CECILIO, EL SACAPUNTAS.
Recuerdo como si fuera ayer, a
Cecilio, un compañero de clase, del colegio donde yo estudiaba. Debido a su
problema de obesidad, no se podía sentar en los pupitres con los demás de la
clase. En consecuencia, tampoco llevaba el obligado uniforme, que consistía en
una bata de rayas azules finas con el cuello completamente azul y el final de
las mangas del mismo color.
Rubicundo, con el cabello cortado
a cepillo, de piel muy blanca y pecosa, con los mofletes de la cara
completamente rojos y los diminutos ojos azules, en ocasiones me imaginaba que
era un ser de otro planeta. Trataba de ser su amigo, pero era tan impopular por
causa de su obesidad, que por temor a ser marginado no me acercaba mucho a él.
Los compañeros de clase no tenían nada que decirle, solo le pusieron un apodo,
“El sacapuntas”, hasta cierto punto era lógico que le llamaran así, siempre, en
todas las diferentes clases, tenía reservada una silla con brazos al lado de la
mesa de los profesores.
Cecilio sabía cando entraba en
una clase, cuál era su lugar, la silla al lado de la mesa del profesor. Allí
estaba anclada con tornillos, la máquina de sacar punta a los lápices, esa era
su labor, cuando alguien levantaba el brazo con el lápiz en alto, significaba
que necesitaba sacar punta a su lápiz, para preguntar algo al profesor con su
bata blanca, levantaba el brazo derecho sin lápiz. A quién se le ocurriera
levantar el brazo izquierdo, le daban con la regla de cantos metálicos en las
yemas de los dedos tres veces. ¡Y que tres veces…! Lo digo por experiencia
propia, te arreaban sin piedad, al fin y al cabo esa mano no la necesitabas
para escribir.
Esa era otra, tenía compañeros
que eran por naturaleza zurdos, pero estaba prohibidísimo escribir con la
izquierda de modo que, uve del orden de tres compañeros que se pasaron medio
curso con los ojos clavados en los cuadernos a cuatro dedos de ellos y
escribiendo con la lengua afuera. Al margen de un par que eran unos piezas de
cuidado y que se quedaban a escribir en la pizarra cien veces –me portaré bien
en clase, o no aré más novillos-, los otros tres zurdos, que parecía que
entonces significaba ser comunista, se repartían la pizarra para escribir
–dejaré de ser rojo pronto-.
El único que se compadecía de
ellos era Bernabé, a él, que también fue zurdo en un tiempo, su padre agente de
aduanas, enderezó a tiempo el problema en casa, de vez en cuando se le escapaba
el coger el lápiz con la izquierda, pero rápidamente corregía el defecto,
porque en especial, don Vicente, calvo aunque siempre pulcro y elegante, con su
corbata o su lazo al cuello, no hacía más que ir arriba y abajo de los tres
pasillos, vigilando a los niños, con el regle en la mano y dándose golpecitos
en la palma de la mano.
En la parte de delante de la
clase como si fuera un adorno en clase, Cecilio se esforzaba haciendo
equilibrios sobre los brazos de la silla de madera, para poder seguir con
atención las directrices del maestro. Lo malo es que cuando teníamos dictado,
el pobre de manera obligada, se perdía parte de lo que decía el profe, él y el
que esperaba con paciencia que Cecilio le sacara punta al lápiz, porque amigos,
cuando sacaba punta Cecilio, lo hacía de
forma perfecta, creo que para él, sacar punta era una profesión, escrupuloso
con las aristas, que quedaran todas ellas perfectas, que la punta no fuera ni
demasiado larga ni demasiado corta, así era Cecilio.
Pero de cualquier forma, aunque
fuera muy bueno en esto, que consideraba ya su oficio en el colegio, se veía a
sí mismo como un desterrado, un marginado que no tiene los mismos derechos que
los demás. Se le notaba por la profunda cara de tristeza que siempre tenía que
no era feliz, no podía correr como los demás en el patio. No podía siquiera,
caminar con las piernas juntas, sus tobillos estaban extrañamente hinchados, a
su paso por los pasillos del colegio, se escuchaban comentarios despectivos,
hasta groseros, ya se sabe, los niños no saben, o se recrean con el mal ajeno sin pararse a pensar, cuando eres
niño, tú oficio es sacar buenas notas, estudiar para el día de mañana, ser lo
que tus padres desean que seas.
