miércoles, 12 de junio de 2013


                          ONESÍFORO, EL BUEN VECINO.


Extraño este hombre de sesenta años, un tanto arisco y lleno de penas. Por lo menos eso es lo que evidencia, casi siempre cabizbajo, andando con las manos cruzadas a la espalda, un poco temido en el pueblo por precisamente eso, por andar siempre de ese modo.
Unos dicen, que les da la sensación de cruzarse con un espectro, otros no opinan nada, dicen que probablemente esa actitud se debe a la pérdida de su esposa.
Sea como fuere, Onesíforo es un tipo aparte, perpetuamente vestido con sus pantalones de pana, verano e invierno, y una chaqueta americana de ves a saber tú cuando, camina entre la gente, no mucha, porque el pueblo es relativamente pequeño, con una bolsa de lona marrón colgando de su hombro, siempre parece llevar cosas dentro, abulta.
Algunas madres, que quieren que los niños les obedezcan de inmediato, les dicen a sus hijos…, “mira, que viene el hombre del saco”, los niños se agarran a los faldones de su madre y obedecen, no quieren que el hombre del saco se los lleve. Pero Onesíforo no es el hombre del saco, es un hombre tranquilo del que se desconocen sus actividades, solo se sabe, que vive en una granja abandonada, que es de él.
Unos cuantos viejos del pueblo, todavía recuerdan los años de gloria de la granja Mariola, rebosante de vida  por los cuatro costados, con aves, patos y ocas, hasta caballos había tenido, aparte de las vacas y cabras, con los que hacían exquisitos productos de primera calidad. Los niños después de colegio, se acercaban a la granja, ayudaban a recoger huevos, Mariola siempre les daba  algunos para que se los llevaran a casa. Una granja feliz gracias en parte, a los niños, que animaban todo el complejo con su presencia y sus risas.
Pero nada es para siempre, Mariola enfermó y después de un par de años, murió entre dolores indescriptibles. Onesíforo se abandonó durante mucho tiempo, después de la muerte de su esposa. Dejó de alimentarse unos cuantos meses de forma debida, y  aunque no cayó enfermo, cuando volvió a reaparecer por el pueblo, era otra persona, muchos ni siquiera lo conocían, aparte de ser viudo, había reaparecido como si fuera otro ser, un ser extraño.
Nadie sabe cómo ni de qué manera, los animales de la granja fueron desapareciendo, es de suponer, que algunos acabarían en su cazuela, pero eso solo es una suposición. El hecho es, que al cabo de un año de faltar Mariola, todo se quedó vacío, sin vida, más que la suya.
Pero Mariola y Onesíforo habían llegado  a un acuerdo, no era un acuerdo escrito ni presentado ante un notario, solo era de palabra entre los dos, y él, a su tiempo, quería cumplirlo. Probablemente cuando faltara, no se sabía, mientras, aquella alma en pena deambulaba por los alrededores del pueblo, y pocas veces dentro de él, salvo para hacerse con provisiones y algo de ropa. Acompañado de su cachava, aparecía y desaparecía del lugar como por ensalmo, casi en un abrir y cerrar de ojos, algunos vecinos argumentaban que bien podría haber hecho de espía, cualidades no le faltaban.
Una mañana se presentó en el ayuntamiento de su localidad, pidió hablar con el alcalde, este no había llegado todavía de sus labores en el campo, esperó sentado en un banco de madera del interior del edificio, apoyando su cansada espalda contra la pared. El alcalde, avisado de la presencia de Onesíforo por el alguacil, lo saludó al entrar, un “Buenos días”, fue suficiente para Onesíforo, su saludo fue breve pero a la vez con cierta simpatía. Entraron en su despacho y Onesíforo abrió su bolsa para sacar de ella unos legajos.
Se los tendió al alcalde que rápidamente los revisó, se quedó parado al ver su contenido. Contenían los títulos de propiedad de las tierras, en las que ya se habían edificado el colegio, la piscina del pueblo, una calle accesoria a estas instalaciones, y una isleta que distribuía la entrada al pueblo. El alcalde se lo quedó mirando, mientras Onesíforo a su vez, lo miraba sonriendo. Después de esta comprobación, el alcalde le preguntó si había puesto precio a aquellas propiedades, él contestó que no, no quería nada, de nada le servía el dinero habiendo perdido lo que más quería.
Estaba allí para hacer una cesión de todo el terreno que el ayuntamiento nunca se ocupó de averiguar de quién era el propietario. El alcalde, quería pedirle disculpas en nombre de su corporación y las anteriores, Onesíforo contestó que no le hacían falta disculpas, estaba todo bien. Solo le pidió al alcalde, que nadie supiera de aquel asunto jamás, era el acuerdo que Mariola y él tenían. Se despidió dándole las gracias por su discreción, solo le dijo una cosa antes de salir del despacho   “Si me entero que se habla en el pueblo de este asunto, volveré con más documentos, estos llevarán a este pueblo a la desaparición”. Estas palabras sin resentimiento alguno por parte de Onesíforo, calaron hondo en el señor alcalde.
Al fin y al cabo, Onesíforo es de los hombres que creen a pies juntillas el  dicho bíblico   “Que tú mano derecha no sepa lo que hace tú izquierda”.


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