miércoles, 3 de abril de 2013



                                NO RESPIREIS TANTO.



¡Pasó lo que tenía que pasar!. Acabamos todos, metidos dentro de aquel matadero, era la única esperanza de supervivencia, en medio de aquellas circunstancias, acababa de estallar la tormenta. Los meteorólogos habían augurado con acierto, que durante ella, quién no estuviera en un lugar seguro, moriría.
Descargaron en un solo día, millones de rayos, que lo fulminaban todo a su paso, personas y cosas, estaban desparramadas por todas partes. Los humanos alcanzados por los rayos, eran meros trozos de carbón. Los coches, edificios, parques, al estar alimentados por la electricidad, fueron devorados por las llamas. Nadie se salvó salvo los que con premura nos dirigimos al antiguo matadero, este carecía de todo esto, estaba desconectado del resto del mundo, desde hacía años, puertas y ventanas tapiadas, por fuera con gruesas maderas, por dentro, con chapas que impedían siquiera el paso del sol. Fue un chiquillo quién nos indicó el camino, a menudo iba con otros amigos a jugar ahí, se coló por un defecto de la obra junto a una puerta, y los demás lo seguimos ensanchando el hueco para que pudiera acceder toda la gente.
Cuando quisimos echar cuenta de los que estábamos allí, nos apercibimos que éramos ciento y la madre. Unos hombres de los que estaban allí, dieron órdenes, para que se volviera a tapar el hueco de acceso al matadero. A la luz de unos cuantos teléfonos móviles, puestos en círculo, alguien habló  “Bueno señores, escuchen por favor, tenemos que ser sensatos y no permitir que nadie más entre en este lugar. Este sitio apestoso, es nuestro refugio, si dejamos que entre todo el que quiera, este lugar será de nuevo un matadero, no podemos sobrevivir, más que los que estamos aquí”.
Se oyó un murmullo que cada vez fue creciendo más y más.  “Soy economista, sé de lo que hablo, trabajo para el gobierno, de manera que soy la máxima autoridad aquí”. Desde el fondo de la masa de gente, se oyó otra voz autoritaria  “Y yo soy sindicalista, y no me parece justo, que cualquier recién llegado, nos diga lo que debemos de hacer. Afuera, el gobierno ya ha hecho suficiente mal, aquí manda la mayoría, vivimos en una democracia”. ¡¡Si eso, ya está bien de tanto mamoneo, aquí mandamos todos!!, se oía de parte de la mayoría, ¡Eso, eso!.
Los ánimos estaban caldeados, estaba previsto que aquella tormenta, durara como mínimo un mes. Los que tenían familia, niños pequeños y ancianos con ellos, se dispersaron sin dar demasiada atención a todo lo que les rodeaba. Comenzaron a recoger cartones viejos, plásticos, maderas, todo lo que consideraron que les era útil. Mientras, los demás, estaban enzarzados en una discusión, que tenía visas de no tener fin, ni ir a ninguna parte.
Los azarosos constructores, veían manos que se alzaban desde el fondo de la nave, se bajaban y luego, otras que se levantaban de nuevo. No tenían ni idea de lo que sucedía, pero todos los miembros de su familia, colaboraban en la construcción de las improvisadas habitaciones, que les darían un poco de intimidad. El día tocaba a su fin, los ánimos se calmaron mientras fuera la tormenta cobraba vigor, por entre las rendijas del lugar, aparecían miles de luces seguidas, los rayos que seguían su afán de destrucción.
La gente comenzó a apoyarse a la pared, estaban rendidos por el esfuerzo y estado de nervios, otros se apoderaron de los pilares de sostén de la nave. Unos cuantos, durante la noche, con sigilo, cogieron ganchos, que en su tiempo se usaron para colgar las reses sacrificadas, y las canales cuando se partían por la mitad.
A la mañana siguiente,  ya estaba organizado todo, unos cuantos políticos, que fueron a parar allí sin remedio, los sindicalistas por otro lado, y la gente que no quería saber nada ni de los unos ni los otros, se organizaron. A excepción de algo que todos compartían en común, el espacio. Las tres clases, estaban de acuerdo en el hecho, que no se podía respirar del mismo modo, que lo hacían en el exterior, cuando vivían sin la amenaza de la tormenta, una tormenta, que nadie sabía cuando terminaría, ni en qué condiciones.
Sin luz, agua, ni comida, aquel encierro se presagiaba catastrófico, quizá más, que el panorama que había en el exterior. Pero unos cuantos, se empecinaron en no salir de allí bajo ningún concepto, ni saldrían, ni dejarían salir a nadie, el estrecho paso por el que habían entrado estaba tapiado y custodiado de forma eficaz. Dos de los primeros que pretendían organizarlo todo, pusieron hombres, que se relevaban regularmente.
La sed comenzó primero. Sin agua no se puede vivir, de forma que entre los cabecillas de los dos grupos primeros, es decir, los que supuestamente mandaban y que se colocaron en círculo alrededor de la luz de los móviles, y los sindicalistas, que reclamaban parte del poder que acaparaban los primeros.
“Bueno, hay que conseguir agua –dijo uno de los hombres trajeados-, aquí no la hay, sacaremos el precinto de la puerta custodiada, y mandaremos a cinco de los del fondo para que la consigan. No debe ser tan difícil, hay fuentes y casas, locales comerciales, negocios, y en consecuencia, transporte para poder traerla”.  “De eso nada –habló un sindicalista-, una cosa así no se puede ordenar a la ligera, tiene que hacerse bajo consenso…”. Fue lo último que dijo, antes de que un gancho de arrastrar canales, le atravesara el cuello.  “¿Algún impedimento más?, bien, entonces creo que queda claro. Vosotros que tenéis capacidad de persuasión, ir y escoger a diez de esos –indicó de forma despectiva con el dedo-. Por lo menos, cuatro tienen que saber conducir ¿está claro?”.
De pronto, desde una de las paredes que estaba ocupada por una gran familia, se oyó un grito desgarrador. Dos de los hombres de traje, se acercaron, los padres de un niño de pocos meses, lloraban desconsolados por la muerte de su hijo.  “No sabemos que le ha pasado, de pronto se ha puesto a hacer convulsiones y se ha quedado con los ojos abiertos, ¡muerto…!, hay dios mío…”. Sin inmutarse, los dos hombres, cogieron al niño de los brazos de la madre y se lo llevaron. Fue la cena de los trajeados esa noche, al no tener agua, se bebieron su sangre, el niño, no la necesitaba para nada.
Llevaban dos días encerrados, la gente comenzaba a gemir, los mayores no podían soportar esa situación, lo mismo que los más pequeñitos, que, sin que la mayoría lo supiera, servían de alimento a los demás, cuando morían, o bien de forma natural o por algún accidente, siempre causado por los hombres de traje. La gente, se preguntaba de donde salían las chuletas que ya cocinadas se les acercaba, previo pago mediante objetos de valor que llevaran puestos. Desde relojes sencillos, hasta alianzas de boda, pulseras, esclavas, o crucifijos que muchos llevaban, servían para pagar periódicamente los alimentos.
Algunos de los que eran enviados a por agua u otros alimentos, no volvían. Unos cuantos habían salido sin regresar, con la misión de encontrar leche, legumbres, ropa de abrigo y otros artículos, pero eran rápidamente reemplazados por otros. Se enviaron a mujeres también, que supieran conducir, muchas de ellas sin temor a la muerte, iban voluntarias, sabían dónde buscar en los centros comerciales sin pérdida de tiempo. Conocían bien los lugares exactos, donde encontrar las listas que se les encargaban. Muchos hombres se quedaron viudos sin saberlo, pero había sido por una buena causa. Curiosamente, regresaban al matadero, más mujeres que hombres, de todo se llevaban estadísticas. Entonces, comenzó otro problema dentro de aquel antro, la gente, estaba haciendo sus necesidades en cualquier lugar que les viniera bien, esto se solucionó haciendo sendos pozos en tres diferentes lugares de las instalaciones. Los baños, que estaban abandonados, eran exclusivamente usados por los hombres de traje, y los sindicalistas.
Todo comenzó a ir más o menos bien, había habido muchas bajas en la comunidad, acostumbrada ya a la tormenta que los rodeaba y el rugir de los truenos, vivía con relativa normalidad. La gente se ayudaba, se protegía, con excepción de esos bandoleros de los hombres de traje, a estos, cada noche, les visitaban mujeres elegidas por sorteo. Tenían que satisfacer todas sus necesidades sexuales sin rechistar, les iba la vida en ello. Por ese motivo, unas cuantas también murieron, por los excesos y vejaciones a los que eran sometidas, los sindicalistas claudicaron, en su deseo de poner orden en toda aquella debacle.
Al final de aquellos días de terror auténtico, se formó otra tormenta aun peor que la que se desarrollaba fuera, faltaba aire para respirar, ese era el problema, el matadero, con una atmósfera absolutamente viciada, no podía mantener por más tiempo, el hedor que se respiraba.
La gente comenzó a clamar por aire fresco, los muertos ya eran demasiados, sobre todo de gente mayor con necesidades propias de personas de su edad. A estos no se los podían comer, de manera que eran echados fuera del recinto por una ventana alta basculante. A sus familias se les decía, que habían tenido un entierro digno, aun así, el aire se viciaba más y más. Otra reunión en círculo, esta vez, desde lo alto de una improvisada plataforma, decidió poner fin al problema administrando el aire. Los más pequeños podían respirar determinadas veces por minuto, los adultos menos, los mayores al estar desauciados, casi se les prohibió respirar.
Todo estaba supervisado por los hombres de traje, que asombrosamente, siempre iban limpios, con ropa nueva, y calzado en muy buenas condiciones. Otros, más vulnerables de espíritu, fueron reclutados a manera de “capos” para que ayudaran en esta tarea. Los que pasaban por alto la medida, eran trasladados a la sala de ejecución de los animales, se les machacaba la cabeza y listos, una ración de aire extra, para que pudieran consumir el resto de los mortales que allí estaban.
La tormenta llegaba a su fin, nadie puede explicar cómo ni de qué manera se desarrollaron los acontecimientos, solo se sabe que, hubo una especie de sublevación entre los desfavorecidos. Mucha gente había hecho acopio de armas rústicas, sin que los trajeados lo supieran. Los “capos” sin saber muy bien porqué, fueron substituidos por padres de familia, que aparentaron llevar a cabo la misma labor que los anteriores, salvo que ahora, estos, tenían una contraseña gesticular, que comunicaba a los demás que eran de los suyos.
Cuando todo estuvo preparado, ataron a los hombres de traje, a todos juntos. Estos suplicaban por sus vidas, pero ya había hecho suficiente mal. Casi asfixiados, sin aire, los arrastraron hasta la puerta  “Dejadnos ir, os devolveremos todo lo que es vuestro, lo juramos”.  “¿Vais a devolvernos a nuestros hijos, padres y abuelos?, ¿Acaso podéis hacer, que todo lo que hemos pasado aquí por vuestra culpa quede en el olvido?”.
Así fueron sacados de allí, sin contemplaciones, con el beneplácito del resto de aquellos, que se acercaron a contemplar el acontecimiento. Entre gritos y aullidos, al ver que los rayos iban fulminando sistemáticamente a los primeros, quedaron convertidos en una mera ruina, ya no se distinguían sus trajes, elegantes corbatas, ni cabellos engominados y bien repeinados, eran meros carboncillos que la tierra con el tiempo convertiría en abono natural.


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