PEPITA Y LA VI FLOTA AMERICANA.
Mi abuela era dada a complicarse
la vida, hubo una época en la que no trabajaba, eso significaba falta de
ingresos, aunque mi abuelo sí, y en un buen empleo, en una fábrica
gubernamental donde se hacía papel de estado, timbres –necesarios entonces
hasta para estornudar-, sellos de correos, libretas para los colegios, en fin
un montón de cosas necesarias para vivir, en aquella época brillante y victoriosa
de nuestro Generalísimo Franco, –así lo hubiera partido un rayo-.
Mi abuela había trabajado en el
mundo de la farándula, es decir, de eso de las vedettes y teatros ambulantes,
que iban por toda España haciendo funciones. Conocía gente por un tubo, y gente
famosa no creas, hasta tenía una foto con Brigitte Bardot, y firmada y todo. Pero
lo bueno viene ahora, se dedicaba, según las épocas, a criar a niñas de
prostitutas que no tenían casa. Sí como lo oyes, yo por lo menos recuerdo a dos
diferentes, una de ellas era una niña bastante más pequeña que yo que se
llamaba Amanda, una niña preciosa, con la íbamos al colegio juntos.
Ella y su madre Pepita iban de
pensión en pensión, pero la niña comenzó a tener problemas de dicción, así que
coincidiendo en el paso por el puerto de Barcelona de la sexta flota americana,
parte de ella claro, hizo arreglos no sé de qué manera, para que mi abuela
cuidara de ella en nuestra casa, la escolarizó en el mismo colegio que yo, y me
encargaba de ir con ella y recogerla del colegio, siempre me esperaba en el
interior del portalón del colegio hasta que yo llegara.
Su madre venía de vez en cuando a
verla, digamos que dos o tres veces en semana, los marinos americanos la tenían
muy ocupada, trotaba más que el gallo de la pasión. Recuerdo a pesar de mi
corta edad, que a veces llegaba rota la mujer, se sentaba en una silla del
comedor mientras mi abuela le preparaba algún reconstituyente, y se quedaba
dormida sobre la mesa. Más de una vez se había tenido que quedar en casa a
dormir, en lugar de ir a la pensión.
Al día siguiente, se lavaba, se
pintaba como una mona, a ala a trotar por el barrio chino, en busca de marinos
que quisieran pasión española a tope. Amanda llegó a querernos como a hermanos,
y a mis padres como si fueran los suyos, poquito a poco fue regularizando su
comportamiento, y su habla medio entorpecida por una lengua, que no había sido
usada de forma regular para comunicarse con otros.
Durante ese período de tiempo, en
el que los barcos americanos estaban en puerto, en casa nos dedicábamos en las
horas libres, a empaquetar chicles, eran unos chicles grandes, redondos, tenían
el nombre de Bazooka, y se tenían que envolver en una papel alargado estañado,
plegando los extremos a medida que se enrollaban, a céntimo el chicle, de forma
que ya nos ves a los tres que éramos, envolviendo como locos. Para los
americanos todo era poco, y nos exigían que lo hiciéramos de manera perfecta,
una punta mal plegada era devuelta por la casa que los comercializaba.
Un día, se presentó Pepita con un
marino del que se había enamorado, un tío alto del copón, con su uniforme
blanco, y su gorra redonda puesta de medio lado sobre la cabeza. Nos lo
presentó con una alegría desmedida, dijo que se la quería llevar a Estados
Unidos, a vivir con él, me alegré por Amanda, aunque ella estaba fuera de la
conversación que mantenían los dos con mis padres y abuela, el pavo no sabía
nada de español, pero Pepita sabía inglés, hablaba con él con toda fluidez, y
nos traducía lo que él decía. Salvo gracias, buenos días, señorita, cuánto cuesta,
muy guapa, no sabía decir nada más el marinero, vocablos que son habituales en
personajes que bajan de los barcos para engrasarse de nuevo, antes de volver a
navegar durante quién sabe cuánto tiempo más.
Resultó ser todo una ficción, se
conoce, que Pepita le regaló unos cuantos días de su precioso tiempo, y él se
ahorró unos cuantos dólares. Cuando faltaban dos días para que zarparan del
puerto, el marinero desapareció, y Pepita se quedó compuesta y sin novio fijo.
Está claro donde vino a llorar esa pérdida, a nuestra casa, abrazando a Amanda,
lamentándose diciendo que iba a ser de ellas. A falta de pan, buenas son
tortas, y ahí la ves de nuevo al ataque, esperando que otro marinero se
enamorara de ella la próxima vez. Se dieron casos de mujeres que se las arreglaron
para hacer las Américas, pero lo cierto, es que fueron una gran minoría.
Pepita no desistió en el intento,
cualidades como mujer no le faltaban, era hermosa, vestía bien, y además, cosa
no demasiado frecuente, sabía inglés. Quizás en la próxima visita de la flota
americana tendría más suerte. Y sucedió, al cabo de dos años, volvió la VI
flota, esta vez era un portaaviones que tuvo que fondear mar adentro, el puerto
no tenía suficiente calado para aquel mastodonte. Desembarcaron marinos sin parar,
llegaban en grandes lanchas, a oleadas, y entre ellos, bajó a tierra un
cocinero, con destino a la base de Rota. Se le había destinado allí, y esta vez
se enamoró de nuevo de Pepita, cosas del destino decía ella, “este es mi hombre”.
