NO RESPIREIS
TANTO.
¡Pasó lo que tenía que pasar!. Acabamos todos, metidos
dentro de aquel matadero, era la única esperanza de supervivencia, en medio de
aquellas circunstancias, acababa de estallar la tormenta. Los meteorólogos
habían augurado con acierto, que durante ella, quién no estuviera en un lugar
seguro, moriría.
Descargaron en un solo día,
millones de rayos, que lo fulminaban todo a su paso, personas y cosas, estaban
desparramadas por todas partes. Los humanos alcanzados por los rayos, eran
meros trozos de carbón. Los coches, edificios, parques, al estar alimentados
por la electricidad, fueron devorados por las llamas. Nadie se salvó salvo los
que con premura nos dirigimos al antiguo matadero, este carecía de todo esto,
estaba desconectado del resto del mundo, desde hacía años, puertas y ventanas tapiadas,
por fuera con gruesas maderas, por dentro, con chapas que impedían siquiera el
paso del sol. Fue un chiquillo quién nos indicó el camino, a menudo iba con
otros amigos a jugar ahí, se coló por un defecto de la obra junto a una puerta,
y los demás lo seguimos ensanchando el hueco para que pudiera acceder toda la
gente.
Cuando quisimos echar cuenta de
los que estábamos allí, nos apercibimos que éramos ciento y la madre. Unos
hombres de los que estaban allí, dieron órdenes, para que se volviera a tapar
el hueco de acceso al matadero. A la luz de unos cuantos teléfonos móviles,
puestos en círculo, alguien habló “Bueno
señores, escuchen por favor, tenemos que ser sensatos y no permitir que nadie
más entre en este lugar. Este sitio apestoso, es nuestro refugio, si dejamos
que entre todo el que quiera, este lugar será de nuevo un matadero, no podemos
sobrevivir, más que los que estamos aquí”.
Se oyó un murmullo que cada vez
fue creciendo más y más. “Soy
economista, sé de lo que hablo, trabajo para el gobierno, de manera que soy la
máxima autoridad aquí”. Desde el fondo de la masa de gente, se oyó otra voz
autoritaria “Y yo soy sindicalista, y no
me parece justo, que cualquier recién llegado, nos diga lo que debemos de
hacer. Afuera, el gobierno ya ha hecho suficiente mal, aquí manda la mayoría,
vivimos en una democracia”. ¡¡Si eso, ya está bien de tanto mamoneo, aquí
mandamos todos!!, se oía de parte de la mayoría, ¡Eso, eso!.
Los ánimos estaban caldeados,
estaba previsto que aquella tormenta, durara como mínimo un mes. Los que tenían
familia, niños pequeños y ancianos con ellos, se dispersaron sin dar demasiada
atención a todo lo que les rodeaba. Comenzaron a recoger cartones viejos,
plásticos, maderas, todo lo que consideraron que les era útil. Mientras, los
demás, estaban enzarzados en una discusión, que tenía visas de no tener fin, ni
ir a ninguna parte.
Los azarosos constructores, veían
manos que se alzaban desde el fondo de la nave, se bajaban y luego, otras que
se levantaban de nuevo. No tenían ni idea de lo que sucedía, pero todos los
miembros de su familia, colaboraban en la construcción de las improvisadas
habitaciones, que les darían un poco de intimidad. El día tocaba a su fin, los
ánimos se calmaron mientras fuera la tormenta cobraba vigor, por entre las
rendijas del lugar, aparecían miles de luces seguidas, los rayos que seguían su
afán de destrucción.
La gente comenzó a apoyarse a la
pared, estaban rendidos por el esfuerzo y estado de nervios, otros se
apoderaron de los pilares de sostén de la nave. Unos cuantos, durante la noche,
con sigilo, cogieron ganchos, que en su tiempo se usaron para colgar las reses
sacrificadas, y las canales cuando se partían por la mitad.
