Todos saben en el lugar y sus
alrededores, que Antón es el mejor, es por eso que le llueve trabajo de todas
partes, hasta el mismo marqués hace llamarlo para herrar a sus caballos.
Cuando esto sucede se lleva las
manos a la cabeza, sabe que el marqués le pagará poco y mal. No tiene manera de
decirle que no, su fragua es una herencia de su padre, y fue el marqués quien
le prestó los cuartos en su día, para comenzar a trabajar en la ciudadela.
Tiene una obligación moral hacia él, de otro modo, habrían muerto de hambre,
fue por casualidad que se conocieron.
El marqués llevaba a casar a su
hija cuando de la comitiva un caballo comenzó a cojear, perdió su herradura,
Antón padre llegaba a Mijares cuando esto sucedió, arrastraba un carro con
todos sus aperos de oficio, sujeto a la frente con una cincha de cuero. En
cuanto se apartó del camino al ver a la comitiva, se apercibió del problema, se
ofreció a ayudarles con el caballo cojo y lo herró con una de las muchas
herraduras que llevaba consigo.
Trabajó de forma improvisada
durante una buena media hora, mientras su mujer daba el pecho al más pequeño de
los dos hermanos, Manuel, que ya comenzaba a dar muestras de hambre, se cogió
al pecho de su madre y calló al instante. El marqués nervioso envió a su
chambelán a decirle a Antón que ya no podían esperar más, este le contestó “Decidle al marqués si él se presentaría sin
zapatos a sus futuros consuegros. A los caballos también les da vergüenza ir
descalzos”. Lo miró profundamente, con algo de rabia al ver que le daban prisa
en su trabajo.
Mientras terminaba de limarle los
cascos al caballo se presentó el marqués. “¿Quieres trabajar en mi ciudadela?,
tendrás un lugar donde vivir para ti y tu familia, pero cuando te llame,
tendrás que subir a mi castillo a atender a mis caballos”. Antón aceptó el
trato, desde entonces poco trabajo le dan los caballos del marqués, los lleva
muy bien calzados.
A la muerte de su padre, Antón
hijo ha hecho de la fragua su vida, tiene brazos de acero, casi del mismo
material, que emplea para las herramientas que le piden que haga, goznes de
puerta, cerraduras, rejas de seguridad, barandas, ha aprendido de todo mientras
se dedica a herrar a los animales que pasan por su fragua. Hay en Mijares otro
cerrajero, pero tan viejo que un día se presentó a Antón, para decirle que si
quería quedarse con sus herramientas por unos pocos chavos, el lo visitó, y le
pagó bastante más de lo que le pedía. Dos vellones de plata y treinta
maravedíes de cobre, el viejo no podía creer que alguien que iba a comprar herramientas
usadas pudiera pagar tanto “Valen eso y
más, pero no os lo puedo pagar, son herramientas hechas con sus propias manos
la mayoría, eso para mí tiene mucho valor”.
Antón le dio mucho uso a la gran
pinza que servía para sujetar las piezas mientras se calentaban en la fragua,
las ajustó un poco al tamaño de su mano, y solo una vez tuvo que cambiar el
remache que juntaba las dos partes. Con la compra de las herramientas, recibió
de más, unos cuantos consejos para trabajar con menos esfuerzo, determinados
útiles que construía. Aquel viejo era un pozo de sabiduría en el oficio,
setenta y cinco años llevaba pegado al delantal de piel de su padre, calentando
piezas, soportándolas para que su padre las martilleara, ese hombre era un pozo
de sabiduría en el oficio.
