jueves, 29 de agosto de 2013

LA CASA SIN ESQUINAS.

Es grande, muy grande, nadie desde afuera puede imaginar cuanto. La gente del lugar cuenta que antiguamente, fue refugio de un alcaide nombrado por un conde, fuera, en lo que ahora es la era, estaban los establos con los caballos y el ganado.
La tropa vivía dentro, ochenta soldados con sus pertrechos, veinte mujeres que servían de alivio a estos, y unos cuantos efebos. Abajo las cocinas, con un ascensor de poleas se subía la comida a la soldadesca, los criados comían abajo.
Arriba vivía el alcaide, sin mujer alguna, aliviaba sus deseos carnales con las mujeres vírgenes de la zona, y las bien casadas, a quiénes tenía acceso, por la “Ley de Pernada”. Malos tiempos corrían para aquellos pobres desgraciados, hasta para hacer un nuevo molino tenían que pedir permiso. Además, tenían que pagar el diezmo de todo lo que producían.
Y la mayoría de los pobladores se daban por contentos, tenían la protección del alcaide, de probada valentía, con cien cicatrices en su cuerpo de combatir contra el moro, contra intrusos y ladrones, ¿qué más se podía pedir?.
Para aquellos tiempos, aquella era una casa singular, una torre de vigilancia, desde la cual se dominaba, casi todo el territorio del conde. Ahora la había comprado, un hacendado, que quería conservarla tal cual era antes, tenía hasta los planos de la construcción antigua, los sacó de la biblioteca nacional.
Por conservarla igual que era antes, no instaló ni luz eléctrica, ¡vaya forma de vivir!. Candiles y cirios alumbraban la casa, el torreón como se quiera decir. Apartado de la civilización, el hacendado vivía con comodidad, siempre, cuando  bajaba al pueblo a comprar provisiones, las gentes del lugar lo miraban con respeto, conservaba un baluarte de la provincia.
A fuerza de hacer cortar piedra de granito de una cantera vecina, fue levantando la torre, era la admiración de todos. Hasta el alcalde del pueblo, se ofreció a hacer subir cada semana a la brigada, a que le recogieran las basuras que hubiera.
Abel le dijo que no hacía ninguna falta, todo lo reciclaba, no dejaba residuos que recoger. Una cabra y una vaca se encargaban de reciclarlo todo, y las seis gallinas con su gallo. La vaca y la cabra, dormían en el bajo de la casa, así le proporcionaban algo de calor en invierno, la sierra, cuando llega el invierno es dura. En verano se le veía cortar leña, se aprovisionaba para el duro invierno, luego se le había visto desnudo junto al pozo de agua, sacaba un par o tres de cubos de él y ya estaba arreglado.
El siguiente invierno, fue muy duro para el pueblo, las gentes no podían salir de casa, la nieve lo cubría todo, todo menos la torre, que con su techumbre de pizarra, hacía que la nieve se deslizara hacia afuera. Victorio desde su torre, al calor de su estufa de leña en el dormitorio de arriba, vio como el pueblo iba desapareciendo bajo la gruesa manta de lana blanca de nieve.
Aparejó a Lorenzo, su mulo y le enganchó el carro, sin titubear un segundo, se dirigió al pueblo. Al llegar se dio cuenta de la tragedia, niños y viejos, mujeres y hombres de pelo en pecho, no sabían cómo combatir tanta nieve como caía.
Los invitó a su casa, allí iban a estar seguros, cerraron unos tras otro las puertas de sus casas y subieron con él por turnos,  dependiendo de las edades y las debilidades de cada cual. Ochenta personas estuvieron durante semana y media, refugiados, entre las paredes de la torre, el alcalde y su familia no subieron, se fueron a una ciudad cercana donde él tenía casa, eso antes de que arreciara el temporal.
Victorio no tuvo que poner orden alguno esos días, todo el mundo comió y bebió, el que quiso, buen vino que guardaba en una gran tina. Cuando llegaron las máquinas al pueblo, lo encontraron desierto, hasta que en momento determinado, se oyó un sonido de trompeta que venía de lo alto del pueblo. Dirigieron su mirada hacia allí y vieron una bandera que ondeaba al frio viento, se miraron los unos a los otros, una máquina quita nieves, tomó el camino que se intuía llevaba a la torre.
Cuando llegaron los dos operarios, se quedaron absortos, ¡todo el pueblo estaba dentro del torreón!, era increíble. Mientras, la altura de la nieve alcanzó la altura de los tejados de las casas del pueblo.
Se comenzó a desescombrar el pueblo, la gente cuando dejaban la torre, no supieron dar las gracias, tal era su agradecimiento hacia Victorio. Y es que, a menudo, sobran las palabras para dar las gracias.




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