martes, 30 de octubre de 2012



                     LA GAVIOTA DEL ALA ROTA.


Vivo junto a la playa, en un lugar franqueado por una parte, por un gran roquedal marino, por la otra, por un delicioso y pintoresco pueblo marinero de los que ya quedan pocos.
La playa es larga, con algunas rocas en el interior del agua que hacen las delicias de los veraneantes que llegan a este lugar. Por mi parte adoro el chasquido de las olas que llegan a la playa, que la tienen como meta después de navegar por el inmenso océano.
Las gaviotas, adornan la playa a primera hora de la mañana, extendiéndose como si fuera una gran alfombra blanca. Antes de llegar a ellas cuando te perciben desde la lejanía, alzan el vuelo con fragilidad, sin ruido alguno, ¡que placer es verlas hacer eso!.
Cuantas veces a lo largo de mi vida he deseado ser una de ellas, manejarme en el aire como ellas lo hacen, recordando el famoso libro de Richard Bach “Juan Salvador Gaviota”, libro que, cuando estuvo en mis manos leí, de tal modo, que durante todo ese día, recuerdo que me olvidé hasta de comer.
Desde entonces y por razón de que es el ave que más veo, las quiero. Me he identificado de una forma total con estas aves, en momentos determinados, mientras vuelan descansan, no tienen más que dejarse llevar por los vientos que las mantienen, mientras desde lo alto, mueven sus cabezas buscando en el mar, algo con lo que alimentarse, sus alas son grandes y muy flexibles dándoles así una gracia especial.
No es que esté obsesionado con ellas, simplemente me gusta su modo de vivir, hasta sus luchas en el aire por arrebatarse la comida, es una especie de valet aéreo. Esas alas inmensas en comparación con sus cuerpos, les son imprescindibles para volar en cualquier circunstancia en el mar, desde aguas tranquilas, hasta los más encolerizados océanos.
¿Qué tendría que hacer para ser una de ellas, renunciar a ser humano, al fin y al cabo ellas tienen alma lo mismo que nosotros?
Ellas también tienen hogar, igual que nosotros, son animales de costumbres, igual que nosotros, y tienen una vida, más o menos larga, igual que nosotros. ¿Dónde pues está la diferencia?, que ellas saben volar y nosotros no.
Nosotros volamos sin rumbo, necesitamos de elementos inventados a partir de su observación, para poder hacerlo torpemente, las gaviotas son maestras en ese arte, han sido creadas para vivir en el celo la mayor parte del tiempo, ¡que envidia me dan!.
Esta mañana, temprano, las he visitado, estaban todas esperando determinada hora para echar a volar, debe haber de diferentes edades, hay en esta ocasión en la playa, bastantes de ellas que son más pequeñas, seguramente están comenzando el rito de iniciación de la pesca en familia, cuando todas echan a volar al verme llegar desde lejos, compruebo que una de ellas no alza el vuelo. No he podido resistir la tentación de acercarme a ella, una de sus alas está recogida mientras que la otra la tiene medio extendida, arrastrándola por el suelo, con sus pies palmeados, trata de escapar, pero en tierra yo soy más rápido que ella. He logrado cogerla, aun así quiere zafarse de mí, no sabe que es lo que quiero hacer con ella.
Nunca ha conocido una jaula, es normal que represente un peligro para ella, jamás nadie la sujetó entre sus brazos, seguro que siente pavor aunque no pueda decírselo a nadie. Al llegar a casa he comprobado, que la extremidad derecha de su cuerpo está rota, me apena mucho, el verla así me ha arrancado del corazón unas cuantas lágrimas, ¡seré tonto, llorar por un ave que otros quizás hubieran rematado…!.
Allí sobre una toalla vieja en la mesa del comedor, he visto a base de observarla, que tiene el ala rota. Después de cerrar su pico con un elástico, me dedico a ver exactamente donde está su mal y como puedo remediarlo, es muy difícil para mí curarla, estoy nervioso y ni siquiera sé por dónde comenzar.
Finalmente, tomo la decisión de llevarla al veterinario, busco en internet los que trabajan en mi zona, encuentro a uno que se dedica a las aves y otros animales exóticos, me voy con el coche y mí gaviota a que me dé un diagnóstico y la cure, podré atenderla bien en casa, al fin y al cabo estoy en paro.