No quiso llevarse a Amanda, hasta
que no estuviera establecida, si para ir a Estados Unidos necesitaría un montón
de papeles y permisos, para vivir con Randolf no necesitaba más que un pase, un
consentimiento de la capitanía americana para visitarlo y estar con él.
Escribía postales escuetas en las que contaba cómo era aquello, la formalidad
que reinaba allí, y el buen ambiente entre las mujeres que vivían en la base.
Amanda tenía entonces diez años, pero a su madre se le olvidó su cumpleaños,
normal, un embarazo no deseado de una persona que ya había olvidado traía estas
consecuencias. Cuando estaba en Barcelona era distinto, no se pasó ni un solo
año felicitarla y hacerle regalos, pero viviendo en Rota y haciendo esfuerzos
para poder establecerse allí, era harina de otro costal.
Enviaba dinero por giro postal,
la niña estaba atendida por su madre en la distancia, pero lo más importante,
era que tenía el cariño de una auténtica familia, la nuestra. Al año
aproximadamente de haber marchado a Rota, volvió, desalentada y sintiéndose
malquerida, despreciada, solo sabía decir
“Soy una puta, los hombres me ven
así”. Amanda la consolaba, ella sí que la quería, no le importaba lo que fuera,
era su madre.
Pasó poco tiempo antes de que se
presentara en casa con un hombre de traje a rayas, con sombrero, impecablemente
vestido, calzado Spectator Shoe, -zapato bicolor de diferentes colores-. Los
aires de superioridad que manifestaba, mostraban sobradamente que era un chulo
de putas, un macarra como decía mi padre. Mi abuela se retiró a hablar con Pepita
a la cocina, la puso en antecedentes de qué clase de hombre era, ella le
contestó que le iría bien un poco de protección en su oficio, había comenzado a
tener algún que otro disgusto con los hombres. Siendo así, solo puedo decirte,
que en el menor tiempo posible te lleves a tú hija de casa. Por favor señora
Francisca, no me haga esto, la niña se me va a morir si la saco de su casa,
hágalo por ella. ¿Y qué debo hacer yo, seguirte el juego?, de eso nada, me
pesará mucho pero si tomas la decisión de andar con este buitre… ya sabes.
Bueno venga vámonos que tenemos
un compromiso Pepita, ya volveremos otro día. Oiga usted macarra, esta mujer es
un ser humano, no se pase ni un pelo con ella o le echaré toda la caballería
encima, usted no sabe con quién está hablando, ni la influencia que tengo, más
de la mitad del Paralelo, desde El Molino hasta Colón, pasando por la calle
Nueva y sus travesías son de amigos míos, si hago una llamada, al día siguiente
está usted camino del mar, dentro de una alcantarilla, así de claro se lo digo,
esta niña que ve usted aquí, tiene que hacerse mayor junto a su madre, el señor
Matías Yáñez Colsada es íntimo amigo mío, ahora, vaya usted con dios.
Se marchó delante de Pepita, sin
dar las buenas noches a nadie, Amanda sollozaba compungida, al cabo de media
hora, todo había pasado, pero en su interior, había una gran pena que le
oprimía el pecho. Se acercó al sofá donde estaba sentado y me cogió del brazo,
no me soltaba, ¡sentía sus temblores tan cerca mío!, le acaricié el cabello y
se calmó poco a poco.
Finalmente, al cabo de un par de
años más de discusiones en casa por motivo del mal comportamiento de Pepita
hacia su hija, ésta vino y se la llevó, prometió que la traería todas las
semanas, Amanda no se quería ir.
Al poco nos enteramos por mi
abuela, que Pepita la había introducido en el oficio, estaba ganando mucho
dinero, no se sabe muy bien si ella o su chulo, pero se cumplió la profecía de
mi abuela. Estos dos dentro de cuatro días dejan a la chiquilla hecha polvo,
que pena. Pepita tuvo que dejar de trabajar, un marino le contagió de sífilis,
no se curó bien por la ambición de su chulo, que la tenía trabajando de noche y
de día, en un burdel de la zona alta de Barcelona.
Pasaron los años, seis en
concreto, los llevaba contados con el deseo de ver un día u otro de nuevo a
Amanda. Y sucedió, llamaron a la puerta de casa, mi madre abrió y allí estaba
Amanda, acompañada de un niño rubio de poco más de un año de edad y un hombre.
Nos lo presentó, era un funcionario de correos, todavía llevaba puesto el uniforme,
algo mayor que ella, se la veía feliz, me abrazó fuertemente y sin poder
evitarlo, se me llenaron los ojos de lágrimas, lágrimas de felicidad, de
alegría de volver a verla, había cambiado de aspecto, estaba hecha toda una
mujer, pero su cara era la misma, incluso llevaba el mismo corte de cabello,
corto con una pequeña melenita que no le llegaba a los hombros.
Se quedaron a cenar, nos comunicó
que su madre había muerto hacía un año y medio, que su marido se llamaba Víctor
y su hijo igual que su padre, Víctor también. Que eran muy felices, vivían en
la Barceloneta, en unos pisos nuevos. Casi no probé bocado en la cena, me
bastaba verla a ella y a su familia, desatascada al fin de aquella vida que le
habían impuesto.
Considero que esas experiencias
son a menudo las que te hacen valorar la vida, las que te ayudan a explotar, el
potencial que todos llevamos dentro, y que a menudo nos negamos a aceptar,
porque nos rendimos demasiado pronto.
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