EL CASTILLO DE DOÑA
EULALIA.
Parte 1ª
Es de sus antepasados, ella, doña
Eulalia viene de cuna de marqueses, de manera que el castillo que habita es
suyo, escriturado a su nombre.
Me gustaría que lo vierais, por
fuera no parece demasiado grande, pero cuando entras en el interior… te sientes
transportado a la edad media. Yo lo conocí por su hijo Conrado, un chaval
tímido al que su madre, llegada determinada edad, lo encomiaba a que saliera de
él, a que conociera un poco de mundo.
Fue por casualidad que nos
conocimos, y después de entablar conversación y desayunarnos una ensalada con
atún fresco, me invitó a su casa, tenía interés en que la conociera. El
castillo está en mitad de un pueblo catalán pequeño, tiene forma de cuña, se
sube una rampa de piedra ancha, allí aparqué el coche, después de pasar por una
gran reja que caía desde el techo en forma de guillotina, que en su tiempo se
cerraba para evitar el paso de enemigos, llegamos al portón de madera, abrió
con una gran llave que llevaba en una mochila, y entramos en el patio de armas.
Por un momento, noté que se me
pararía el corazón, ¡estaba en un castillo habitado!, ¿quién sabe lo que habría
sucedido allí dentro en otro tiempo?. Conrado me guiaba, yo absorto por todo lo
que veía a mi paso, contenía la respiración. Subimos unas cuantas escaleras de
piedra y pasamos a otra habitación, más que una habitación parecía una sala, no
me equivocaba, al fondo, todavía se conservaba un trono de madera entoldado,
dos amplias escaleras en forma de media luna daban acceso a él.
No podía creer lo que estaba
viendo, entonces, una voz que no sabía bien de donde venía preguntó “¿Eres tú
Conrado?”. Era una voz grave, autoritaria. Él contestó que sí que era él,
¿quién más podía ser si vivían solos?. Por una puerta lateral que permanecía
abierta, salió doña Eulalia, no vestía de manera moderna, llevaba un vestido
negro abotonado que marcaba su figura y le llegaba a los pies. Se acercó de
forma, que parecía que flotara sobre el suelo, era demencial, Conrado me presentó
“Este chico se llama Pedro, hemos desayunado juntos y le he invitado a que
conozca nuestra casa”. La mujer, de una edad indeterminada me miró sin
pestañear y me alargó la mano derecha con la palma hacia abajo, lucía un gran
anillo de esmeralda.
No le deseo a nadie encontrarse
en esta situación, ¿qué haces en una circunstancia como esa?, yo, la verdad,
improvisé y le besé la mano, cogiéndosela con cuidado. Este gesto feudal,
despertó en la señora todo su interés, y sonrió. Me habría gustado a mí mismo
retratado en aquella circunstancia en particular, seguro que me habría quedado
asombrado.
Me invitó a pasar a la cocina, a
la que accedimos los tres mediante una escalera de caracol, también de piedra,
al entrar en aquella cocina no pude evitar un escalofrío, era inmensa, y toda
una parte de la pared era piedra viva, desgastada por los siglos eso sí, porque
en la puerta del pequeño castillo, se leía en números romanos, que había sido
construido en el año de gracia del señor 1680 –MDCI.XXX-. Seguro que había
sufrido algunas reformas, eso se evidenciaba, pero pensar que se había hecho
doscientos años después de que Cristóbal Colón partiera a las Américas, era de
por sí excitante.
Una chimenea, ocupaba casi todo
el paño de pared de uno de sus lados, en el centro, una mesa de cerámica servía
para el despiece y preparación de las carnes, y en la otra parte de la cocina,
un gran abrevadero recogía agua sin parar que venía de algún lugar para mí
desconocido. Por dios que me hubiera gustado poderme vestir de caballero
durante aquella visita, o de cocinero, de cualquier cosa, con tal de poder
vivir más intensamente aquellos momentos. Todavía se conservaban los útiles de
trabajo de aquella gente, hachas, cuchillos de todo tipo, sierras, ganchos
donde colgar a los ciervos y cerdos, jabalíes o los animales que quiera que
sea, que vivieran en la zona por aquel tiempo.