Tuvo que reparar y mucho, la
vivienda que el marqués le ofreció, una tarde se presentó en la fragua, al ver
las reparaciones que había hecho en la casa con la ayuda de un carpintero, le
dijo que le buscaría otro lugar donde vivir, aquella casa la iba a alquilar. “Vos no queréis artesanos para esta villa, lo
que queréis son esclavos. Señor marqués, ya podéis enviarme a la guardia para
que me eche de aquí, porque yo cumplo con mi palabra. Haced lo propio si no
queréis que la gente del lugar os vea como un villano”. Esta respuesta enojó al
marques, pero lejos de contestarle, se fijó en las hermosas hebillas de latón
pulido que hacía, y que tenía expuestas en un marco de madera. “Vas a hacerme unas hebillas que sean únicas,
las quiero repujadas, que sean vistosas y elegantes”. “¿Para cuándo las queréis señor?”. “Para ayer, ponte a hacerlas de inmediato,
mañana a esta misma hora enviaré a alguien a buscarlas”.
Antón ya las tenía hechas, dentro
de su almacén tenía unos cuantos pares que no estaban a la vista de nadie “Voy a tener que dejar de hacer el trabajo
que ahora tengo para poder hacerlas, os saldrán un poco caras”. “No importa el precio si son únicas, procura
que me complazcan de otro modo no verás el dinero”.
Antón reía para sus adentros, que
fácil es engañar a los que nada saben de fraguas ni metales, en este oficio no
se deja nada a la casualidad, todo está calculado, en la medida de lo posible.
En el caso de Antón, sabe que habiendo cerca una corte, alguien necesitaría de
sus servicios, de manera que, siendo el caso que las hebillas del marqués
tenían que ser irrepetibles, se esforzó en hacer un gran surtido de ellas con
anticipación.
Ahora, con el marqués complacido
muchos otros señores se acercaron a comprar hebillas y pequeñas joyas que una
muchacha de un pueblo vecino con mucho arte, se dispuso a hacer con plata.
Hicieron una especie de cooperativa donde cada cual aportaba sus ideas, como él
llegó a Mijares de no se sabe dónde. Es una mujer casi insignificante, con
manos diminutas y con corazón grande, trae bajo el brazo un pequeño paquete, en
él, todas sus pertenencias, no excede los dieciocho años, Antón al verla parada
delante de la fragua para calentarse, no puede menos que ofrecerle su casa para
que tenga un techo bajo el cual vivir.
Tiene sobado arte en sus manos y
su cabeza para hacer filigranas con el hilo de plata, así pues, comienza a
tener un gran surtido de pulseras y collares, pendientes y cualquier otra cosa
que se le encargue, es mora. Después de la muerte de su familia, se ha tenido
que defender para tirar adelante, y hace lo que siempre ha visto hacer en su
casa, joyería de plata poniendo piedras semipreciosas intercaladas en sus
trabajos para que sean más apreciadas. Zoraida es su nombre, con ojos oscuros y
cabello negro como el azabache.
Ambos trabajan de forma esmerada,
los dos forman una pareja por la calle de lo más curiosa. Antón con un cuerpo
escultural que parece haberse hecho a cincel y algo alto, y ella menuda,
delgada a su lado, siempre con sus sandalias de piel de camello, nadie dice
nada de ellos en el pueblo todo el mundo tiene muchas cosas que hacer,
sobrevivir por ejemplo. Pastores, comerciantes que van de paso, posaderos,
albañiles, tejedores, labriegos y comerciantes, que vienen un par de veces por
semana, a ofrecer sus productos al mercado de la plaza.
Soldados de fortuna que quieren
trabajar para el marqués, esos se agolpan cada día en la puerta de su palacio,
duermen y viven ahí, junto con las prostitutas que los siguen a todas partes.
Con esos Antón tiene que tener especial cuidado, a menudo dejan sus caballos
para ser herrados y luego se los llevan sin pagar, bajo la amenaza de la espada
o el puñal. Menos mal que tiene cerca siempre a la guardia del marqués si no…
alguna que otra vez ha tenido que hacer sonar el gran escudo de metal que tiene
junto a la puerta, eso es para alertar de que hay ladrones en el barrio. Los
otros comerciantes se lo agradecen, ante el ruido aparece la guardia que hace
que los ladrones desaparezcan en un santiamén.