“Es seguro que se ha dado un buen golpe, quizás contra una embarcación o contra alguna roca”. Muy bien chaval, pienso para mí, cuidado que no te explote el cerebro de tanto pensar. “Pero ¿tiene cura no?, yo he visto por televisión que a las aves también les entablillan las alas para que puedan volver a volar”.  “Sí claro, pero es que esto es una gaviota, ¿estás seguro de que quieres que la salvemos?”.
He cogido a mi gaviota y me he largado de allí, ¡será estúpido el tío este!, parece que ver a una gaviota herida, sea para él ver a un demonio, o a una especie, que como no está en peligro de extinción, se la deba dejar morir porque hay muchas y están condenadas por los pescadores.
Sin volver a casa, busco por el móvil a otro veterinario, haber si hay mejor suerte con éste. Cuando he llegado a la consulta, he visto en la sala de espera a varias personas que llevan aves, dos de ellas llevan palomas en jaulas, una de ellas es una tórtola que va acompañada de una señora y una niña con una profunda cara de tristeza. Espero mi turno, paso al interior de esta especie de quirófano con un montón de elementos para curar a animales,  “Buenas tardes señor, mire usted, que a mi gaviota se le ha roto un ala”.  “Si ya lo veo, rotura fea ésta, estos animales al tener las alas tan largas son difíciles de reparar, pero se puede intentar”.
Me explica que dependiendo de la clase de ave y de la embergadura de sus alas, pueden o no poder volver a volar en libertad. El hombre ha visto mi cara de pena, me dice que no me preocupe, que hará todo lo que esté en su mano hacer. Me tranquiliza, se le nota más dedicado que el otro a su labor de salvar mascotas.  “Oiga, una observación, ¿tiene usted a este animal enjaulado en casa, lo pregunto porque he visto aves de casi todo tipo, pero gaviotas es la primera que trato?”.  “No señor, a esta gaviota la encontré ayer en la playa mientras paseaba, todas echaron a volar menos ella, supuse que algo no andaba bien y la recogí, eso es todo. Pretendo que se cure para poder volverla a dejar en libertad, con los suyos”.
No añadí nada más porque ese era el propósito. ¡Qué bien que pudiera curarse y volver a volar!. La libertad completa, algo que nosotros desde que nacemos, tenemos intuitivamente, y que difícilmente logramos. Esta gaviota me representaba, si pudiera curarse sería como mi bandera en el cielo, subiendo y bajando, comiendo peces y crustáceos cuando tuviera hambre, y ante todo, sin que nadie le impusiera cuándo ni cómo hacerlo.
El veterinario, sonrió, me miró un tanto extrañado y se puso rápidamente a la labor de entablillar el ala de la gaviota.  “No le puedo dar garantías al cien por cien de que sea como antes, pero lo vamos a intentar. Si quieres, puedes volver de aquí a un par de horas, te diré lo que hay”.  “Perfecto, muchas gracias, haga todo lo posible, representa mucho para mí”.
La gaviota, con el ala entablillada y debidamente vendada, me fue devuelta. El veterinario me dio determinadas instrucciones sobre sus cuidados y quedamos que al cabo de tres días volveríamos a vernos.
Durante este tiempo, Liberia  -nombre que le puse a la gaviota-, que tiene su origen del latín Liberius-ria, “libre”, absorbió casi todo mi tiempo, incluso en mis paseos diarios por la playa, no dejaba de llevármela conmigo, metida dentro de un capazo que llevaba bajo mi brazo. No quería que dejara de oír y sentir los ruidos del mar y el aroma de la brisa marina, entonces me di cuenta de lo encariñado que comenzaba a estar de Liberia.
Las atenciones y los cuidados que le di, dieron sus frutos al cabo de pocas semanas, cuando el médico le sacó los aparatos que tenían inmovilizada su ala, comenzó a moverla a la par que la otra, su piar continuo  -llamado chiar-, se amplificaba por toda la habitación, estoy seguro que manifestaba su contento por la recuperación de su ala que ya daba por perdida, estiraba su cuello, quizás era su forma de demostrar que había recuperado toda su energía.
