YA NO ME QUEDAN SUELAS
Antiguamente,
la calle donde vivo tenía el nombre de la calle de Los Rápidos. Eso era así,
porque la gente de determinados oficios trabajaban en barrios que eran gremios,
esto era práctico para ellos y para aquellos que tenían que reparar sus zapatos
y en ocasiones algún otro artículo de piel. Había muchos de ellos que tenían
buena práctica en hacer aperos para aparejar caballos y mulas, los había que
hasta sabían hacer sillas de montar. En un sistema que no les exigía más que
hicieran su trabajo con arte, se podía vivir relativamente bien, si no eras
demasiado exigente. ¿Qué se exigía…? Lo mismo que hoy se nos pide, trabajar y
pagar los impuestos que nos corresponden, donde van a parar los excesos de lo
que los recaudadores… eso ya no es cosa nuestra, quién mete las narices en estos asuntos sale escaldado.
Justamente
eso le pasó en su día a Tomás, bajo al pueblo a buscar material para seguir trabajando
en su oficio de zapatero y cuando llegó
a casa de Don Elías, este le dijo que no podía venderle nada. Cierto es que a
veces compraba de palabra, Elías apuntaba en su lengua los pies de piel de un
tipo u otro que Tomás se llevaba, el material y después de un tiempo razonable
que casi siempre era el mismo, le pagaba, con intereses naturalmente. Las cosas
habían cambiado, al parecer las rústicas suelas que se hacían a partir de piel
de animales con el cuero más grueso, estaban escapando hacia otros mercados que
pagaban mejor.
Tomás
suplicó a su proveedor Elías, el oficio de generaciones se perdería si dejaba
de ser zapatero, además, tendría que ponerse a trabajar en otro oficio, con
todo lo que esto representaba. A los aprendices se les trataba mal, y lo peor
era, que no estaban pagados. Años habían pasado muchos, para que el dueño de
determinado negocio, comenzara a dejar manejar a un aprendiz determinada
máquina, por ejemplo comenzar a manejar la rueca para hilar, o el torno para
trabajar el barro. Él no estaba en situación de ponerse a aprender otro oficio
además de llevar encima, con todo pesar, el fracaso de haber tenido que dejar
de ser zapatero. Tuvo junto con su pequeña familia, mujer y una hija de dos
años, que abandonar el barrio de los zapateros, cargar un carro plano con todas
las pertenencias y ponerse a caminar hasta un lugar fuera de la ciudadela,
allí, apretujados junto a mucha otra gente de la propia ciudad, que habían
sufrido desgracias parecidas, la muerte súbita del padre o la madre, gente
llegada de afuera que venían a buscar trabajo.
Después
de comprar lo indispensable para que pasaran dos o tres días sin problemas de
alimentación, se fue con unos cuantos más, a buscar trabajo a los muelles que
llegaban entonces a los muelles de Sagunto. Dos días enteros de caminata les
llevaría esta labor, los muelles y los grandes mercados de abastos de entonces,
fueron las primeras oficinas de paro que hubo en la historia. También entonces,
existían ya los tasadores de cuerpos, los ponían en fila y les daban nalgadas,
bofetadas y duros golpes en las espaldas, con el fin de asegurarse que no iban
a desfallecer a mitad de trabajo.
Tomás
tuvo que esperar al tercer día para que lo contrataran, buscaban a veinte
hombres para descargar en seis horas, tres mil kilos de algodón, embalado en
fardos de setenta kilos. Cuando se terminó el trabajo, se dieron cuenta que
entre el muelle y el casco del barco, había un hombre muerto flotando boca
abajo, por la pasarela del barco, parcheada una y otra vez, trozos de madera
con astillas y puntas, sobresalían del lugar de paso de los improvisados
trabajadores, unos con más experiencia que otros. Sentados, se pusieron a echar
unos tragos de vino y unos bocados de pan de centeno, Tomás se apercibió que
uno de ellos tenía heridas en los pies a pesar de llevar zapatos; él cadáver que
flotaba en el agua sin embargo, iba descalzo y no se apreciaban heridas en sus
pies.
Aparte
de estar muerto no tenía ningún golpe, ni se apreciaba nada extraño en él.
Cuando se le sacó del agua, se presentaron los alguaciles, alguien le había cortado
el cuello, cargaron el cuerpo en un carro y se lo llevaron, aunque antes
pidieron detalle, de donde vivían todos y cada uno de los que se ocuparon de
descargar el barco, a sí mismo lo hicieron con la tripulación. Tomás se planteó
hacer un viaje relámpago para ver a su familia, pero no se podía permitir
gastar más suelas ni tampoco emplear fuerzas para ese menester. Tenía otras
obligaciones más importantes que atender, ganar dinero consiguiendo un trabajo
fijo, seguro, que le ofreciera la seguridad que tenía antes con su oficio,
haciendo zapatos y reparándolos.
Ya
ves… aquí estamos, en la cola del paro, esperando ver salir el sol por el Este
que es el punto cardinal por el que habitualmente sale para mí, siempre apoyado
en el mismo árbol, con un número en la mano, y la carpeta de plástico con ni sé
ya cuántos currículums vitae dentro, por si acaso saliese un trabajo apropiado,
para un viejo de cuarenta y cinco años.
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