A medida que adelantaba el curso,
Cecilio engordaba más, de eso me di cuenta uno de los días que nos hacían
revisión médica, ya tenía cuello abajo que iba a ser un mal día para él,
imagínate allí a todos los niños desnudos en fila con solo los calzoncillos
puestos. El blanco de todas las miradas iban dirigidas a él y al médico, en un
aula que no se usaba, con dos estufas eléctricas con forma de paraguas
invertido y una resistencia que estaba roja y reflejaba el calor, todos los
niños estábamos en fila india firmes, un profesor se cuidaba de que los pies no
salieran fuera de la marca del terrazo,
una línea marcada con tiza en el suelo indicaba por donde se tenía que circular.
Cuando Cecilio llegó a su
revisión, el médico, un hombre mayor acompañado de una enfermera no reprimió el
comentario “¡Pero que tenemos aquí, una
morsa albina en calzoncillos…!”. Cecilio cerró los ojos, lo vi porque estaba en
la otra parte del aula vistiéndome, apretó los puños y siguió las instrucciones
que le marcó el médico. Hubieron conatos de risas, pero el profesor se quedó
mirando a quienes fueron tentados a reírse del comentario, el profesor para la
ocasión se llamaba Juan Bosco, se encargaba de la clase de lengua y aprendí
mucho de él. Excepcionalmente, era el único, que no dejaba que Cecilio sacara
punta a los lápices, el único que dejaba que Cecilio se sentara en su silla al
frente de la clase mientras que él, cuando lo hacía tomaba asiento en una silla
de madera que crujía por todas partes.
Por su cara vi que no le gustó el
comentario que el médico hizo de su alumno, pero era el médico, además en poco
más de media hora, sus alumnos habrían terminado el examen médico. Un mal
obligado de la jefatura del estado, Ministerio de Sanidad, para muchos aquel
examen representaba una humillación, los que tenían piojos por ejemplo eran
apartados a un lado. Se les dejaba que se vistieran, pero esperaban de pie
apartados de los demás, después se les daba un papel, y sin más se les enviaba
de inmediato a casa, aquello era como una especie de documento oficial, con la
firma del médico y un sello encima de ella. A mí, me tocó una vez llevar este
papel a casa, a decir verdad todos pasamos una vez u otra por este bochorno, a
excepción de Cecilio, a él no le dieron jamás un papel de aquel tipo.
Sin embargo en su caso, en varias
ocasiones, llamaron a sus padres para ir a hablar con el director del centro,
seguro que se trataba de la dimensión del problema que estaba adquiriendo la
obesidad de su hijo. Nadie sabía muy bien el porqué de estas reuniones, solo sé
que al cabo de tres meses, cuando a las nueve en punto entramos en clase,
después de cantar formando como militares, el cara al sol en el patio, entró después
de saludar con el obligado “Ave María Purísima, sin pecado concebida”, el cura
del centro, porque para que lo sepáis, en el colegio también teníamos capilla,
y muy guapa por cierto.
“Levantaos todos y saludar al
padre Matías”. Cuando nos hicieron sentar, pensé inmediatamente en Cecilio, ¡la
que se iba a llevar por llegar tarde a clase!... “Es una triste noticia la que
me trae hoy aquí hijos míos –dijo compungido-, vuestro compañero de clase
Cecilio ha muerto esta madrugada, su amorosa madre ha entrado a despertarle
para que viniera al colegio, y lo ha hallado muerto en su lecho”.
Desde siempre me había parecido
distintivo e ilustrado el modo de hablar de los curas, sobre todo de los de
ciudad “su amorosa madre… muerto en su lecho…”, esas son expresiones de una
persona ilustrada, de alguien que ha leído mucho, o se ha aprendido bien,
determinada lección de oratoria. De cualquier modo, lo importante estaba en que
Cecilio estaba muerto, ya ves, un chaval
como yo de solo once años, justamente ese curso estábamos en matemáticas con el
tema de los quebrados y las raíces cuadradas, simples y compuestas.
Faltaba poco para las vacaciones
de Navidad, me comentaba un día en el patio que su padre fue al bosque a talar
un abeto y que en su casa lo decoraron de maravilla, que fuera a verlo, ¡menudas
navidades iban a pasar los pobres!.
Después de pasado el entierro, al
que no pudimos asistir porque tuvimos clase, me preguntaba, quién sería el que
sacaría punta a los lápices a partir de ahora. La respuesta no se hizo
esperar, “A partir de hoy, cada cual
sacará punta a su lápiz, tratad de hacerlo rápido si no queréis llevaros un
castigo”.
Cuando empezó el siguiente curso,
dejé el colegio y me puse a trabajar de aprendiz, en un taller mecánico, les
dije a mis padres que no sacaba provecho alguno del colegio, con tanta
necesidad que entonces había de dinero mis padres estuvieron de acuerdo –que mala
decisión tomamos todos…-, pero a partir de ese día aprendí a desmontar y montar
motores de coches. ¿Sabéis una cosa?, jamás me he arrepentido de tomar esa decisión.
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