VIEJO Y TONTO.
Dicen que cuando uno envejece,
por motivo de los años andados, se va haciendo sabio. Sería lógico pensar que
esto es lo normal, que la experiencia, lo hace a uno más cauteloso, más
dispuesto al consejo, a darlo claro está. La vida es como estrenar unos zapatos
únicos, con los que debes andar hasta que se termina el camino, pero
entretanto, te encuentras con toda clase de terrenos, y los debes manchar y limpiar,
volver al monte con ellos, cruzar ríos, subir montañas, correr en ocasiones.
Todo esto, con los mismos
zapatos. Pues bien, en mi caso, se conoce que me los quité cuando me dieron los míos. Sería
porque quería conservarlos de una pieza, para cuando me hicieran más falta. Los
llevaba colgados al cuello, con los cordones atados, ¡qué alegría sentir la
tierra bajo mis pies…!, al principio fue fácil, pisaba sobre la hierba fresca
de una pradera, con el tiempo mis pies se acostumbraron, incluso alguna que
otra vez, me salía del prado, para cruzar hacia otro lugar sin problema alguno.
Los cordones de los zapatos,
dejaban su señal en el cuello, los llevaba con comodidad, como si fueran
cencerros de cabestros. Está claro que pasados algunos años, se convirtieron en
un elemento decorativo de mi persona. La gente que me veía por la calle, sufriendo
por el sol del verano sobre el asfalto, dando saltitos para evitar quemarme, me
tomaba por loco. No les faltaba razón, todos tenían zapatos, menos yo. En
ocasiones suplicaba que alguien me ayudara, me miraban con sorpresa, se
apartaban de mí y levantando el brazo, hacían el gesto apuntando con el dedo a
las sienes, y moviéndolo, me señalaban de loco.
Os juro, que jamás comprendí esta
actitud tan poco misericordiosa. Es increíble que no vieran que no tenía
zapatos, que pasaran de mí, que nadie tuviera el detalle de ofrecerme una
solución, aunque fueran unos zapatos viejos, los habría apreciado mucho,
¡caminaba descalzo…!. Un día que estaba realmente deprimido por mi situación,
un muchacho jovencito se acercó a mí, me encontró sentado entre dos coches, en
el bordillo de la acera, naturalmente estaba desesperado y lloraba. “Señor, ¿le puedo ayudar en algo?”. Me
sorprendió su presencia y la pregunta que me hizo. “No es cosa tuya chaval, déjame que no estoy
de humor”. Se daría cuenta de que estaba descalzo, los calcetines comidos hasta
los tobillos, vaya, hecho un desastre.
“¿Cómo es que va usted sin
zapatos teniendo unos colgados al cuello?, ¿se ha dado cuenta de la herida que
le han producido los cordones?, le van a cortar la columna vertebral, los lleva
hundidos en la carne”.
Ya veis, un niño
me tuvo que alertar de que era un viejo tonto. He recorrido la vida, descalzo,
sin ponerme los zapatos, más que de lo imprescindible para seguir vivo, comer y
beber, subsistir, sin atender a lo más importante y necesario, para seguir
siendo una persona digna. ¿Qué es lo que he hecho con mi vida?, después de todo
nada, o casi nada, ver salir el sol todos estos años, sin darle importancia
alguna, viendo llover sobre los campos, sin ser capaz de pensar, en los
beneficios de la lluvia, criar hijos sin más, sin ningún propósito definido,
sin ni siquiera querer que pasara.
Viejo estúpido,
necio, que hasta de vez en cuando, me ensalzaba a mi mismo delante de mis
compañeros de trabajo, porque yo era capataz, y ellos unos simples obreros.
¡Cuántos de ellos me hubieran podido enseñar a andar por la vida con la cara
alta!. Desde que nacieron, se pusieron los zapatos que se les dieron, yo no,
creía que era mejor guardarlos, para mejor ocasión. Así me ha encontrado ese
niño que va calzado, descalzo y sentado en un bordillo, sin saber siquiera el
mal que durante todos estos años me he procurado.
-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario