jueves, 24 de diciembre de 2015

YA NO ME QUEDAN SUELAS

                                                           YA NO ME QUEDAN SUELAS

Antiguamente, la calle donde vivo tenía el nombre de la calle de Los Rápidos. Eso era así, porque la gente de determinados oficios trabajaban en barrios que eran gremios, esto era práctico para ellos y para aquellos que tenían que reparar sus zapatos y en ocasiones algún otro artículo de piel. Había muchos de ellos que tenían buena práctica en hacer aperos para aparejar caballos y mulas, los había que hasta sabían hacer sillas de montar. En un sistema que no les exigía más que hicieran su trabajo con arte, se podía vivir relativamente bien, si no eras demasiado exigente. ¿Qué se exigía…? Lo mismo que hoy se nos pide, trabajar y pagar los impuestos que nos corresponden, donde van a parar los excesos de lo que los recaudadores… eso ya no es cosa nuestra, quién mete las  narices en estos asuntos sale escaldado.
Justamente eso le pasó en su día a Tomás, bajo al pueblo a buscar material para seguir trabajando en su  oficio de zapatero y cuando llegó a casa de Don Elías, este le dijo que no podía venderle nada. Cierto es que a veces compraba de palabra, Elías apuntaba en su lengua los pies de piel de un tipo u otro que Tomás se llevaba, el material y después de un tiempo razonable que casi siempre era el mismo, le pagaba, con intereses naturalmente. Las cosas habían cambiado, al parecer las rústicas suelas que se hacían a partir de piel de animales con el cuero más grueso, estaban escapando hacia otros mercados que pagaban mejor.
Tomás suplicó a su proveedor Elías, el oficio de generaciones se perdería si dejaba de ser zapatero, además, tendría que ponerse a trabajar en otro oficio, con todo lo que esto representaba. A los aprendices se les trataba mal, y lo peor era, que no estaban pagados. Años habían pasado muchos, para que el dueño de determinado negocio, comenzara a dejar manejar a un aprendiz determinada máquina, por ejemplo comenzar a manejar la rueca para hilar, o el torno para trabajar el barro. Él no estaba en situación de ponerse a aprender otro oficio además de llevar encima, con todo pesar, el fracaso de haber tenido que dejar de ser zapatero. Tuvo junto con su pequeña familia, mujer y una hija de dos años, que abandonar el barrio de los zapateros, cargar un carro plano con todas las pertenencias y ponerse a caminar hasta un lugar fuera de la ciudadela, allí, apretujados junto a mucha otra gente de la propia ciudad, que habían sufrido desgracias parecidas, la muerte súbita del padre o la madre, gente llegada de afuera que venían a buscar trabajo.
Después de comprar lo indispensable para que pasaran dos o tres días sin problemas de alimentación, se fue con unos cuantos más, a buscar trabajo a los muelles que llegaban entonces a los muelles de Sagunto. Dos días enteros de caminata les llevaría esta labor, los muelles y los grandes mercados de abastos de entonces, fueron las primeras oficinas de paro que hubo en la historia. También entonces, existían ya los tasadores de cuerpos, los ponían en fila y les daban nalgadas, bofetadas y duros golpes en las espaldas, con el fin de asegurarse que no iban a desfallecer a mitad de trabajo.
Tomás tuvo que esperar al tercer día para que lo contrataran, buscaban a veinte hombres para descargar en seis horas, tres mil kilos de algodón, embalado en fardos de setenta kilos. Cuando se terminó el trabajo, se dieron cuenta que entre el muelle y el casco del barco, había un hombre muerto flotando boca abajo, por la pasarela del barco, parcheada una y otra vez, trozos de madera con astillas y puntas, sobresalían del lugar de paso de los improvisados trabajadores, unos con más experiencia que otros. Sentados, se pusieron a echar unos tragos de vino y unos bocados de pan de centeno, Tomás se apercibió que uno de ellos tenía heridas en los pies a pesar de llevar zapatos; él cadáver que flotaba en el agua sin embargo, iba descalzo y no se apreciaban heridas en sus pies.
Aparte de estar muerto no tenía ningún golpe, ni se apreciaba nada extraño en él. Cuando se le sacó del agua, se presentaron los alguaciles, alguien le había cortado el cuello, cargaron el cuerpo en un carro y se lo llevaron, aunque antes pidieron detalle, de donde vivían todos y cada uno de los que se ocuparon de descargar el barco, a sí mismo lo hicieron con la tripulación. Tomás se planteó hacer un viaje relámpago para ver a su familia, pero no se podía permitir gastar más suelas ni tampoco emplear fuerzas para ese menester. Tenía otras obligaciones más importantes que atender, ganar dinero consiguiendo un trabajo fijo, seguro, que le ofreciera la seguridad que tenía antes con su oficio, haciendo zapatos y reparándolos.
Ya ves… aquí estamos, en la cola del paro, esperando ver salir el sol por el Este que es el punto cardinal por el que habitualmente sale para mí, siempre apoyado en el mismo árbol, con un número en la mano, y la carpeta de plástico con ni sé ya cuántos currículums vitae dentro, por si acaso saliese un trabajo apropiado, para un viejo de cuarenta y cinco años.


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