LA PLUMA SOLITARIA
Ni
siquiera recuerdo, la memoria es frágil, cuando fue la primera vez que me
enseñaron a escribir con una pluma de ave. ¡Debe de hacer muchísimos años…! Me dicen
algunos que son más o menos contemporáneos de mi tiempo. Yo todavía lo recuerdo…
¡y menudas exigencias te hacían los maestros para que lo hicieras bien! No
tiene nada que ver con el tipo de escritura que se utiliza hoy, los trazos, las
terminaciones de las mayúsculas, todo estaba supeditado a la pluma, elemento
que se desgastaba y debías de tratar con mucho cuidado. Al ser de origen
animal, tenías que darle la forma y esmerarte en hacerle la punta, de forma y
manera que fuera comprensible lo que escribieras, y hasta en la escritura por
medio de las plumas de ave, personalizabas tú forma de escribir.
¡Que
tiempos aquellos en los que con media lengua fuera de la boca mientras
aprendías, buscabas el modo de que las vocales y consonantes sonaran como
debían! Nada de aquello es comparable a los sistemas modernos de escritura, peo
os confieso que yo, aprendí a escribir más y mejor que con los métodos que se
utilizan hoy día. Recuerdo con cierto entusiasmo, ir por la calle buscando
plumas sin apartar la vista del suelo, con el fin de encontrar la pluma ideal
para mí, largura, grosor, y punta, esta última imprescindible para poder luego
con sumo cuidado, recortar en determinado ángulo, el trazo que luego tendría
que tener lo que escribiera sobre aquellos bastos papeles hechos de ves a saber
tú que mezcla de pasta de madera estaban compuestos.
Un
día soleado, de esos en los que no andas buscando nada en concreto, paseando
por el zoo de mi ciudad, encontré entre la hierba, una pluma excepcional,
larga, decorada de forma natural, que parecía que algún artista se hubiera
entretenido en pintarla con aquellos primorosos colores. Con una caña de
bastante anchura, perfecta para mi gusto, con dos pintas que parecían ojos en
sus puntas, me quedé pasmad durante unos minutos observando y preguntándome a
la vez, de donde procedía aquella pluma única. Poco tardé en averiguar que era de
un pavo real, entonces mi alegría se multiplicó por mil, no era nada habitual
hacer un descubrimiento tal.
Junto
al tintero que cada mañana se nos colocaba en mitad del pupitre para dos alumnos,
saqué mi preciado tesoro del plumier y la extendí sobre la mesa. Mi abuelo me
había dado instrucciones de cómo debía usarla, para que no se echara a perder
en cuatro trazos todavía inexpertos para mi edad. ¡Cómo escribía aquella pluma…!
Mi primera frustración fue el ver como el maestro que no perdía detalle de lo
que hacíamos cada uno de los alumnos, sacó de su guardapolvo una tijera, y ni
corto ni perezoso, amputó la punta de la pluma.
“¿Qué crees que vas a hacer con esta pluma, a que has venido a la escuela,
a trabajar o a presumir delante de los compañeros?
Pues
bien, aquella pluma nunca fue una pluma solitaria, siempre la usé hasta que ya
se desmochó, comenzó a perder la soltura de las plumas más pequeñas, la grasa
de los propios dedos y el uso continuado de la pluma, cuando estaba realizando
trabajos de mi casa, hicieron que la pluma fuera perdiendo sus cualidades
iniciales. Sus cualidades iniciales eran, hay que reconocerlo, decorar el
hermoso cuerpo del pavo real, pero ya que la había encontrado tirada, la
ilusión de poseer algo un tanto exclusivo tirado en mitad de un jardín, fue
quedármela yo.
¡Qué
mala es la envidia, que dañino es el querer poseer lo que otros no pueden tener!
La pluma, finalmente, perdió todo el encanto que tenía al principio pero la he
mantenido conmigo hasta el día de hoy. ¿Por qué guardar una caña que ya no
tiene ninguna cualidad? El recuerdo, eso es lo que hace que todavía guarde como
si fuera un pequeño tesoro la pluma suelta que encontré aquel día en el parque.
Jamás olvidaré el cómo, lo que hice con ella y de que me sirvió aquella caña
suelta en mitad del zoo de mi ciudad.
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