sábado, 20 de abril de 2013


                                                                                                                                                Parte 1

                   LA HISTORIA DE DAMIÁN.


Tiene veintitrés años, buen mozo, de un porte agraciado, es educado pero taciturno. Vive en un sótano, bajo el piso de unos vecinos mayores que tienen este pequeño espacio, a manera  de pequeño apartamento. Unos escasos veinte metros cuadrados, donde se arregla para dormir con un metálico regalado, un colchón viejo pero limpio, y cuatro trastos de cocina para hacerse algo de comer. Los abuelos que le prestan este espacio, le han proporcionado ropa de cama, y él, que es muy mañoso, se ha fabricado la almohada donde reposa la cabeza. El lavabo no es gran cosa, pero aunque no tiene ducha, se ha buscado la forma de poder ducharse cada día, adaptando un trozo de manguera al grifo mezclador de agua del lavabo.
El suelo del sótano es de cemento enlucido, él se ocupa cada año de pintarlo con pintura especial de suelos, es de color teja, dice que le gusta, el resto del sótano, lo tiene pintado de color blanco. Las tres puertas que hay en el sótano, las ha pintado de color beige oscuro, queda bonito en conjunto con el resto. Recogió de un contenedor, una mesa camilla redonda y tres sillas a las que reparó el asiento –a veces la gente tira las cosas sin pensar en las posibilidades que tienen-, a Damián le vinieron de perlas, ya tenía medio comedor amueblado.
Al poco, con la ayuda de un carro que le prestó la dueña de la tienda de ultramarinos, recogió también un chifonier, que pintó de color castaño claro imitando a la madera. Se fija siempre, cuando va y vuelve del mercado donde trabaja de mozo de carga, en las esquinas donde están los contenedores, a veces se para con el fin de remirar, para haber si encuentra algo que le sea útil en casa. Así, con el tiempo, se ha hecho con estantes, una pequeña butaca, en fin cosas que le sean útiles pero que no abulten mucho, tampoco es el caso de llenar el pequeño espacio que tiene, con montones de cosas que luego no va a utilizar.
Los abuelos, dueños del sótano, le regalaron una radio, cuidado, una radio Telefunken, ahí es nada, una radio de válvulas, magníficamente conservada y que se ha comprometido en cuidar como la niña de sus ojos. Televisión no quiere, prefiere una vez a la semana ir al cine, trata de escoger una buena película y vuelve a casa satisfecho. En una libreta, lleva nota de todas las películas que ha ido a ver, y bajo el título, describe de qué va, después su opinión de la cinta.
En el rincón del pequeño apartamento que da a la calle, ha colocado el sillón, también lo ha tapizado él, parece nuevo, en las braceras y el reposacabezas ha colocado unos tapetes blancos de puntilla que compró en los chinos. ¿Qué hace cuando llega la tarde?, leer, le gusta mucho, esto y escuchar alguna música que se haga a la circunstancia, la radio suena de maravilla, es bastante grande, con buenos altavoces, y un magnífico dial que maneja con mucho cuidado. Ya se sabe que estos aparatos viejos, pueden tener una avería en cualquier momento, aunque Conrado, el dueño del apartamento, le pasó una bolsa con algunos recambios de válvulas.
La pareja de ancianos, está feliz de tenerlo como inquilino, en ocasiones les va a hacer la compra por las tiendas del barrio, y aunque insisten en que se quede con restos del dinero que le han dado, Damián dice que no, que bajo ningún concepto, que lo hace con mucho gusto.
Hace poco, se pasó la noche en blanco porque al señor Conrado, le dio un ataque de asma. A la mañana siguiente le esperaban seis horas de trabajo duro, descargando camiones cargados con ramos de plátanos, que iban a la cámara del mercado. Seis horas desde las seis de la mañana hasta las doce, con solo quince minutos para comer un bocadillo. Todo esto, significaba salir de casa a las cinco y cuarto, coger el autobús hasta Gracia, y luego caminar otros diez minutos hasta el mercado. Al volver del trabajo, subió al piso del matrimonio de ancianos y se quedó allí toda la tarde con ellos, les preparó la merienda, dio un repaso a la cocina y bajó a su casa a las diez de la noche.
Se duchó y se dejó caer en la cama envuelto en la toalla. Durmió como un lirón esa noche, estaba muy cansado. La señora Amalia, le dijo a su marido Conrado, que este chico era un tesoro, que conocía a mucha gente, pero que cómo él ninguno, su marido estuvo de acuerdo.