Así ha transcurrido su vida en
Mijares desde hace cinco años, a nadie le interesa si se acuesta o no con
Zoraida, pero lo cierto es que no han pasado de ser buenos colaboradores,
socios por decirlo de alguna manera. Todo ha transcurrido bien en este tiempo
hasta que aparecieron unos cuantos cruzados hartos de guerra en tierra santa.
Un ex capitán y un puñado de seguidores, han irrumpido en el pueblo,
atribuyéndose haber ganado batallas para el rey y la iglesia en Jerusalem, pero
todo esto está muy lejos de allí, en oriente, la gente no comprende las
exigencias que imponen a nadie.
El marqués ha querido hablar con
ellos, sin embargo a él mismo le han impuesto una especie de impuesto si quiere
mantener sus tierras en orden. Tiembla cuando oye esto de parte de aquellos
alborotadores, piensa que es mejor
darles un poco de manga ancha, aquellos hombres, todos ellos son fieros
soldados, algunos con lesiones graves, sobre todo el sargento a quién le falta
un ojo y que trata despóticamente a todo el mundo. Cogen fruta de donde les place,
roban ganado delante de las narices de los granjeros, esta situación se está
haciendo insostenible, las buenas gentes de Mijares viven con el miedo metido
en el cuerpo de día y de noche. Se corre la voz, de que han entrado en algunas
casas, y han mancillado a las mujeres delante de sus maridos, a las solteras se
las llevan a su campamento no lejos de las murallas.
Antón ante esta situación,
empaqueta sus cosas y diciéndole a Zoraida que haga lo mismo, se van del pueblo,
de noche, Zoraida no quiere separarse de Antón, él es su apoyo y su única
defensa delante de algún contratiempo que pudiera surgir, ya pasó lo suyo en
Cataluña, junto a su familia, hace unos años atrás, cuando los reyes de Aragón
Isabel y Fernando, dictaron el edicto de echar de España si no se convertían al
cristianismo, a judíos y moros. Su padre tenía para entonces buenos negocios en
Cataluña, de modo que renegaron del islam para hacerse católicos y bautizarse.
Una semana más tarde, su hermana
mayor y su madre, se arrojaron juntas desde un acantilado cerca de Balaguer. Su
hermano pequeño, Mohamed fue dado a una familia burguesa, y ella se quedó sola
en la casa, los soldados de la guarnición cercana, la violaron en varias
ocasiones, solo tenía trece años, de manera que huyó también de noche y vivió
en el campo lejos de todo el mundo, con una familia árabe que la recogió.
Su vida hasta entonces, no había
sido un sendero de rosas, incluso tuvo que abortar en una ocasión gracias a un
remedio que la matriarca de aquella familia le dio. Un trauma este que a sus
catorce años la señalaría para siempre, era comprensible que Zoraida se atara a
Antón, un hombre cristiano y español para sobrevivir, además de ser un buen
hombre, que la invitaba a ir con él sin ningún interés, más que el de librarla
de más dificultades. Era evidente que no quería problema alguno, ni
enfrentamientos violentos con aquellos villanos que en el nombre de dios,
hacían cuanto querían en Mijares.
Anduvieron días y noches enteras
cuando el tiempo les era propicio, cuando no, se protegían bajo el carro, ahora
sí, tirado por un buen caballo, extendían gruesas lonas en el suelo y comían y
dormían al raso, pero tranquilos, procurando apartarse de los caminos, para no
ser vistos por nadie. Solo los jabalíes y algún que otro zorro sabían que
estaban allí, escondidos, camuflaban el carro con ramas o cañas del camino,
solo un experto podría saber que estaban allí. Cuando emprendían el camino, se
unían en lo posible a más personas que anduvieran por él, ya fueran peregrinos
o comerciantes, eso les daba un respiro importante, Antón sabía que el marqués
lo estaría buscando hasta que no saliera del límite de sus tierras.
Este temor es saludable Zoraida,
te ayuda a ser cauto, mi padre siempre decía que a no ser que tu casa estuviera
ardiendo, valía la pena evitar los asuntos en los que uno no tiene nada que
ver.