A la mañana siguiente, ya estaba organizado todo, unos cuantos
políticos, que fueron a parar allí sin remedio, los sindicalistas por otro
lado, y la gente que no quería saber nada ni de los unos ni los otros, se
organizaron. A excepción de algo que todos compartían en común, el espacio. Las
tres clases, estaban de acuerdo en el hecho, que no se podía respirar del mismo
modo, que lo hacían en el exterior, cuando vivían sin la amenaza de la
tormenta, una tormenta, que nadie sabía cuando terminaría, ni en qué
condiciones.
Sin luz, agua, ni comida, aquel
encierro se presagiaba catastrófico, quizá más, que el panorama que había en el
exterior. Pero unos cuantos, se empecinaron en no salir de allí bajo ningún
concepto, ni saldrían, ni dejarían salir a nadie, el estrecho paso por el que
habían entrado estaba tapiado y custodiado de forma eficaz. Dos de los primeros
que pretendían organizarlo todo, pusieron hombres, que se relevaban
regularmente.
La sed comenzó primero. Sin agua
no se puede vivir, de forma que entre los cabecillas de los dos grupos
primeros, es decir, los que supuestamente mandaban y que se colocaron en
círculo alrededor de la luz de los móviles, y los sindicalistas, que reclamaban
parte del poder que acaparaban los primeros.
“Bueno, hay que conseguir agua
–dijo uno de los hombres trajeados-, aquí no la hay, sacaremos el precinto de
la puerta custodiada, y mandaremos a cinco de los del fondo para que la
consigan. No debe ser tan difícil, hay fuentes y casas, locales comerciales,
negocios, y en consecuencia, transporte para poder traerla”. “De eso nada –habló un sindicalista-, una
cosa así no se puede ordenar a la ligera, tiene que hacerse bajo consenso…”.
Fue lo último que dijo, antes de que un gancho de arrastrar canales, le
atravesara el cuello. “¿Algún
impedimento más?, bien, entonces creo que queda claro. Vosotros que tenéis
capacidad de persuasión, ir y escoger a diez de esos –indicó de forma
despectiva con el dedo-. Por lo menos, cuatro tienen que saber conducir ¿está
claro?”.
De pronto, desde una de las
paredes que estaba ocupada por una gran familia, se oyó un grito desgarrador.
Dos de los hombres de traje, se acercaron, los padres de un niño de pocos
meses, lloraban desconsolados por la muerte de su hijo. “No sabemos que le ha pasado, de pronto se ha
puesto a hacer convulsiones y se ha quedado con los ojos abiertos, ¡muerto…!,
hay dios mío…”. Sin inmutarse, los dos hombres, cogieron al niño de los brazos
de la madre y se lo llevaron. Fue la cena de los trajeados esa noche, al no
tener agua, se bebieron su sangre, el niño, no la necesitaba para nada.
Llevaban dos días encerrados, la
gente comenzaba a gemir, los mayores no podían soportar esa situación, lo mismo
que los más pequeñitos, que, sin que la mayoría lo supiera, servían de alimento
a los demás, cuando morían, o bien de forma natural o por algún accidente,
siempre causado por los hombres de traje. La gente, se preguntaba de donde salían
las chuletas que ya cocinadas se les acercaba, previo pago mediante objetos de
valor que llevaran puestos. Desde relojes sencillos, hasta alianzas de boda,
pulseras, esclavas, o crucifijos que muchos llevaban, servían para pagar periódicamente
los alimentos.
Algunos de los que eran enviados
a por agua u otros alimentos, no volvían. Unos cuantos habían salido sin regresar,
con la misión de encontrar leche, legumbres, ropa de abrigo y otros artículos,
pero eran rápidamente reemplazados por otros. Se enviaron a mujeres también,
que supieran conducir, muchas de ellas sin temor a la muerte, iban voluntarias,
sabían dónde buscar en los centros comerciales sin pérdida de tiempo. Conocían
bien los lugares exactos, donde encontrar las listas que se les encargaban. Muchos
hombres se quedaron viudos sin saberlo, pero había sido por una buena causa.
