Parte 1
LA HISTORIA DE DAMIÁN.
Tiene veintitrés años, buen mozo,
de un porte agraciado, es educado pero taciturno. Vive en un sótano, bajo el
piso de unos vecinos mayores que tienen este pequeño espacio, a manera de pequeño apartamento. Unos escasos veinte
metros cuadrados, donde se arregla para dormir con un metálico regalado, un
colchón viejo pero limpio, y cuatro trastos de cocina para hacerse algo de
comer. Los abuelos que le prestan este espacio, le han proporcionado ropa de
cama, y él, que es muy mañoso, se ha fabricado la almohada donde reposa la
cabeza. El lavabo no es gran cosa, pero aunque no tiene ducha, se ha buscado la
forma de poder ducharse cada día, adaptando un trozo de manguera al grifo
mezclador de agua del lavabo.
El suelo del sótano es de cemento
enlucido, él se ocupa cada año de pintarlo con pintura especial de suelos, es
de color teja, dice que le gusta, el resto del sótano, lo tiene pintado de
color blanco. Las tres puertas que hay en el sótano, las ha pintado de color
beige oscuro, queda bonito en conjunto con el resto. Recogió de un contenedor,
una mesa camilla redonda y tres sillas a las que reparó el asiento –a veces la
gente tira las cosas sin pensar en las posibilidades que tienen-, a Damián le
vinieron de perlas, ya tenía medio comedor amueblado.
Al poco, con la ayuda de un carro
que le prestó la dueña de la tienda de ultramarinos, recogió también un chifonier,
que pintó de color castaño claro imitando a la madera. Se fija siempre, cuando
va y vuelve del mercado donde trabaja de mozo de carga, en las esquinas donde
están los contenedores, a veces se para con el fin de remirar, para haber si
encuentra algo que le sea útil en casa. Así, con el tiempo, se ha hecho con
estantes, una pequeña butaca, en fin cosas que le sean útiles pero que no
abulten mucho, tampoco es el caso de llenar el pequeño espacio que tiene, con
montones de cosas que luego no va a utilizar.
Los abuelos, dueños del sótano,
le regalaron una radio, cuidado, una radio Telefunken, ahí es nada, una radio
de válvulas, magníficamente conservada y que se ha comprometido en cuidar como
la niña de sus ojos. Televisión no quiere, prefiere una vez a la semana ir al
cine, trata de escoger una buena película y vuelve a casa satisfecho. En una
libreta, lleva nota de todas las películas que ha ido a ver, y bajo el título,
describe de qué va, después su opinión de la cinta.
En el rincón del pequeño
apartamento que da a la calle, ha colocado el sillón, también lo ha tapizado
él, parece nuevo, en las braceras y el reposacabezas ha colocado unos tapetes
blancos de puntilla que compró en los chinos. ¿Qué hace cuando llega la tarde?,
leer, le gusta mucho, esto y escuchar alguna música que se haga a la
circunstancia, la radio suena de maravilla, es bastante grande, con buenos
altavoces, y un magnífico dial que maneja con mucho cuidado. Ya se sabe que
estos aparatos viejos, pueden tener una avería en cualquier momento, aunque
Conrado, el dueño del apartamento, le pasó una bolsa con algunos recambios de
válvulas.
La pareja de ancianos, está feliz
de tenerlo como inquilino, en ocasiones les va a hacer la compra por las
tiendas del barrio, y aunque insisten en que se quede con restos del dinero que
le han dado, Damián dice que no, que bajo ningún concepto, que lo hace con
mucho gusto.
Hace poco, se pasó la noche en
blanco porque al señor Conrado, le dio un ataque de asma. A la mañana siguiente
le esperaban seis horas de trabajo duro, descargando camiones cargados con
ramos de plátanos, que iban a la cámara del mercado. Seis horas desde las seis
de la mañana hasta las doce, con solo quince minutos para comer un bocadillo.
Todo esto, significaba salir de casa a las cinco y cuarto, coger el autobús
hasta Gracia, y luego caminar otros diez minutos hasta el mercado. Al volver
del trabajo, subió al piso del matrimonio de ancianos y se quedó allí toda la
tarde con ellos, les preparó la merienda, dio un repaso a la cocina y bajó a su
casa a las diez de la noche.
Se duchó y se dejó caer en la
cama envuelto en la toalla. Durmió como un lirón esa noche, estaba muy cansado.
La señora Amalia, le dijo a su marido Conrado, que este chico era un tesoro,
que conocía a mucha gente, pero que cómo él ninguno, su marido estuvo de
acuerdo.
