ONESÍFORO, EL BUEN
VECINO.
Extraño este hombre de sesenta
años, un tanto arisco y lleno de penas. Por lo menos eso es lo que evidencia,
casi siempre cabizbajo, andando con las manos cruzadas a la espalda, un poco
temido en el pueblo por precisamente eso, por andar siempre de ese modo.
Unos dicen, que les da la
sensación de cruzarse con un espectro, otros no opinan nada, dicen que
probablemente esa actitud se debe a la pérdida de su esposa.
Sea como fuere, Onesíforo es un
tipo aparte, perpetuamente vestido con sus pantalones de pana, verano e
invierno, y una chaqueta americana de ves a saber tú cuando, camina entre la
gente, no mucha, porque el pueblo es relativamente pequeño, con una bolsa de lona
marrón colgando de su hombro, siempre parece llevar cosas dentro, abulta.
Algunas madres, que quieren que
los niños les obedezcan de inmediato, les dicen a sus hijos…, “mira, que viene
el hombre del saco”, los niños se agarran a los faldones de su madre y
obedecen, no quieren que el hombre del saco se los lleve. Pero Onesíforo no es
el hombre del saco, es un hombre tranquilo del que se desconocen sus
actividades, solo se sabe, que vive en una granja abandonada, que es de él.
Unos cuantos viejos del pueblo,
todavía recuerdan los años de gloria de la granja Mariola, rebosante de
vida por los cuatro costados, con aves,
patos y ocas, hasta caballos había tenido, aparte de las vacas y cabras, con
los que hacían exquisitos productos de primera calidad. Los niños después de
colegio, se acercaban a la granja, ayudaban a recoger huevos, Mariola siempre
les daba algunos para que se los
llevaran a casa. Una granja feliz gracias en parte, a los niños, que animaban
todo el complejo con su presencia y sus risas.
Pero nada es para siempre, Mariola
enfermó y después de un par de años, murió entre dolores indescriptibles.
Onesíforo se abandonó durante mucho tiempo, después de la muerte de su esposa.
Dejó de alimentarse unos cuantos meses de forma debida, y aunque no cayó enfermo, cuando volvió a
reaparecer por el pueblo, era otra persona, muchos ni siquiera lo conocían, aparte
de ser viudo, había reaparecido como si fuera otro ser, un ser extraño.
Nadie sabe cómo ni de qué manera,
los animales de la granja fueron desapareciendo, es de suponer, que algunos
acabarían en su cazuela, pero eso solo es una suposición. El hecho es, que al
cabo de un año de faltar Mariola, todo se quedó vacío, sin vida, más que la
suya.
Pero Mariola y Onesíforo habían
llegado a un acuerdo, no era un acuerdo
escrito ni presentado ante un notario, solo era de palabra entre los dos, y él,
a su tiempo, quería cumplirlo. Probablemente cuando faltara, no se sabía,
mientras, aquella alma en pena deambulaba por los alrededores del pueblo, y
pocas veces dentro de él, salvo para hacerse con provisiones y algo de ropa. Acompañado
de su cachava, aparecía y desaparecía del lugar como por ensalmo, casi en un
abrir y cerrar de ojos, algunos vecinos argumentaban que bien podría haber
hecho de espía, cualidades no le faltaban.
Una mañana se presentó en el
ayuntamiento de su localidad, pidió hablar con el alcalde, este no había
llegado todavía de sus labores en el campo, esperó sentado en un banco de
madera del interior del edificio, apoyando su cansada espalda contra la pared.
El alcalde, avisado de la presencia de Onesíforo por el alguacil, lo saludó al
entrar, un “Buenos días”, fue suficiente para Onesíforo, su saludo fue breve
pero a la vez con cierta simpatía. Entraron en su despacho y Onesíforo abrió su
bolsa para sacar de ella unos legajos.
Se los tendió al alcalde que rápidamente
los revisó, se quedó parado al ver su contenido. Contenían los títulos de
propiedad de las tierras, en las que ya se habían edificado el colegio, la
piscina del pueblo, una calle accesoria a estas instalaciones, y una isleta que
distribuía la entrada al pueblo. El alcalde se lo quedó mirando, mientras
Onesíforo a su vez, lo miraba sonriendo. Después de esta comprobación, el
alcalde le preguntó si había puesto precio a aquellas propiedades, él contestó
que no, no quería nada, de nada le servía el dinero habiendo perdido lo que más
quería.
Estaba allí para hacer una cesión
de todo el terreno que el ayuntamiento nunca se ocupó de averiguar de quién era
el propietario. El alcalde, quería pedirle disculpas en nombre de su
corporación y las anteriores, Onesíforo contestó que no le hacían falta
disculpas, estaba todo bien. Solo le pidió al alcalde, que nadie supiera de
aquel asunto jamás, era el acuerdo que Mariola y él tenían. Se despidió dándole
las gracias por su discreción, solo le dijo una cosa antes de salir del
despacho “Si me entero que se habla en
el pueblo de este asunto, volveré con más documentos, estos llevarán a este
pueblo a la desaparición”. Estas palabras sin resentimiento alguno por parte de
Onesíforo, calaron hondo en el señor alcalde.
Al fin y al cabo, Onesíforo es de
los hombres que creen a pies juntillas el
dicho bíblico “Que tú mano
derecha no sepa lo que hace tú izquierda”.
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