella, entonces Laureano se dio cuenta que estaba
sudando, la camiseta que llevaba se podía escurrir, la angustia, quizás el
deseo, de que todo hubiera acabado de aquella forma trágica.
Sacó el móvil del bolsillo y
llamó a la guardia urbana, informados del asunto, se presentaron en cinco minutos,
mientras vecinos se agolpaban a la entrada de la casa, algunos con pañuelos en
la nariz, a excepción de Beatriz, que lloraba desconsoladamente junto al cadáver
de Angelita. La policía se hizo paso entre la gente, imperturbables pasaron al
comedor, ellos se encuentran a diario con cosas parecidas. Un caporal se puso a
hacerle preguntas a Beatriz, tuvo que explicarle que ella no fue la primera en
llegar, que había sido su marido, que alarmados por el silencio de la pareja
decidieron entrar en el piso, por medio de la escalera que había en la fachada.
Aclarado todo, tapado el cadáver de
Angelita, esperaron al juez que se presentó al mediodía. No se puede alzar un
cadáver hasta que lo manda un juez, es la ley. Mientras autorizaron a Ramón a
que subiera al piso de arriba, a casa de la familia Segorve. “Dentro de un rato subirán a tomarle
declaración, no se muevan de ahí por favor”.
“¿Adonde quiere usted que vayamos en estas circunstancias he?”. “No se ponga así hombre, solo cumplo con mi
deber de advertir a la gente en un caso como este”.
Le ofrecieron desayuno a Ramón,
pero esperaban que dijera que no, y así fue, solo pidió un vaso de agua que
Beatriz le sirvió de una jarra purificadora. El hombre sentado en una silla al
lado del mueble de comedor susurraba “Estuve
gritando un buen rato ¡¡Ayuda por favor!!, pero nadie me contestó, ahora me he
quedado sin familia, nuestra familia era pequeña, éramos dos solamente, pero
era una buena familia”.
“No se preocupe Ramón, -dijo
Beatriz-, ahora puede tener otra que es capaz de quererlo como a un abuelo, a
nosotros y a nuestra hija Bárbara que también necesita del cariño de un abuelo,
a los suyos los tiene muy lejos”. “Mira
que yo gritaba y gritaba, pero no podía, me faltaba el aire cuando ella cayó al
suelo, tenía la máquina muy lejos de mí”.
“No se torture Ramón -le dice
Laureano-, parece que fue un ataque al corazón, un infarto, no habría podido
hacer nada por ella”.
“Es muy triste, encuentras la
felicidad cuando ya estás en el declive de la vida, y llega el diablo para
romper con todo, maldita sea…”.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario