martes, 3 de julio de 2012

RICARDO EL DESCUBRIDOR.


                        RICARDO EL DESCUBRIDOR.


Sale de buena mañana camino para la escuela, hace un día soleado aunque frio, su madre ya en la cocina prepara el pan para dos días, su padre está en la montaña con Guerrín el mulo que usa para diferentes labores, este día está cortando leña para calentar el hogar.
Ricardo que siempre sale temprano con el tirachinas colgado del bolsillo de su pantalón, respira hondo cuando sale de su casa al amplio campo, saluda y se entretiene un instante con los animales de corral, los saluda y baja por el camino que lo llevará al sendero ancho.
Llega el tiempo de que los salmones remonten el rio, él ¡ha pescado tantos…!, hasta con las manos le enseñó su padre a pescarlos desde que era un chaval, cuatro palmos levantaba del suelo cuando pescó el primero, su padre lo felicitó por ello, lo cocinó su madre esa misma noche.
Los osos estaban entonces a medio kilómetro de ellos, no querían arriesgarse a enfrentarse con Ricardo, o eso pensaba él.
Ahora con diez años cumplidos, se sentía el dueño de aquel trozo de valle cruzado por el rio. Este año baja bravo, pero Ricardo quiere crecer más aprisa de lo que le corresponde, camino del colegio, revisa desde el prado hasta el rio cada rincón con su vista de águila sin alas, es como un señor feudal.
Tras unas matas altas que crecen a tocar del rio tiene su Excalibur, un palo que usa a manera de apoyo y espada a la vez. Sus pies mal calzados, son los pies de Atila el rey de los Unos, ¿Quién se atrevería con él?. Saca pecho bien armado, camina junto a la ribera, el agua salpica sus piernas, todavía va con pantalón corto, pero a él eso no le importa, es el paladín de un pequeño reino donde está afincado, con su castillo y todo, es su casa.
De pronto, un mal paso y cae al rio, ¡qué fuerza trae el condenado!, lo arrastra como si fuera una brizna de paja, venga a dar vueltas dentro del tremendo caudal, esas rápidas corrientes que lo llevan rio abajo al paso entre las rocas lo  engullen, vuelve a salir, respira y antes de pensar lo vuelven a llevar abajo, venga a dar tumbos, encima ha perdido su espada, los zapatos, se muere de frio.
¡Vaya minutos horrorosos estos!, de pronto, cuando cree estar agarrado a una roca, se ve impotente para salir de aquel envite mortal, se congela en las aguas puras, sin saber cómo ni de donde de entre los matorrales de la ribera, sale un brazo con una poderosa mano, la agarra y esta lo saca del rio cual si fuera una pluma.
Ricardo está colapsado, vivo pero temblando como una hoja, la mano acompañada de una voz le dice: “Venga chico, espera aquí un poco y luego vuelve a casa”.
Ricardo se recompone entre los álamos del rio, apoya su espalda contra un árbol y piensa entonces cómo ha podido cometer ese error. Él que es el dueño de todo aquello, que es su señor, “¿Qué error he podido cometer para que me suceda esto?”. Con el alma más tranquila, sale de la alameda y se tumba al sol sobre la hierba, ha perdido los libros y cuadernos que llevaba atados con una cinta de piel, ha perdido la Excalibur, esta sí que es insustituible, hasta los zapatos, ¡vaya un señor feudal, vaya un caballero!.
Ha pasado una hora y poco más, se levanta un poco derrotado pero vivo, casi arrastrando los pies por el camino ve desde lejos su castillo, se acerca a él con naturalidad, vuelve a sacar pecho, sube los tres escalones de madera agarrado a la baranda que su padre hizo en su día, una hermosa baranda trabajada con un buril, se diría que tiene vida propia, tuerce hacia la derecha atraído por el olor que sale de la cocina. Su madre aparte del pan, hace unas pequeñas pastas al horno que son inigualables, se acerca desde fuera a la ventana de la cocina, allí están las dos hogazas de pan y las pastas en una fuente, no puede resistir la tentación y coge un par de ellas.
Sin decir nada, entra en su habitación por la ventana, lo tiene fácil, un pié sobre una de las dos mecedoras del porche y ya está dentro. Ricardo se cambia de ropa, aun descalzo sobre el piso de madera, sale al salón, se sienta sobre una silla al lado del fuego del hogar.
Su madre que oye ruidos sale de la cocina limpiándose las manos en el delantal de faenar, “A eres tú Ricardo, no te he oído entrar”. Él estornuda un par de veces, a renglón seguido entra su padre, se le  ve extremadamente cansado, se escancia un vaso de vino se sienta junto a su hijo y le pregunta: ¿Qué hay Ricardo, que has descubierto hoy hijo?.


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