AMIGOS… AQUÍ ESTOY DE NUEVO.
“Valla valla, mira por donde, semanas sin saber de vosotros y por fin os veo”. Ese es Perucho, un pretendido amigo de Méndez, Botero y Gálvez.
Cuando lo ven le huyen, Perucho es un hombre pasional y entregado, en cualquier situación que se meten, sea esta la que sea, sale en su apoyo sin reparar en las consecuencias. Dos cuartas más les lleva de altura, parece que esto los ensombrece un poco ante él, la verdad es que no encuentra camisas lo suficientemente largas para que tapen su ombligo. Sin embargo, para compensarlo, Perucho les ha sacado de mil apuros gracias a sus medidas casi colosales.
Siempre torpe, cuando no tropieza con un bordillo, se da contra los dinteles de las puertas con la cabeza, tiene los ojos bien posicionados, pero no es demasiado consciente de la altura que tiene. Botero lo ha visto en más de una ocasión, pero siendo como es un mujeriego de cuidado, lo ha evitado, a menudo cuando va en compañía de sirvientas y alguna que otra doncella, se cubre con el sombrero, e incluso se pone de lado con tal de no pararse a saludar a Perucho, no sea que las espante. “¿Cómo me voy a parar cuando voy acompañado, os imagináis haciéndole un besamanos a una mujer con esas manazas que tiene?”, Méndez y Gálvez le dan la razón “Claro hombre, tienes razón, nosotros haríamos lo mismo, vaya que sí”.
Pero no es cierto, le dan la razón solo, porque les pasa a mujeres con las que él no puede salir, tal es su encanto. O sea que es una amistad interesada, además siempre paga los vinos que toman en las tabernas, y hasta en una ocasión en la que lo acompañaron a Cuenca, se hizo cargo de todos los gastos durante cuatro días. Al volver, se encontraron en el mercado, Perucho no es hombre que pase desapercibido, querían esquivarlo, pero para ello, tenían que saltar por encima de una parada de melones que estaban en el suelo, así que lo dejaron correr y se santiguaron “Que sea lo que dios quiera dijeron los tres…”, un abrazo con un solo brazo de Perucho era como si te crujieran los huesos, pero lo superaron, el reía de gozo, por encontrarlos, pero su risa era tal, que se volvían todas las cabezas a lo largo y ancho del mercado.
En un abrir y cerrar de ojos, un hombre salió de entre la muchedumbre y tiró con fuerza de paquete que llevaba Gálvez, salió corriendo cual alma que lleva el diablo. Todos se asustaron, menos Perucho que con cuatro zancadas, alcanzó al malhechor rompiéndole la cara contra el suelo. Volvió con el paquete en alto “Toma Gálvez tú paquete, ahí lo tienes”. Gálvez no pudo darle las gracias, con la vista vuelta hacia donde salió corriendo el ladrón, se veían diez o quince personas desparramadas por el suelo, alguna con huesos rotos. Parecía que hubiera pasado un carro a todo tiro, por el centro del mercado.
Se dieron la vuelta los tres y marcharon del lugar, mientras, Perucho con sus dientes ennegrecidos les decía adiós, y los emplazaba por la noche en la taberna de El Sol. En una España donde el trabajo no abundaba, a Perucho lo venían a buscar a su casa para darle trabajo a las órdenes del rey. Un primo suyo, hablaba de su valentía y su dedicación a las causas que defendía con pasión, la justicia y la patria. Aunque para aquel entonces, ninguna de las dos causas tenían demasiado peso, dados los acuerdos de estado con otras potencias que deseaban tener el control de las primeras.
Acuerdos franco españoles, pesaban mucho en el desarrollo de los acontecimientos futuros, esponsales recapacitados que hacían a los unos y los otros fuertes de manera alternativa.
Pero Perucho prefería dedicarse a limpiar establos, cosa que le era fácil, tenía el establo al lado de casa, era un buen herrador también, y aunque le pagaban poco, podía atender a su hermana inválida. No podía mover las piernas a causa de una caída cuando era pequeña, jugando en el campo, se empecinó en subirse adonde Perucho, a lo alto del árbol para coger higos, la rama no resistió el peso de los dos y cayeron, Perucho con raspaduras en los brazos y piernas y un tremendo chichón en la frente. Pero su hermana Herminia cayó de espaldas, se rompió la columna y las piernas se le quedaron inmóviles, inmóviles para siempre, entre gritos de dolor y el susto que tuvo, la pobre se quedó como muerta mientras Perucho le daba pequeñas bofetadas con el fin de que despertara.
Todo un tremendo drama que terminó cuando con una carreta, la llevaron a su casa. La madre no podía creerlo, cayó de rodillas ante la pequeña capilla que tenían en casa, con una figura de barro de la virgen de los desamparados. Se pasó semanas enteras rezando, mientras, Perucho se condenaba a sí mismo por haber subido a la higuera, de no haberlo hecho, su hermana estaría ahora caminando.
Desde entonces su carácter cambió, dormía sobre un saco a los pies de la cama de su hermana, vivía los sueños que ella tenía, a menudo eran pesadillas que ni siquiera él podía evitar, ¡cuánto hubiera deseado ser él que las sufriera, en lugar de su hermana Herminia!. Pero por lo menos podía estar a su lado cuando esto sucedía, ya era algo. A los diez años, con escasos medios de vida en la casa, comenzaron a haber goteras y se propuso ponerse a trabajar de ganapanes, de modo que ayudaba a un hombre, del que se apartaba todo el mundo, porque se dedicaba a recoger las mierdas de las casas. Hasta con la mierda había negocio entonces, cuando se llenara la cuba de madera tirada por un burro que tenía tres patas en el otro barrio, se la llevaban a vender a los campos como adobo para las verduras y hortalizas.
Así ahorró unos reales, para poder comprar tejas nuevas, con las que reparar la techumbre de la casa, jamás le tuvo miedo al trabajo fuera el que fuera este, hasta que encontró trabajo en la cuadra detrás de la casa.
¿Cómo no iban a despreciarlo o menospreciarlo aquellos tres estudiantes pillabanes, que llevaban sus monturas allí para ser guardadas, alimentadas y reparadas? Perucho no significaba nada para ellos, aunque para él, aquellos ilustrados estudiantes fueran su referencia. Con el paso del tiempo, le pasaron algunos libros de estudio, que guardaba celosamente envueltos en un buen vellón de oveja. No solo los guardaba, aprendió a leer con ellos con ayuda de su hermana, los libros y una losa de pizarra con un rayón de carboncillo, fueron excelentes elementos válidos para aprender a plasmar con muy buena letra lo que iba aprendiendo.
Cuando tenía catorce años, su madre enfermó de tisis, murió sola en su habitación después de pasar dos meses en cama. El médico que la visitaba, les dijo a los dos críos que debían sacar de casa las cosas que le pertenecieran a la madre, el contagio podría también acabar con sus vidas.
Desde entonces Perucho redobló sus esfuerzos para ser el líder de aquel pequeño rebaño que se circunscribía a Herminia y a él mismo. Era consciente, de que se tenían que apañar para crecer ante aquella desgracia.
¡Como se consolidan los caracteres ante los problemas!. Poco después de estos acontecimientos, su vida dio un giro total, la de Herminia no, para ella todo seguía igual que antes, su vida era una rutina casi cómoda, todo lo hacía su hermano, ir de compras, limpiar, cocinar, y sobre todo cuidar de ella. En más de una ocasión se dejaba ver por la casa durante el día, vestido con su ropa de trabajo, oliendo a humo y a hierros, para preguntarle si le hacía falta algo, ir al retrete o cualquier otra cosa.
No era consciente todavía, de que durante las horas de espera sola en casa, ella se espabilaba para bajarse de la silla un tanto especial que le construyó, e ir a rastras a solucionar sola, algunas de las urgencias que pudiera tener.
Botero le dijo un día, que podría presentarle a su hermana Herminia, ¡era tan hermosa!, de vez en cuando se la veía asomada al ventanuco de la casa, mirando como el resto de la población, andaba de acá para allá, sonreía al paso de las lavanderas que esperaban ser requeridas para esas labores, y a los soldados como las miraban, y les decían cosas, mientras ellas pasaban con los cestos de ropa sobre la cabeza camino del lavadero.
