MENDIGOS.
Me hace sonreír cuando oigo cerca de mí a alguien que señala a un mendigo. Me digo a mí mismo que esto es absurdo, todos somos mendigos.
Al margen de los pedigüeños que puedan ponerse en las puertas de mercados o comercios de todo tipo, existen muchas clases de mendigos. No estoy refiriéndome a categorías, solo que, de una forma u otra, todos en la vida mendigamos cosas.
Conozco a un mendigo que es la persona más feliz del mundo. Va de estación en estación del metro de Barcelona, tocando su saxofón, en ocasiones, vuelve a casa con diez o doce euros. “Lo suficiente para comer hoy mi familia y yo”. Deberíais conocerlos, viven sencillamente en un piso de renta antigua, su esposa Liana –de origen francés-, perdió el trabajo por motivo de un accidente de coche que la dejó coja. Buscaron la forma de despedirla por el mero hecho de ser coja.
La empresa, apeló a su bondad, mendigaron su perdón, con el apoyo de una sustanciosa cantidad de dinero a manera de liquidación. Dejó correr el asunto y se fue al paro después de eso, pero la liquidación se firmó a manera de letras que se le pagarían en un plazo de seis meses. Salvo el mes corriente, no percibió otro dinero, las letras no se pagaron y tenían que ir al protesto, su marido Benito, recién incorporado a la lista del paro porque la cantera donde trabajaba dejó de explotar la montaña, se quedó sin trabajo también.
Visitaron a un abogado laboralista, este les indicó, que protestar las letras les saldría caro. Ya se sabe que los abogados mendigan el dinero de los clientes, con el fin de hacer algo a cambio por ellos. Desistieron, con muy pocos ingresos, fueron tirando adelante, hasta que el paro se terminó.
Curiosamente, durante esa época llamémosle de vacas flacas, la familia siguió más unida que nunca, Benito no encontraba trabajo, Liana tampoco, ni para hacer limpiezas la querían, era una lisiada.
Esa fue la razón, de que Benito desempolvara el viejo saxo que tenía en el altillo del armario. Y ese saxo les ayudaba a vivir honradamente el día a día. Un día de frio y lluvia excepcionales se le ocurrió meterse en el metro, en la Plaza Cataluña, una estación de enlace por la que pasan diariamente miles de personas. Cuando era más joven, tocaba en una pequeña orquesta que visitaba fiestas mayores contratadas por los ayuntamientos, para entonces Liana era la vocalista del grupo.
Entre ellos surgió el amor, al año siguiente se casaron con el beneplácito de la familia de él. La familia de Liana no quiso asistir a la boda, no consideraban que Benito fuera el hombre adecuado para ella, salvo su hermano Francoise, nadie asistió. Él además vive al sureste de Francia, el viaje le llevó tres horas, aunque se alojó en un pequeño hotel cercano a la casa donde iba a vivir la nueva familia.
Cuando ese día se puso a tocar en el metro, la gente lo miraba con indiferencia, otros hasta aflojaron el paso, para poder escuchar la música especial que despedía por aire el saxo, se les antojaba, como pequeñas flores que salieran despidiendo todo su aroma, en medio de aquel olor un tanto especial de personas de toda clase, y el sabor que te deja en la boca ese regusto casi metálico de los trenes que pasan sin cesar.
En los momentos en los que dejaba de tocar, para rehabilitar sus labios, observaba a la gente, se dio cuenta entonces de cuántos de ellos eran mendigos. Gente malhumorada que pasaban a su lado, que manifestaban como si fueran libros abiertos, que iban o venían, de mendigar el amor negado de sus conyugues, o la atención de sus jefes o clientes. ¡Y lo trataban a él de mendigo…!.
Estaba deseando volver a su casa para abrazar a su esposa, a sentir su calor, oler el fuerte aroma de la lejía, que Liana utilizaba, con el fin de alejar la suciedad de su hogar. ¿Cómo sería la vida de todos los miles de mendigos, que ese día habían pasado por la estación de enlace de Plaza Cataluña?. Eso lo hacía sentirse bien, un hombre afortunado, si acaso, una persona más dentro de esta maraña de gentes que como él, eran simples mendigos.
Mendigos de muchas cosas, a menudo de cosas inexpresables, intangibles pero existentes. Hay muchas cosas importantísimas en el mundo, que deben saberse pedir a otros, la honradez, la paciencia, el respeto, la tolerancia, sin embargo sin afán ninguno de imponer nuevas normas en la vida, esas cualidades deben brillar en nosotros mismos, si no es así, difícilmente podremos hacer prosélitos de todas estas.
De modo que mendigar no es mal de por sí, lo que es malo, es juzgar a aquellos que lo hacen, porque entonces nos convertimos en objetivo de nuestro prójimo.
Es por esa razón que a Benito no le importaba lo que los demás dijeran de él, de aquellos que pasando por su lado lo miraban con desprecio, no con indiferencia. En la calle tantas horas, aprendes a diferenciar unas actitudes de otras.
A él no le importaba que su cuñado Francoise fuera homosexual, ni a Liana tampoco, pero él mismo sentía una especie de vergüenza ajena que hacía que su sexualidad fuera algo condenable, por eso, alguna vez cuando había venido con su pareja a visitarlos, lo presentaba como un amigo con el que compartía piso y trabajo. Cuando Benito, sin malicia ninguna le mencionó el asunto, se ofendió y le dijo que ¿con qué derecho le hacía este comentario?, calló y se refugió en su trabajo diario, cargó el saxo al hombro y se fue a buscar un lugar tranquilo, donde poder deleitar a la gente que pasaba con su música.
Un día soleado aunque frio, salió de casa a trabajar, sujetó la barbilla de Liana en la puerta de casa y le dijo… “Esta noche no prepares cena, tenemos reservada mesa en uno de los mejores restaurantes de la ciudad, te llevaré en coche para que no te canses”. Liana se quedó asombrada “Pero… ¿y esto?”. “Quiero agradecerte todo el cariño que me das de una forma especial”. Cuando llegó por la tarde noche, le preguntó si estaba dispuesta “Es que no sé que ponerme Benito –le dijo con su delicioso acento francés-.” “Ponte lo que tengas más a mano, todos en este lugar saben quién es Benito el saxofonista”.
Cuando llegaron con el taxi a la puerta del restaurante, el portero lo saludó afablemente llamándolo por su nombre. Al entrar, el metre ya tenía su mesa dispuesta con un letrero de reservado. Apartó la silla de Liana para que se acomodase y la acompañó en el momento de sentarse. No pocas personas de las presentes lo saludaron por su nombre entre sonrisas. Hasta el dueño del restaurante se presentó y le hizo saber que Benito le había dicho que conocía la cocina francesa “Bueno, algo sí, en mi casa de Francia, mi madre me enseñó a hacer platos que son deliciosos”. “Bien, pues que sepa usted que tiene trabajo asegurado en mi establecimiento”. Le besó la mano y se retiró.
“¿Qué significa esto Benito, es una encerrona?”. “No mi amor, esto es el fruto de la mendicidad, mi modo de pedir limosna –le hizo una señal con el dedo para que se acercase-, algo que la mayoría de los que están aquí, ignoran como debe hacerse”.
Liana sonrió mirando fijamente a su marido, no por el hecho de aquel acontecimiento especial, la cena, si no por el hecho de que un mendigo como Benito, se hubiera ganado el respeto de aquellos que creían que solo los mendigos como él, eran dignos de lástima.
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Tu mismo lo dices al inicio, todos somos mendigos y así es, lo que pasa es que muchos no se dan cuenta de donde estamos realmente. Necesitamos ser mas, mucho mas solidarios unos con otros. Estupendo relato como siempre.
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