sábado, 10 de noviembre de 2012



                                 LES GRITO… ¡AYUDA POR FAVOR…!, NADIE ME CONTESTA.


¡Qué alegría la de este día!, no somos menos de cien personas, todos con la misma ilusión, ver como se reparten las llaves de las nuevas viviendas sociales, que por sorteo, han correspondido a unos cuantos afortunados.
Cuando hemos recibido las llaves de nuestra nueva vivienda, junto a otras parejas y familias, nos hemos abrazado como si nos conociéramos de toda la vida, nos hemos dado besos, felicitado mutuamente, porque al fin, lo que parecía un sueño inalcanzable se ha hecho realidad.
No se me ocurre otra cosa que decirle a Beatriz “¿Te das cuenta cariño?, ahora solo vamos a pagar ciento veinticinco euros, nos vamos a poder permitir unas pequeñas vacaciones después de tanto sufrimiento”. 
Nos vamos con el bus al lugar donde están construidas las casas, no más de tres pisos de altura, con un bellísimo patio interior, y en la parte lateral, pasando bajo un pequeño pasadizo sobre el cual hay viviendas, un parque para niños y adultos, con bancos, columpios, toboganes, de todo.
Ahora toca visitar la vivienda, no nos podíamos imaginar un sitio así, luminosa, muy bien racionalizada, con calefacción central que va incluida en el precio del alquiler, ¡qué maravilla!, jamás de los jamases nos podíamos ver, viviendo en un piso como aquel.
“No es muy grande esta comunidad, me gustaría saber quiénes serán nuestros vecinos  -dice Beatriz-, esto parece que no pero es muy importante para ser feliz en un lugar nuevo en el cual vivir”.  “Claro que sí cariño, pero deberemos esperar, hasta que todos estén instalados, quién más y quién menos, tendrá sus propios asuntos que resolver antes de venir a vivir aquí”.  “Es verdad, pero es que me muero por conocerlos a todos, saber de donde son, como son sus familias, que clase de vida llevan…”.  “He, no quieras ir tan lejos, el tener tanta relación con la gente no siempre es bueno, intimar con los vecinos, por el simple hecho de residir en el mismo edificio, a menudo trae malas consecuencias. “No te prodigues en estrechar la mano de cualquiera, no vaya a ser que teniendo suficiente de ti, llegue a odiarte” Esas son unas sabias palabras de Salomón, de quién se dice que fue el hombre más sabio de su tiempo”.
Solo pasaron siete días y ya disfrutaban de su nueva casa, Laureano pintó a su gusto el comedor y la habitación de su hija, el resto del espacio lo dejó a gusto de ella, Beatriz tiene buen gusto para la decoración.




Dos semanas más tarde, en el piso justo debajo de ellos, entró a vivir una pareja de más edad, él llevaba consigo, un pequeño carrito con un sistema de tubos que llevaba acoplados a la nariz. Cuando se vieron unas cuantas veces en el ascensor o la escalera, el hombre tenía siempre el aspecto de enfermo y una cara suplicante, aunque nunca dijo nada, salvo saludar de forma educada a cualquiera que se encontraba.
Una tarde a comienzos del otoño, Laureano fue al parque con su hija, quería que la ayudara a subir a los columpios y mecerla en ellos. Ramón el vecino enfermo se encontraba allí, entre el sol y la sombra de un gran chopo, miraba con curiosidad a los niños que se encontraban en ese momento allí, y a los padres y madres que los vigilaban. Cuando Bárbara se cansó del columpio, se animó a probar junto a otros niños, los diferentes juguetes de jardín, Laureano se acercó a Ramón y entabló conversación con él. El hombre se sacó el auricular del oído, escuchaba la radio, aunque participó poco en la conversación, Laureano se dio cuenta de que era un hombre muy inteligente.
“Me gusta este vecindario sabe usted?, por lo menos tenemos mejor calidad de vida que donde nosotros vivíamos  -dijo Ramón-, tenemos familia, pero no creo que se acerquen a vernos aquí, perdimos nuestra casa porque ellos no podían pagar su hipoteca y la nuestra se la quedó el banco, una pena, esa casa a la falda de la montaña, la construimos mi mujer y un servidor ladrillo a ladrillo, ahora tiene otros dueños, el banco”.
“Si señor Ramón, hay mucha injusticia, los usureros de los bancos siempre hacen lo mismo, es su negocio, ellos compran dos pesetas, y a uno se las venden por seis, que asco, no sé cómo pueden dormir tranquilos esta gente”.
Ahora Laureano, tenía una referencia más exacta del porqué de aquella cara de tristeza, quizás la enfermedad que le tenía atenazado a aquel aparato, era en buena medida, el resultado de un cúmulo de circunstancias contra las que no podía luchar. Eso es, el hombre tenía cara de impotencia, de rabia contenida, de  una especie de ira, que iba más allá de lo comprensible por alguien, que no ha pasado por esta circunstancia.
Fue después de tres meses, en pleno invierno, cuando se oyó ruido en el piso de debajo de casa de los Fuentes –Laureano y Beatriz-, ella se despertó sobresaltada, avisó a su marido  “Laureano, ahí abajo pasa algo…”.  “Venga mujer duérmete, que quieres que pase?”.  “No lo sé, pero algo pasa, estoy segura”.  “Pues yo estoy seguro de que son las cuatro de la madrugada y dentro de una hora y media me he de levantar cariño”.
Amaneció un día extremadamente soleado pero muy frio, el invierno se dejaba sentir en todo su esplendor, Beatriz como cada día se levantó a las seis y media, no le hacía falta reloj alguno que la despertara. Se despertó inquieta por los extraños ruidos que oyó en la madrugada, pero todo se olvidó cuando despertó a su hijita para llevarla al colegio, poco más de cinco minutos y llegaban al centro educativo San José de Calasanz, otra de las ventajas que trajo consigo el que se les concediera el piso.
A la vuelta, subió por las escaleras del bloque, a punto estuvo de llamar a la puerta del vecino, pero se retrajo, quizás sería muy pronto para despertar a dos personas mayores con problemas de salud. Prefirió esperar a la tarde, si no veía u oía ruido alguno, ya vería que haría. Ya por la tarde, a las seis y media cuando llegó su marido, le hizo saber que Ramón, no había salido al parque como hacía normalmente, que eso para ella era muy raro  “Y si bajamos y preguntamos?, a lo mejor están en algún apuro”.  “No me gustaría que fueras vecina mía , mira que eres pesada, ¿tú no has decidido nunca quedarte en casa dos o tres días sin salir, o te recuerdo el día que me dieron el trabajo, y que lo celebramos los dos en cueros encerrados en casa?”
A Beatriz se le subieron los colores, ¿cómo iba a olvidar esos días?, así se concibió a Bárbara, después de aquella tormenta de sexo. Cuando los dos se ponían a ello, no había quién los parara, eran vitales y pasionales, lo mismo que cuando inauguraron la nueva vivienda, ¡hay que ver que par de animales irracionales! ¿Cómo se podía olvidar algo así?.
Pero el caso de Ramón y su señora, Angelita era diferente, no se los podía imaginar en esta tesitura, algo les debía estar pasando. Las mujeres tienen un sexto sentido para estas cosas, son más sensibles y en consecuencia se pudiera decir que huelen los problemas, no era la primera vez que acertaba en sus afirmaciones.
Otro día y más silencio, parecía por un momento que el mundo se hubiera detenido en aquel pequeño espacio, en el pequeño bloque de viviendas de protección oficial. Ya era sábado y al comienzo del día no había movimiento alguno ni en la calle ni en la mayoría de viviendas, en la de Ramón y Angelita, tampoco. El único sonido del bloque de viviendas era un golpeteo sordo y a veces continuo, que salía del piso de Ramón. Era como un sonido en codigo morse, indefinido e indefinible, una señal de auxilio, que se extendió por todas partes con un olor nauseabundo.
Sin esperar más tiempo, Beatriz bajó al piso de abajo, llamó al timbre, era como si tuvieras entre las manos a una abeja que zumbaba las alas sin cesar. Por un momento pensó, vaya mierda de timbres puso el constructor con lo bonitas que eran las casas. La respuesta no se hizo esperar, al otro lado de la puerta, golpes contra la puerta, parecía que era con la mano o el puño cerrado que respondían desde el interior. Al no responder de manera audible desde el interior del piso, subió rápidamente las escaleras, Laureano estaba recién levantado, bostezando todavía recibió la noticia de su mujer, se vistió, salió a la calle y estudió el modo de subir hasta el primer piso por la fachada, era fácil. Sacó de su furgón una escalera de aluminio extensible y la colocó al lado del balcón de Ramón, teniendo para ello que entrar en la zona ajardinada de la comunidad.
Dos hombres más a los que no conocía, los encontró al pié de la escalera mientras subía por ella. Seguro que eran vecinos de las viviendas, llegó hasta la pequeña terraza de Ramón, y dando un golpe lateral en el ventanal logró abrirlo. El ambiente del interior le echó para atrás, olía a descomposición. Entró llamando a Ramón, pero en el suelo del pequeño comedor, se encontró con Angelita, una silla, seguramente la que volcó al caer, yacía a su lado. Estaba con los ojos abiertos, y cubierta de moscas y pequeños gusanos.
Sí, que nadie vea en ello algo asqueroso o morboso, somos agua, sangre, músculos y huesos, y servimos de alimento a miles de pequeños seres vivos, del mismo modo que nosotros los humanos, tenemos en la naturaleza, un amplio bufete de alimentos.
Pasó al interior del piso llamando a Ramón, pero solo se escuchaban golpes, los que Beatriz decía que oía desde su casa. Lo encontró finalmente en el recibidor, estaba de espaldas a la puerta y sin el respirador artificial, el que le daba la vida, el impulso necesario para poder seguir vivo. Su pecho se inflaba de forma descompensada como si fuera un globo, miraba a Laureano pero no podía articular palabra. Le señaló la habitación con el dedo, un dedo trémulo que reclamaba vida, Laureano fue a la habitación y lo vio en un rincón cargándose en un enchufe, al lado de la cama. Lo sacó de allí y se lo llevó a su vecino, este introdujo las cánulas en la nariz y poco a poco comenzó a respirar, de sus ojos caían lágrimas que bañaban su rostro.
Laureano jamás había visto llorar de aquel modo a un anciano, sin saber porqué él se vio atrapado en aquel drama, llorando con su vecino, sentado con él en el suelo.
Finalmente lo pudo levantar, acercó una silla y lo sentó en ella, entonces Laureano se dio cuenta que estaba sudando, la camiseta que llevaba se podía escurrir, la angustia, quizás el deseo, de que todo hubiera acabado de aquella forma trágica.
Sacó el móvil del bolsillo y llamó a la guardia urbana, informados del asunto, se presentaron en cinco minutos, mientras vecinos se agolpaban a la entrada de la casa, algunos con pañuelos en la nariz, a excepción de Beatriz, que lloraba desconsoladamente junto al cadáver de Angelita. La policía se hizo paso entre la gente, imperturbables pasaron al comedor, ellos se encuentran a diario con cosas parecidas. Un caporal se puso a hacerle preguntas a Beatriz, tuvo que explicarle que ella no fue la primera en llegar, que había sido su marido, que alarmados por el silencio de la pareja decidieron entrar en el piso, por medio de la escalera que había en la fachada.
Aclarado todo, tapado el cadáver de Angelita, esperaron al juez que se presentó al mediodía. No se puede alzar un cadáver hasta que lo manda un juez, es la ley. Mientras autorizaron a Ramón a que subiera al piso de arriba, a casa de la familia Segorve.  “Dentro de un rato subirán a tomarle declaración, no se muevan de ahí por favor”.  “¿Adonde quiere usted que vayamos en estas circunstancias he?”.  “No se ponga así hombre, solo cumplo con mi deber de advertir a la gente en un caso como este”.
Le ofrecieron desayuno a Ramón, pero esperaban que dijera que no, y así fue, solo pidió un vaso de agua que Beatriz le sirvió de una jarra purificadora. El hombre sentado en una silla al lado del mueble de comedor susurraba  “Estuve gritando un buen rato ¡¡Ayuda por favor!!, pero nadie me contestó, ahora me he quedado sin familia, nuestra familia era pequeña, éramos dos solamente, pero era una buena familia”.
“No se preocupe Ramón, -dijo Beatriz-, ahora puede tener otra que es capaz de quererlo como a un abuelo, a nosotros y a nuestra hija Bárbara que también necesita del cariño de un abuelo, a los suyos los tiene muy lejos”.  “Mira que yo gritaba y gritaba, pero no podía, me faltaba el aire cuando ella cayó al suelo, tenía la máquina muy lejos de mí”.  “No se torture Ramón  -le dice Laureano-, parece que fue un ataque al corazón, un infarto, no habría podido hacer nada por ella”.
“Es muy triste, encuentras la felicidad cuando ya estás en el declive de la vida, y llega el diablo para romper con todo, maldita sea…”.


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