“Escucha bien Botero, mi hermana no es una furcia de esas con las que tú te haces, que te quede bien entendido, ¡será que no hay mujeres por ahí para satisfacer tus deseos!, no hagas que me enfade amigo, será mejor para todos que no me veas así”. “Bueno hombre de dios, tómalo como un cumplido, te digo eso, porque cuando paso por debajo de vuestra ventana sonríe, debe ser una buena muchacha”. “Pues bien, ya sabes hasta donde puedes llegar, no pases de esa línea, si no quieres que se acaben tus estudios de golpe”.
Méndez y Gálvez siempre le reían las gracias, pero en momentos así bajaban la cabeza y hundían un poco más sus sombreros emplumados sobre la cabeza. A los dieciséis años, Perucho ya medía poco más de un palmo que ellos, pero él no era consciente de las medidas que tenía, sería porque no tenía espejos en casa donde poder mirarse. Eso sí, se diferenciaba de ellos en sus dientes, parecían la boca de un lobo, con unos caninos extremadamente salidos, y el resto ennegrecidos por la mala alimentación que hasta entonces llevaba.
Pero cuando salía de casa un poco arreglado, se acercaba a la taberna El Sol, siempre encontraba allí a conocidos y más de una vez a los tres amigos referidos antes, quienes cuando llevaban más de cuatro vinos en la barriga armaban más ruido que una tropa entera del rey.
“Amigos… aquí estoy de nuevo, ¿qué vais a hacer hoy?, tengo un par de horas libres y me gustaría compartir ese tiempo con vosotros, además estoy contento, ya no limpio las cuadras, ahora soy herrador, y me encargo de casi todos los trabajos que llegan al establecimiento. ¿Sabéis…? me han subido el sueldo, y el señor Amador me ha encomiado por el trabajo que hago en su casa, de forma que la próxima ronda de vinos la pago yo”. Su boca se entreabrió sonriente y a los tres amigos les dio un giro el cogote, no querían ver aquel pozo negro que era la boca de Perucho.
“Pues mira, hoy nos puedes acompañar, vamos a una pequeña fiesta a casa de los judíos que viven en la hacienda junto al rio ¿nos acompañas?”. “Sin duda alguna, vamos, oye, es que yo no voy vestido para la ocasión, si acaso subo a casa y me cambio, así de paso advierto a mi hermana que llegaré más tarde”. “No hace falta hombre, si va a ser entrar y salir, tú te quedas al lado de una puerta que hay junto a la casa, esa da a las cocinas, nosotros te avisaremos de cuando puedes entrar”. “Pues siendo así vamos, os sigo”.
Perucho no supo muy bien lo que pasó, hasta después de todo el revuelo. El caso es, que al poco de llegar a la casa de los judíos, se empezaron a oír voces, la gente comenzó a salir por todas las puertas habidas y por haber, a Perucho lo encontraron apoyado en la pared de las cocinas, esperaba el aviso para poder entrar.
“Ahí esta prendedlo, vamos que no se os escape ese bribón”. Perucho a pesar de sus dimensiones o ofreció resistencia, le llegó todo tan de sorpresa que apenas se escapó palabra alguna de su boca solo “Oídme brutos, os estáis equivocando…” Era la primera vez que alguien lo levantaba del suelo, eran seis o siete, y luego en un santiamén, ataron a un pilar de la casa, viéndose así se asustó, en sus ojos se reflejaba su angustia. “Llamad al alguacil y que venga por él, que diga dónde está mi Raquel…” “¿Qué decís os habéis vuelto locos?, yo no sé nada de vuestra Raquel”.
Llegado a la casa el alguacil con tres policías más, lo montaron sobre una mula y se lo llevaron al pueblo, el alguacil lo conocía bien, no podía imaginar que hubiera formado parte en un complot para raptar a Raquel, pero por el momento, todo lo señalaba como un medio necesario para hacerlo. Se enteró en prisión de que su hermana estaba bien, una vecina se había cuidado de cocinarle unas alubias con cerdo, por supuesto que las alubias y el cerdo los tuvo que coger de casa, en la alacena estaba todo ordenado, aunque se quejó de que estando tuerta le resultaba un sacrificio el hacerlo, se las tuvo que preparar mientras el marido estaba en el trabajo, recogiendo piedras por el campo para construir casas nuevas.