Doña Eulalia de pie, preparó café
en una cafetera antiquísima de manga, cuando estuvo preparado me ofreció una
taza, nos sentamos en la gran mesa cortada de una sola pieza de algún árbol que
seguro ya no existía por esos lares, ella se sentó en una silla tallada a mano
con asiento y respaldo de piel negra, en la cabecera de la mesa, dos largos
bancos, absolutamente rústicos, estaban anclados al suelo de la cocina. Casi no
intercambiamos palabras, solo quiso saber mi nombre y cuál era la ciudad o pueblo del que procedía, una vez aclarado
esto, se limitó con la espalda completamente levantada y la cabeza muy alta, a
ir bebiendo el café que acababa de preparar.
En ello estábamos los tres,
cuándo alguien llamó al picaporte de la entrada, una gran cabeza de carnero con
cara de enfado, que previamente había visto, al meter Conrado la llave en la
puerta para entrar a la casa castillo. Era un chico joven, que traía viandas al
castillo y que casi reverencialmente saludó a doña Eulalia. Lo cierto, es que
todo el tiempo que permanecí en el castillo, estuve un poco asustado, no sé
explicarlo de otro modo, me di cuenta de ello, después de salir de nuevo a la
calle, y dejar de respirar aquel aire casi místico, que envolvía la fortaleza.
Las armaduras que había por los
diferentes pasillos, las antorchas que permanecían diseminadas por las
diferentes estancias del lugar, las mismas paredes y suelos cargados de
historia, podrían ser la razón de aquel ambiente que se apoderó de mí mientras
estuve allí.
El escudo de armas de la puerta
del castillo, reflejaba que tenían que haber sido gente muy influyente en la
zona, y por qué no, en Cataluña. La parte superior de una armadura, o sea la
cabeza, con un escudo delante a manera de protección, con seis barrotes
verticales ante él, y plumas de ave adornando el conjunto, es lo que se veía
sobre la puerta. Un escudo, sin duda alguna, precioso.
De pronto, miré mi reloj, ya
hacía tarde a una cita que tenía en Igualada, de los años de los que os hablo,
no existía telefonía móvil, de manera que no tenía manera de avisar a Dalia que
llegaría un poco más tarde. ¡Tenía tanto que ver todavía del castillo…!, me
despedí de Conrado con un apretón de manos y quedamos en vernos la semana
próxima, desayunaríamos juntos de nuevo. Doña Eulalia me miraba en la
distancia, me acerqué a ella y solo me atreví a decirle que tenía una casa
preciosa, ¡menuda insensatez!, no me extendió la mano, solo hizo un leve
movimiento con la cabeza, me sentí estúpido ante tanta dignidad, es lo que
entendí, esperaba que en sucesivas visitas, supiera cómo comportarme. Cuando me
dirigía a la puerta acompañado por Conrado, eché la vista atrás, doñas Eulalia
había desaparecido, como si de un fantasma se tratara.
Ya en la calle, respirando
profundamente, antes de subir a mi coche, alcé la vista hacia el torreón
central del castillo, tras una ventana ojival sostenida por una pequeña columna
de piedra, vi a doña Eulalia, bajé la vista de inmediato. Me fui del castillo
con mal sabor de boca, ¡me habría gustado tanto conocer más a fondo el
castillo!. Conrado me apuntó con simpatía… La próxima vez que vengas te
enseñaré las mazmorras. ¡Madre mía, las mazmorras…!, comenzaba a contar las horas para que llegara
el domingo.
De regreso a casa en Barcelona,
me puse a buscar el apellido Guitard, no llegaban al centenar de personas en toda España, las que llevaban
el apellido Guitard. La próxima vez, os cuento como me fue la segunda visita al
castillo de doña Eulalia.
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