sábado, 24 de noviembre de 2012



                             CECILIO, EL SACAPUNTAS.


Recuerdo como si fuera ayer, a Cecilio, un compañero de clase, del colegio donde yo estudiaba. Debido a su problema de obesidad, no se podía sentar en los pupitres con los demás de la clase. En consecuencia, tampoco llevaba el obligado uniforme, que consistía en una bata de rayas azules finas con el cuello completamente azul y el final de las mangas del mismo color.
Rubicundo, con el cabello cortado a cepillo, de piel muy blanca y pecosa, con los mofletes de la cara completamente rojos y los diminutos ojos azules, en ocasiones me imaginaba que era un ser de otro planeta. Trataba de ser su amigo, pero era tan impopular por causa de su obesidad, que por temor a ser marginado no me acercaba mucho a él. Los compañeros de clase no tenían nada que decirle, solo le pusieron un apodo, “El sacapuntas”, hasta cierto punto era lógico que le llamaran así, siempre, en todas las diferentes clases, tenía reservada una silla con brazos al lado de la mesa de los profesores.
Cecilio sabía cando entraba en una clase, cuál era su lugar, la silla al lado de la mesa del profesor. Allí estaba anclada con tornillos, la máquina de sacar punta a los lápices, esa era su labor, cuando alguien levantaba el brazo con el lápiz en alto, significaba que necesitaba sacar punta a su lápiz, para preguntar algo al profesor con su bata blanca, levantaba el brazo derecho sin lápiz. A quién se le ocurriera levantar el brazo izquierdo, le daban con la regla de cantos metálicos en las yemas de los dedos tres veces. ¡Y que tres veces…! Lo digo por experiencia propia, te arreaban sin piedad, al fin y al cabo esa mano no la necesitabas para escribir.
Esa era otra, tenía compañeros que eran por naturaleza zurdos, pero estaba prohibidísimo escribir con la izquierda de modo que, uve del orden de tres compañeros que se pasaron medio curso con los ojos clavados en los cuadernos a cuatro dedos de ellos y escribiendo con la lengua afuera. Al margen de un par que eran unos piezas de cuidado y que se quedaban a escribir en la pizarra cien veces –me portaré bien en clase, o no aré más novillos-, los otros tres zurdos, que parecía que entonces significaba ser comunista, se repartían la pizarra para escribir –dejaré de ser rojo pronto-.
El único que se compadecía de ellos era Bernabé, a él, que también fue zurdo en un tiempo, su padre agente de aduanas, enderezó a tiempo el problema en casa, de vez en cuando se le escapaba el coger el lápiz con la izquierda, pero rápidamente corregía el defecto, porque en especial, don Vicente, calvo aunque siempre pulcro y elegante, con su corbata o su lazo al cuello, no hacía más que ir arriba y abajo de los tres pasillos, vigilando a los niños, con el regle en la mano y dándose golpecitos en la palma de la mano.
En la parte de delante de la clase como si fuera un adorno en clase, Cecilio se esforzaba haciendo equilibrios sobre los brazos de la silla de madera, para poder seguir con atención las directrices del maestro. Lo malo es que cuando teníamos dictado, el pobre de manera obligada, se perdía parte de lo que decía el profe, él y el que esperaba con paciencia que Cecilio le sacara punta al lápiz, porque amigos, cuando sacaba punta  Cecilio, lo hacía de forma perfecta, creo que para él, sacar punta era una profesión, escrupuloso con las aristas, que quedaran todas ellas perfectas, que la punta no fuera ni demasiado larga ni demasiado corta, así era Cecilio.
Pero de cualquier forma, aunque fuera muy bueno en esto, que consideraba ya su oficio en el colegio, se veía a sí mismo como un desterrado, un marginado que no tiene los mismos derechos que los demás. Se le notaba por la profunda cara de tristeza que siempre tenía que no era feliz, no podía correr como los demás en el patio. No podía siquiera, caminar con las piernas juntas, sus tobillos estaban extrañamente hinchados, a su paso por los pasillos del colegio, se escuchaban comentarios despectivos, hasta groseros, ya se sabe, los niños no saben, o se recrean con el  mal ajeno sin pararse a pensar, cuando eres niño, tú oficio es sacar buenas notas, estudiar para el día de mañana, ser lo que tus padres desean que seas.
A medida que adelantaba el curso, Cecilio engordaba más, de eso me di cuenta uno de los días que nos hacían revisión médica, ya tenía cuello abajo que iba a ser un mal día para él, imagínate allí a todos los niños desnudos en fila con solo los calzoncillos puestos. El blanco de todas las miradas iban dirigidas a él y al médico, en un aula que no se usaba, con dos estufas eléctricas con forma de paraguas invertido y una resistencia que estaba roja y reflejaba el calor, todos los niños estábamos en fila india firmes, un profesor se cuidaba de que los pies no salieran fuera de  la marca del terrazo, una línea marcada con tiza en el suelo indicaba por donde se tenía que circular.
Cuando Cecilio llegó a su revisión, el médico, un hombre mayor acompañado de una enfermera no reprimió el comentario  “¡Pero que tenemos aquí, una morsa albina en calzoncillos…!”. Cecilio cerró los ojos, lo vi porque estaba en la otra parte del aula vistiéndome, apretó los puños y siguió las instrucciones que le marcó el médico. Hubieron conatos de risas, pero el profesor se quedó mirando a quienes fueron tentados a reírse del comentario, el profesor para la ocasión se llamaba Juan Bosco, se encargaba de la clase de lengua y aprendí mucho de él. Excepcionalmente, era el único, que no dejaba que Cecilio sacara punta a los lápices, el único que dejaba que Cecilio se sentara en su silla al frente de la clase mientras que él, cuando lo hacía tomaba asiento en una silla de madera que crujía por todas partes.
Por su cara vi que no le gustó el comentario que el médico hizo de su alumno, pero era el médico, además en poco más de media hora, sus alumnos habrían terminado el examen médico. Un mal obligado de la jefatura del estado, Ministerio de Sanidad, para muchos aquel examen representaba una humillación, los que tenían piojos por ejemplo eran apartados a un lado. Se les dejaba que se vistieran, pero esperaban de pie apartados de los demás, después se les daba un papel, y sin más se les enviaba de inmediato a casa, aquello era como una especie de documento oficial, con la firma del médico y un sello encima de ella. A mí, me tocó una vez llevar este papel a casa, a decir verdad todos pasamos una vez u otra por este bochorno, a excepción de Cecilio, a él no le dieron jamás un papel de aquel tipo.
Sin embargo en su caso, en varias ocasiones, llamaron a sus padres para ir a hablar con el director del centro, seguro que se trataba de la dimensión del problema que estaba adquiriendo la obesidad de su hijo. Nadie sabía muy bien el porqué de estas reuniones, solo sé que al cabo de tres meses, cuando a las nueve en punto entramos en clase, después de cantar formando como militares, el cara al sol en el patio, entró después de saludar con el obligado “Ave María Purísima, sin pecado concebida”, el cura del centro, porque para que lo sepáis, en el colegio también teníamos capilla, y muy guapa por cierto.
“Levantaos todos y saludar al padre Matías”. Cuando nos hicieron sentar, pensé inmediatamente en Cecilio, ¡la que se iba a llevar por llegar tarde a clase!... “Es una triste noticia la que me trae hoy aquí hijos míos –dijo compungido-, vuestro compañero de clase Cecilio ha muerto esta madrugada, su amorosa madre ha entrado a despertarle para que viniera al colegio, y lo ha hallado muerto en su lecho”.
Desde siempre me había parecido distintivo e ilustrado el modo de hablar de los curas, sobre todo de los de ciudad “su amorosa madre… muerto en su lecho…”, esas son expresiones de una persona ilustrada, de alguien que ha leído mucho, o se ha aprendido bien, determinada lección de oratoria. De cualquier modo, lo importante estaba en que Cecilio estaba  muerto, ya ves, un chaval como yo de solo once años, justamente ese curso estábamos en matemáticas con el tema de los quebrados y las raíces cuadradas, simples y compuestas.
Faltaba poco para las vacaciones de Navidad, me comentaba un día en el patio que su padre fue al bosque a talar un abeto y que en su casa lo decoraron de maravilla, que fuera a verlo, ¡menudas navidades iban a pasar los pobres!.
Después de pasado el entierro, al que no pudimos asistir porque tuvimos clase, me preguntaba, quién sería el que sacaría punta a los lápices a partir de ahora. La respuesta no se hizo esperar,  “A partir de hoy, cada cual sacará punta a su lápiz, tratad de hacerlo rápido si no queréis llevaros un castigo”.
Cuando empezó el siguiente curso, dejé el colegio y me puse a trabajar de aprendiz, en un taller mecánico, les dije a mis padres que no sacaba provecho alguno del colegio, con tanta necesidad que entonces había de dinero mis padres estuvieron de acuerdo –que mala decisión tomamos todos…-, pero a partir de ese día aprendí a desmontar y montar motores de coches. ¿Sabéis una cosa?, jamás me he arrepentido de tomar esa decisión.


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