EL JOVEN ÁRBOL.
Es un sencillo chopo plantado al
lado del rio, como sus compañeros, todos en fila, una fila que solo será
interrumpida, cuando los madereros lleguen y comiencen a evaluar los árboles
ideales para hacer muebles.
Por el momento, él es demasiado
joven para que hagan nada con él, necesita
más altura y más anchura, para que el dueño de la chopera, pueda contar
con él para algo. Pero las circunstancias, siempre cambiantes, hacen que el
joven árbol, tenga diferente futuro que el de sus hermanos, alineados,
inmóviles, como un gran ejército vegetal, que vigila este trozo de tierra.
Llegan las copiosas lluvias de la
transición del invierno a la primavera, los vientos mecen los chopos, que en su
constante crecimiento, movida la tierra todo en derredor de ellos, filtra el
agua, los satura de ella, ya no pueden más, parece que van a ahogarse. Todos,
menos nuestro protagonista, que va cediendo en su verticalidad e
imperceptiblemente, va deslizándose hacia el desmonte que tiene a su lado.
Querría sujetarse a los demás de
algún modo, pero no puede, sus cortas ramas no le permiten más que tener hojas
que con el viento, se vuelven purpúreas por un lado. Ahí radica una de las
ventajas del chopo, es fácil de limpiar, para luego ser usado de mil maneras
diferentes. Sin sostén alguno, aunque grita en silencio por lo que ve que se
avecina, al final cae al torrente que se lo lleva lejos. Suerte tiene de pasar
recto por el ojo del puente del pueblo, enseñando sus vergüenzas, pero todo
tiene sus ventajas y desventajas, las piedras se hunden, él no, flota.
Desconoce el lugar adonde va a
parar, pero junto al rio escucha voces, los habitantes de otro lugar lo ven, lo
atan con cuerdas, lo acercan a la orilla, lo jalan tirando todos a la vez. “¡Es
un chopo precioso!”, -oye que dicen algunos-. “Lo podríamos plantar en el patio
de la escuela”, -escucha decir a otros-. Lo alzan sobre un tractor, se lo
llevan a un lugar que el desconoce, ¡si supieran que está llorando, echando en
falta a sus hermanos…!. “Cuidado con las
raíces, que no se dañen…”. Les da las gracias a su manera, porque al fin, le
han cubierto las raíces.
Cuando llega a su destino, ya
casi está terminado el nuevo emplazamiento, casi en el centro de un gran patio
lo dejan, mira a su alrededor, el colegio está, en lo alto de una loma, desde
allí, muy a lo lejos, puede ver a sus hermanos, unos derribados por la
inundación y ahogados, otros, los más grandes, siguen en pie, impasibles ante
el panorama que los rodea. Trata de alargar su cuello, y hasta cierto punto lo
logra, eso es fruto de las lluvias, que le han ayudado a crecer.
En su interés por todo lo que le
rodea, no se da cuenta del sauce llorón que está plantado a cinco metros de él.
Entre los árboles se conocen la edad, y este sauce, tiene bastantes años, a
diferencia de él, que solo tiene cinco, lo denuncia el grueso de su tronco. El
sauce tiene más años, está lleno de cicatrices, de muescas que los chavales han
hecho con navajas, corazones atravesados por flechas, nombres e iniciales,
dibujos varios, inevitables cuando estás plantado en un lugar como este.
Pequeños mensajes de amor, firmas de propiedad, abreviaturas en clave, que a
menudo solo unos cuantos reconocen.
“Hola amigo, soy un sauce llorón,
veo que estás un poco asombrado por los dibujos de mi tronco, al principio me
dejaban en paz, llegué aquí con más o menos tú edad, pero conforme crecí, por
el hecho de dar buena sombra, se pusieron a escribir sobre mí. No te apures, de
momento no corres peligro, primero porque eres joven, segundo porque no das
sombra, luego dios dirá”. “Encantado de
conocerte amigo sauce, yo me contento con lo que tengo, estas gentes me
salvaron de morir ahogado, así pues, si en el futuro, cuando crezca, quieren
hacerme heridas como las que tú llevas, las soportaré con agrado. ¿Cuántos chopos
conoces tú que hayan sido rescatados?”. “Yo,
ninguno, pero por lo que me dices, mereces compartir este patio conmigo”.
Es lo que predica el dicho “Es de bien nacido ser agradecido”.
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