AQUEL
SORPRENDENTE VERANO.
¡Qué calor hizo el verano del
sesenta y siete!. Incluso las gentes de monte, donde los aires de la sierra
soplan con más fuerza, se quejaban de los dolorosos rayos del sol, el astro rey
manifestó gran parte de su escalofriante fuerza aquel año.
Dieciséis años tenía yo entonces,
ella los mismos que yo, y en mitad de una reunión de amigos y familias nos
conocimos en una excursión, huíamos del cemento de la ciudad, del reflejo de
calor que sus edificios daban. Éramos tantos, aquel día, cerca de un manantial,
que los dos, el uno del otro, pasamos desapercibidos.
Ella con sus amigas, yo con los
míos, andábamos de acá para allá dando cortos paseos, alrededor del lugar donde
nuestros mayores, estaban reunidos, riendo y a la vez preparando la comida del
mediodía. Allí bajo los chopos alegres, y el riachuelo que cantaba bajo
nuestros pies desnudos, el grupo se fue fraccionando, nos dábamos a conocer, yo
me llamo fulanita ¿y tú?, pues yo menganito.
¡Qué fantástico día pasamos
echándonos agua en la cara unos a otros!, las chicas gritaban, nosotros no,
éramos los que las mojábamos, escondidos entre las matas esperando a que
pasaran. Este inocente juego, hizo que nos fijáramos el uno en la otra, me
comenzó a gustar.
Tiene un carácter bonito, pensé
yo, me gustaría que fuera mi novia. Para entonces el ser novio de alguien
llevaba consigo determinadas consignas que había que cumplir, pero qué caramba,
yo era muy joven aun para compromisos que no iban más haya de una simple
atracción física.
Desde entonces y a pesar de que
después de seis años me casé con otra mujer, no he podido sacármela de la
cabeza. Miles de veces soñé con ella, otros cientos de veces, soñando, he ido
cogido de su mano, recorriendo de nuevo los lugares donde nos íbamos de
excursión todos, pero esta vez solos, ella y yo, amándonos en secreto.
No he podido evitarlo, ¡que más
hubiera querido yo…!, si me hubiera olvidado de ella habría significado que, no
me importaba gran cosa. Pero no ha sido así, incluso cuándo me casé con quien
hasta hace unos años fue mi mujer, –está mal decirlo pero es la verdad, aunque
una verdad tardía, pensaba mucho en ella, en aquellas simples horas, en las que
junto con los amigos comunes, estábamos juntos, corriendo con los demás, pero
mirándonos de manera furtiva.
¿Cómo explicar esta sensación,
cómo enmendar el error si es que lo hubiera?.
Con el tiempo se marcaron las diferencias, ella
casada con quién no quería, y yo, tres cuartos de lo mismo. Pero nunca hemos
marcado distancias demasiado grandes para evitar vernos, es más, me marché de
Barcelona, harto de los ruidos y de la soledad de tanta compañía, para terminar
viviendo a cinco kilómetros de ella. Nosotros con nuestros hijos, ella con los
suyos, nuestras almas reventaban cada vez que nos veíamos, era muy frecuente
que nos tropezáramos en cualquier parte del pueblo donde nos fuimos a vivir.
Pero hemos decidido cada cual sus propias marcas, cada cal lleva su
vida, pero nuestros ojos se encuentran en cada esquina, se nos entrecorta la
voz cuando nos saludamos, alternamos unas cuantas veces, y yo, sin verguenza alguna,
rozaba sus dedos cuando pasaba junto a ella aprovechando la noche, un día de
fiestas populares, con fuegos artificiales y música de habaneras en la playa,
llegué a tocar su cuello en medio del fragor de la muchedumbre que se sentaba
en la arena. Dio un respingo, pero se dejó hacer, delante nuestro, su marido y
mi mujer con todos los niños mirando el cielo extasiados, no se me ocurrió otra
cosa que decirle -Te quiero prenda mía…-.
Esas palabras, han sido las que
marcaron la diferencia entre la fidelidad y la responsabilidad, entre la
honradez y la hipocresía que poco a poco, fue mellando todos los valores
morales, que se esperaba que salieran en defensa de la tentación.
Poco más he de decir, aquel sorprendente verano, que
hacía años había estado marcado por excursiones y salidas al campo, hubiera
tenido que tener un final feliz, no el que después de más de veinte años de
matrimonio, por su parte y por la mía, todo terminara en divorcio, para volver
a encontrarnos y casarnos formalmente, ¡con más de cincuenta años!.
Amigos y conocidos, se asombran
de todo esto, no hay para tanto, el verano juega estas malas pasadas. ¿O son
buenas?, no lo sé, pero ahora, a pesar de los muchos problemas que está
causando todo el desvarío de mi divorcio, -hace de todo esto quince años y
todavía tiene flecos el asunto-, estamos juntos de nuevo, no escatimamos
caricias ni nos escondemos de nadie. Nadie tiene el derecho de dudar de nuestro
amor, y para quién lo dude, solo tengo algo que decirle -¡Rezad al dios en el
que creáis para que no os suceda a vosotros algo así!.
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