Ahora llegaba el capítulo más triste para mí, en contraste con su alegría, mi pena fue inmensa, de vuelta para casa, me puse a hablar con ella, evidentemente pasó de mí y de las elucubraciones que hacía, le rogaba que viniera a visitarme de vez en cuando, hasta traté de sobornarla diciéndole que cuando no encontrara comida, en mi casa que era la suya encontraría lo necesario para subsistir y hasta para ser feliz.
“No, hoy no te voy a soltar todavía, es un poco tarde y la vida está llena de peligros, mañana si acaso”. Pero ¿qué estaba haciendo, como iba a comprender Liberia todo lo que le estaba diciendo?, ni siquiera el nombre que le había dado significaría nada para ella. Creo que en las últimas horas me había vuelto loco. Trataba de justificarme diciéndome a mí mismo, que ahora ya no formaba parte de aquella alfombra matutina de aves, que descansaban en la arena de la playa por la noche.
Pero no me convenció ningún argumento. Esperaría a que saliera el sol y la llevaría sobre mi brazo hasta la playa, como si fuera un cetrero que lleva a su águila en el brazo. Esa noche hablamos, yo razonando, ella chiándo enseñándome su enorme pico afilado, y a la vez practicando con sus alas. Parecía decirme  “Gracias chaval por tú ayuda, pero me piro de aquí, esta no es mi vida, los míos me esperan”.
Me quedé dormido junto a Liberia en el sofá, ella también se durmió, y juntos amanecimos. Sin desayunar, lo primero que hice esta mañana ha sido bajar a la playa con Liberia y sin llamar la atención de los suyos, dejarla sobre la arena. Todavía hoy me parece una alucinación, ha arrancado a volar desde donde estamos, ha sobrevolado en círculo sobre su bandada y ha empezado a emitir un sonido desconocido para mí. Después de sobrevolar por segunda vez el grupo de gaviotas, todas casi en formación han ido levantando el vuelo, Liberia está en plena forma, doy unas palmadas en el aire y ella se acerca a mí piando. Pasa en vuelo rasante a toda velocidad y me da las gracias por todo lo que he hecho por ella, bueno ¿pasa piando no?, yo quiero pensar que en ese momento, me da las gracias.
Grito al cielo… “¡¡Me gustaría poder volar como vosotras!!”. Mi corazón palpita a cientos de pulsaciones, corro hacia el roquedal, subo hasta lo más alto, miro el mar desde arriba, no sé a qué altura estoy de él ni me importa, me arrimo sin miedo al filo del acantilado y extiendo los brazos, me balanceo hacia delante, quiero vivir intensamente este vuelo, de pronto una bandada de gaviotas pasan por delante de mí y me tiran hacia atrás.
Ya en el suelo, como si despertara de un sueño, sacudí la cabeza hacia los lados, hay algo ahí que parece no funcionar bien. Cando voy a levantarme, todavía recostado en el suelo, Liberia me mira fijamente, ¡está ahí a mi lado!,  “Pero hombre de dios, ¿vas a obligarme a hablar como tú?, no puedes volar, lo tuyo es otra cosa, otra vida, no vuelvas a intentarlo prométemelo”. No salgo de mi asombro, ¿me está hablando de veras?.  “Ya sé que te estás preguntando la razón de que te esté hablando, pues no te extrañes, he pasado suficiente tiempo contigo para aprender, ahora necesito saber qué es lo que vas a hacer”.
“Voy a irme a mi casa y pensar en todo esto, no es fácil de digerir esta experiencia. Tienes mi palabra de que esta locura no se volverá a repetir”.  “Bien, porque yo por mi parte necesito hacer mi vida, y no voy a poder estar pendiente de todo lo que hagas. A veces me paso semanas enteras en el mar, y no quiero estar preocupada por lo que te pueda pasar. En cuanto pueda pasaré a verte”.
Estúpido de mí, ¿no se me ocurre tenderle la mano para cerrar esta conversación?. “Disculpa, al hablarme pensé por un momento que eres un ser humano, hasta la vista”.  “Jamás se me ha pasado por la cabeza serlo. Gracias por todo y hasta la vista”.


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