Te adoro Antón, decía para sus
adentros Zoraida, eres un hombre respetuoso, digno de la más alta
consideración. Ella sabía que en gran medida todo aquello lo hacía por ella,
para que nadie pudiera maltratarla.
Así llegaron a Avellaneda, un
pueblo de la provincia de Ávila que parecía tener la paz que andaban buscando.
Antón anduvo preguntando e informándose allí acerca de su oficio, siempre hace falta
un buen herrador en cualquier parte, cuando dijo por ahí que era herrador, unos
cantos se alegraron mucho de que tuviera una fragua, solo hacía falta tener un
espacio cómodo para ponerse a trabajar. Modesto hacía honor a su nombre, un
anciano respetable en aquella localidad, judío converso al cristianismo, que
pasó por la experiencia de ver como dos de sus hijos, murieron en prisión por
no renegar del judaísmo.
Tienes aspecto de ser un buen
hombre, si me acompañas a casa puedo enseñarte donde te puedes establecer para
tu oficio de fraguador. Yo tengo carreteros trabajando a mi servicio, van y
vienen con mis mercancías sobre todo tipo de carros, para llevar mercancías a
clientes que tengo por toda España. ¿Quieres ocupar un almacén que tengo vacio
y hacerlo tu vivienda a la vez que de taller?.
No señor Modesto, yo vivo en una
casa, como todo el mundo, el taller es cosa aparte, eso es lo que busco.
Sea, mi casa es grande, gran
parte de ella está vacía, escoge la parte que tú quieras, ¿tienes familia?.
Una ayudante que hace además
independientemente de mí, pequeñas joyas de plata, es una árabe conversa, pero
va conmigo adonde yo vaya. No es esposa ni amante, siquiera doncella mía, es
como he dicho antes, una ayudante.
¿Árabe dices?, entonces no, judíos
y árabes somos incompatibles en todo, no puedo permitir que un árabe se aloje
en mi casa.
¿No es usted converso como ella,
es decir, cristiano?.
Bueno… es una manera de hablar, ¿qué
quieres, que pierda todo cuanto tengo además de haber perdido ya a toda mi
familia?.
Las flores no piensan en que
terreno crecen, todas ellas buscan la vida, y esparcen las semillas sin mirar
al norte o al sur. No se niegan a crecer unas al lado de otras, blancas y rojas,
moradas junto a amarillas, desarrollan sus tallos sin mirar al lado ¡qué
lástima que los humanos no tengamos ese parecer también!. Gracias por el trago
señor, le estoy agradecido por este descanso del que he disfrutado hablando con
usted.
¿Dónde crees que vas?, vuelve
aquí hombre. No he dicho que no vaya a aceptaros por eso, ve a por tu carga, te
espero en la esquina de esa calle de ahí arriba –señaló con su bastón-.
En media hora estaré ahí, gracias
señor Modesto. Llámame así siempre, aunque mi nombre auténtico es Ezequiel.
Fue allí en Avellaneda donde se
estableció Antón hasta el fin de sus días. Hasta su muerte le acompañó siempre
su esposa Zoraida, ella no cambió su nombre, no tenía nada que esconder. Nunca
se hizo rico, tampoco fue un desgraciado, solo terminó sus días siendo un
trabajador del acero, calentando y modelando lo más duro de la tierra, el
hierro.
Nada les fue más útil que su
sinceridad en la vida, así se ganó el respeto de todos aquellos que lo
conocieron. Zoraida heredó la casa de Modesto, que rápidamente se llenó de
vida, de hijos de Antón. Cristóbal el mayor de ellos, siguió el oficio de su
padre, un hombre, al que todos temían por la lógica que empleaba al hablar de
asuntos profundos, alto y fuerte como su padre, defensor de los valores
morales.
En no pocas ocasiones, se
acercaban en busca de consejo y ayuda otras personas relevantes de la ciudad.
Él siempre consideró, que la fragua, el picar el hierro hasta convertirlo en
aquello que deseaba hacer, fue una de las claves de su entendimiento, y del
entendimiento de los demás.
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