Al otro día, Amador se presentó en comisaría para prestarse como garante del muchacho, eso y quince reales, fueron suficientes para el alguacil, para dejarlo salir. “¿En qué lío te has metido Perucho?”, dijo meneando la cabeza Amador.
Raquel apareció al día siguiente habiendo sido violada por los tres amigos que iban embozados. Aquel fue un día de luto para la familia judía, todos los vecinos de su misma comunidad, fueron a darle las condolencias. Pero la madre enfermó tan pronto supo lo ocurrido, de hecho, no le pusieron interés en encontrar al culpable o los culpables. Al fin y al cabo, a pesar de ser ciudadanos respetados, eran judíos, eso los convertía en personas, que no eran del todo ciudadanos dignos, de que se les aplicaran los mismos derechos que a los demás.
Pasó poco tiempo antes de que Razzi -la madre de Raquel muriera-, a lo ya acontecido, se añadió el duelo de tener que enterrar a la madre en el cementerio judío de la ciudad. No fue poco todo lo que pasó esa familia en tan poco tiempo, no era justo, aunque aquí la justicia propiamente dicha tiene poco que decir.
Perucho, en su interior, sabía casi con exactitud qué era lo que había pasado, quizás fuera torpe, probablemente algo bestia, pero no imbécil. Poco tardó en poner en claro los asuntos con sus “amigos” una vez hubo salido del embrollo, y aunque ellos lo negaron todo, él les advirtió de que fueran a hablar con el alguacil antes de que lo hiciera él.
“Pero… chico, ¿tú sabes lo que esto implicaría?, además tú has sido parte activa de este lance, vas a quedar como un ser despreciable delante de esta ciudad. ¿A quién crees que van a hacer caso, a personas como nosotros o a ti que eres un don nadie?” –el que hizo este apunte fue Gálvez-. Pero Perucho percibió cierto grado de nerviosismo en su forma de hablar, síntoma seguro de que entre ellos habían preparado algún tipo de estratagema, aunque también se notaba, que no todos ellos tenían el mismo temple, para afrontar situaciones difíciles.
“Bien pues está claro entonces que tendré que ser yo el que ponga punto final a esta historia…”. Salió de la taberna decidido a todo, los tres salieron tras él a toda prisa, Botero le dijo entonces… “Perucho espera hombre, vamos a ver como solucionamos esto”. A la vuelta de la esquina del bar pararon a Perucho, ese callejón estaba como casi siempre lleno de vómito de los clientes de la taberna que se excedían en echarse vinos al coleto. No pudo imaginar lo que sus amigos iban a hacer con él, cual si fuera Julio Cesar en el senado romano, sacaron sin piedad sus dagas y comenzaron a apuñalarlo.
El que más veces lo hizo fue Botero, Perucho cayó como un saco en el suelo en medio de convulsiones y lamentos sordos, solo salieron de su boca unas palabras “Os ajusticiarán por esto amigos”. Se quedó allí temblando, solo pensó en su hermana en este momento, ¿qué iba a hacer ella sola?. No supo el tiempo que pasó allí, pero cuando despertó, estaba en casa del médico, tendido sobre una cama dura, notando los pinchazos de agujas que al parecer lo estaban remendando.
Al cabo de unos días, ya estaba en casa, parecía un muñeco de los que se hacían de trapo, lleno de cicatrices pero vivo. “Ha sido un milagro que sobrevivieras a este descalabro Perucho, ¿quién te hizo esto?”. “No lo sé señor licenciado, me hubiera gustado verles la cara, pero eran máscaras lo que llevaban puesto”. También Amador el dueño de las cuadras venía de continuo a verlos, les traía huevos, aceite y pan casi a diario, y eso sin ser amigos, hasta que pudo de nuevo empezar a herrar caballos, pasaron cuatro semanas, después se incorporó al trabajo como si tal cosa. Su hermana estuvo sufriendo mucho, no por como quedaría ella sin ayuda ni consuelo, sino más bien, en si saldría de esta su hermano, que era toda su vida.
Los tres amigos, Méndez, Botero y Gálvez continuaron con sus costumbres habituales. Una noche de invierno apareció por la puerta de la taberna Perucho, los tres se pusieron a temblar, se dirigió a ellos como de costumbre “Amigos… aquí estoy de nuevo”.
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