Era extraño que un chico cómo él,
no tuviera novia, o alguna amiga especial, ellos no le habrían prohibido que trajera
a quién quisiera, dentro de unos límites claro. No sabían casi nada de él, solo
su nombre y su edad. Lo mismo que el propio Damián, no sabía nada más de su
vida, quienes eran sus padres, donde nació, ni quién lo crió. Cuando tenía
cuatro años, alguien lo dejó en la puerta de la Maternidad, con una nota
escrita exquisitamente prendida en la ropa, con una aguja que decía
“Se llama Damián y tiene cuatro años”.
Quienes eran sus padres, lo
desconocía, no hubo pariente alguno que lo reclamara, ningún documento que
acreditara lo que la nota decía. Estuvo en La Maternidad hasta los dieciséis
años, cómo única familia, otros compañeros que cómo él, fueron abandonados por
sus parientes. Obligado a trabajar de forma arbitraria en el centro, limpiando,
trajinando camillas e instrumental quirúrgico, limpiando a enfermos que
llegaban desvalidos y que se recogían allí. Haciendo cómo de celador, en un
lugar al que él, no hubiera querido llegar nunca.
Esa era su historia, sin conocer
el cariño de nadie, sin tener días de asueto, sin percibir una sola sonrisa,
aparte de la de la comadrona Fernanda, que forzaba a dos o tres niños algo
crecidos, a que hurgaran bajo sus faldas cuando ella creía oportuno. Damián
llevaba consigo esta imagen, clavada en su retina, habían pasado años desde
todo aquello y todavía le venían arcadas al recordarlo, y no porque él lo
quisiera, las imágenes de aquella mujer gruesa y puerca, agarrando su cabeza y
poniéndola entre sus piernas, le hacían sentirse un desecho. Todavía recordaba
con absoluta claridad, la vez que se negó a hacer lo que ella quería en el
cuarto de material de farmacia, y le dio una bofetada, que le abrió la cabeza
contra el alicatado de la pared. Sin dejar de manar sangre, lo volvió a agarrar
de los cabellos, y lo metió forzado entre sus piernas desnudas.
Pero vivía allí, si quería
cambiar de rumbo, tenía que arriesgarse solo. Fue por eso, que después de
meditarlo, cogió las cuatro cosas que le pertenecían y se marchó una noche después
de acarrear los restos de los partos del día en un gran cubo que volcaba
siempre en un pozo tras el patio, que luego cubría con cal viva. Echó fuera de
la valla la funda de almohada con sus cosas, y él saltó después. Estuvo caminando
en mitad de la noche entre sombras, casi todo el mundo dormía, caminó y caminó
sin rumbo, hasta encontrar un portal abierto, allí bajo la escalera se quedó
hecho un ovillo, se durmió tranquilo aunque con una excitación interna que no
podía explicar en ese instante, usó el improvisado petate cómo almohada y así
se le hizo de día.
Lo demás está bastante claro,
bajó la escalera la señora Amalia, Damián no se atrevía a respirar para no ser
descubierto, pero la mujer pasó casi rozándolo, iba al sótano, cuando descendió
el primero de los tres escalones que accedían al sótano volvió la vista atrás,
se encontró con Damián que estaba con la cabeza entre las piernas, sentado en
el suelo.
Le preguntó qué hacía allí, él no
supo muy bien que contestarle, pero en un instante pensó que era mejor que le
dijera la verdad, sin entrar en detalles. Amalia le dio la mano, se olvidó de
lo que fuera a hacer al sótano y lo llevó a su casa. Aquella, era una casa de
verdad, con cocina, baño, muebles, olía a café recién hecho, se dejó llevar por
la mujer que le iba empujando por detrás.
“Venga siéntate, supongo que no has desayunado…”. “No señora, pero no tengo hambre no se
preocupe”. Pero Amalia le preparó un bocadillo de atún, y el muchacho lo
devoró.
Después de presentarle a su
marido Conrado, se juró a si mismo, que jamás olvidaría el nombre de aquellos buenos
samaritanos. Después de todo esto, el matrimonio habló privadamente de que no
podían echarlo a la calle bajo ninguna circunstancia, ese fue el inicio de la
relación que los unió. Al principio cómo invitado suyo, luego como arrendatario
del espacio que tenían bajo el piso, el sótano. Eso fue cuando encontró
trabajo, y podía tener ingresos, hasta entonces, lo que pagaba era
representativo, una miseria comparado con un alquiler normal.
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