Era extraño que un chico cómo él, no tuviera novia, o alguna amiga especial, ellos no le habrían prohibido que trajera a quién quisiera, dentro de unos límites claro. No sabían casi nada de él, solo su nombre y su edad. Lo mismo que el propio Damián, no sabía nada más de su vida, quienes eran sus padres, donde nació, ni quién lo crió. Cuando tenía cuatro años, alguien lo dejó en la puerta de la Maternidad, con una nota escrita exquisitamente prendida en la ropa, con una aguja  que decía  “Se llama Damián y tiene cuatro años”.
Quienes eran sus padres, lo desconocía, no hubo pariente alguno que lo reclamara, ningún documento que acreditara lo que la nota decía. Estuvo en La Maternidad hasta los dieciséis años, cómo única familia, otros compañeros que cómo él, fueron abandonados por sus parientes. Obligado a trabajar de forma arbitraria en el centro, limpiando, trajinando camillas e instrumental quirúrgico, limpiando a enfermos que llegaban desvalidos y que se recogían allí. Haciendo cómo de celador, en un lugar al que él, no hubiera querido llegar nunca.
Esa era su historia, sin conocer el cariño de nadie, sin tener días de asueto, sin percibir una sola sonrisa, aparte de la de la comadrona Fernanda, que forzaba a dos o tres niños algo crecidos, a que hurgaran bajo sus faldas cuando ella creía oportuno. Damián llevaba consigo esta imagen, clavada en su retina, habían pasado años desde todo aquello y todavía le venían arcadas al recordarlo, y no porque él lo quisiera, las imágenes de aquella mujer gruesa y puerca, agarrando su cabeza y poniéndola entre sus piernas, le hacían sentirse un desecho. Todavía recordaba con absoluta claridad, la vez que se negó a hacer lo que ella quería en el cuarto de material de farmacia, y le dio una bofetada, que le abrió la cabeza contra el alicatado de la pared. Sin dejar de manar sangre, lo volvió a agarrar de los cabellos, y lo metió forzado entre sus piernas desnudas.
Pero vivía allí, si quería cambiar de rumbo, tenía que arriesgarse solo. Fue por eso, que después de meditarlo, cogió las cuatro cosas que le pertenecían y se marchó una noche después de acarrear los restos de los partos del día en un gran cubo que volcaba siempre en un pozo tras el patio, que luego cubría con cal viva. Echó fuera de la valla la funda de almohada con sus cosas, y él saltó después. Estuvo caminando en mitad de la noche entre sombras, casi todo el mundo dormía, caminó y caminó sin rumbo, hasta encontrar un portal abierto, allí bajo la escalera se quedó hecho un ovillo, se durmió tranquilo aunque con una excitación interna que no podía explicar en ese instante, usó el improvisado petate cómo almohada y así se le hizo de día.
Lo demás está bastante claro, bajó la escalera la señora Amalia, Damián no se atrevía a respirar para no ser descubierto, pero la mujer pasó casi rozándolo, iba al sótano, cuando descendió el primero de los tres escalones que accedían al sótano volvió la vista atrás, se encontró con Damián que estaba con la cabeza entre las piernas, sentado en el suelo.
Le preguntó qué hacía allí, él no supo muy bien que contestarle, pero en un instante pensó que era mejor que le dijera la verdad, sin entrar en detalles. Amalia le dio la mano, se olvidó de lo que fuera a hacer al sótano y lo llevó a su casa. Aquella, era una casa de verdad, con cocina, baño, muebles, olía a café recién hecho, se dejó llevar por la mujer que le iba empujando por detrás.  “Venga siéntate, supongo que no has desayunado…”.  “No señora, pero no tengo hambre no se preocupe”. Pero Amalia le preparó un bocadillo de atún, y el muchacho lo devoró.
Después de presentarle a su marido Conrado, se juró a si mismo, que jamás olvidaría el nombre de aquellos buenos samaritanos. Después de todo esto, el matrimonio habló privadamente de que no podían echarlo a la calle bajo ninguna circunstancia, ese fue el inicio de la relación que los unió. Al principio cómo invitado suyo, luego como arrendatario del espacio que tenían bajo el piso, el sótano. Eso fue cuando encontró trabajo, y podía tener ingresos, hasta entonces, lo que pagaba era representativo, una miseria comparado con un alquiler normal.


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