Curiosamente, regresaban al matadero, más mujeres que hombres, de todo se
llevaban estadísticas. Entonces, comenzó otro problema dentro de aquel antro,
la gente, estaba haciendo sus necesidades en cualquier lugar que les viniera
bien, esto se solucionó haciendo sendos pozos en tres diferentes lugares de las
instalaciones. Los baños, que estaban abandonados, eran exclusivamente usados por
los hombres de traje, y los sindicalistas.
Todo comenzó a ir más o menos
bien, había habido muchas bajas en la comunidad, acostumbrada ya a la tormenta
que los rodeaba y el rugir de los truenos, vivía con relativa normalidad. La
gente se ayudaba, se protegía, con excepción de esos bandoleros de los hombres
de traje, a estos, cada noche, les visitaban mujeres elegidas por sorteo.
Tenían que satisfacer todas sus necesidades sexuales sin rechistar, les iba la
vida en ello. Por ese motivo, unas cuantas también murieron, por los excesos y
vejaciones a los que eran sometidas, los sindicalistas claudicaron, en su deseo
de poner orden en toda aquella debacle.
Al final de aquellos días de
terror auténtico, se formó otra tormenta aun peor que la que se desarrollaba
fuera, faltaba aire para respirar, ese era el problema, el matadero, con una
atmósfera absolutamente viciada, no podía mantener por más tiempo, el hedor que
se respiraba.
La gente comenzó a clamar por
aire fresco, los muertos ya eran demasiados, sobre todo de gente mayor con
necesidades propias de personas de su edad. A estos no se los podían comer, de
manera que eran echados fuera del recinto por una ventana alta basculante. A
sus familias se les decía, que habían tenido un entierro digno, aun así, el
aire se viciaba más y más. Otra reunión en círculo, esta vez, desde lo alto de
una improvisada plataforma, decidió poner fin al problema administrando el
aire. Los más pequeños podían respirar determinadas veces por minuto, los
adultos menos, los mayores al estar desauciados, casi se les prohibió respirar.
Todo estaba supervisado por los
hombres de traje, que asombrosamente, siempre iban limpios, con ropa nueva, y
calzado en muy buenas condiciones. Otros, más vulnerables de espíritu, fueron
reclutados a manera de “capos” para que ayudaran en esta tarea. Los que pasaban
por alto la medida, eran trasladados a la sala de ejecución de los animales, se
les machacaba la cabeza y listos, una ración de aire extra, para que pudieran
consumir el resto de los mortales que allí estaban.
La tormenta llegaba a su fin,
nadie puede explicar cómo ni de qué manera se desarrollaron los acontecimientos,
solo se sabe que, hubo una especie de sublevación entre los desfavorecidos.
Mucha gente había hecho acopio de armas rústicas, sin que los trajeados lo
supieran. Los “capos” sin saber muy bien porqué, fueron substituidos por padres
de familia, que aparentaron llevar a cabo la misma labor que los anteriores,
salvo que ahora, estos, tenían una contraseña gesticular, que comunicaba a los
demás que eran de los suyos.
Cuando todo estuvo preparado,
ataron a los hombres de traje, a todos juntos. Estos suplicaban por sus vidas,
pero ya había hecho suficiente mal. Casi asfixiados, sin aire, los arrastraron
hasta la puerta “Dejadnos ir, os
devolveremos todo lo que es vuestro, lo juramos”. “¿Vais a devolvernos a nuestros hijos, padres
y abuelos?, ¿Acaso podéis hacer, que todo lo que hemos pasado aquí por vuestra
culpa quede en el olvido?”.
Así fueron sacados de allí, sin
contemplaciones, con el beneplácito del resto de aquellos, que se acercaron a
contemplar el acontecimiento. Entre gritos y aullidos, al ver que los rayos
iban fulminando sistemáticamente a los primeros, quedaron convertidos en una
mera ruina, ya no se distinguían sus trajes, elegantes corbatas, ni cabellos
engominados y bien repeinados, eran meros carboncillos que la tierra con el
tiempo convertiría en abono natural.
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