LA PORTERA Y LA MADRE QUE
LA PARIÓ
Se
conoce, que esta forma de actuar, le venía a la señora Soraya desde tiempos
inmemoriales, su hija con su mismo nombre, heredó en consecuencia algunas características
de la madre que eran inevitables. Soraya madre era viuda, la hija soltera, pero
entrada en años y ambas, madre e hija se dedicaban a lo mismo, eran porteras en
un edificio de postín, en la zona de la ciudad, donde los nombres tenían poco
que ver el oficio al que se dedicaban.
Los
vecinos, que no las vecinas, querían que todos los encargos y recados que
tenían que hacerse los hiciera Soraya hija, no era lo mismo ver a la hija que a
la madre, con la piernas enfundadas en sendas medias para prevenir las varices
y la mala circulación. Soraya hija querría haber estudiado, hacer carrera, la
que fuera con tal de salir de aquel piso sin pintar, lleno de tapices
cargaditos de polvo, que cubrían las paredes, para disimular la falta de
mantenimiento de los treinta y cinco metros cuadrados de la portería, pero no
quedaba más remedio que ayudar a la madre. La mujer ya no estaba para los
trasiegos propios de una portera.
Sentada
en el cubículo de la garita que controlaba la entrada de la calle, vigilaba, nada
más que eso, las entradas y salidas del personal de la escalera. Si tenía
alguna duda, preguntaba sin levantar la vista de la calceta que pendía de sus
recios brazos, a qué piso iba, solo por preguntar porque no le cerraba el paso
a nadie, la escalera era como una especie de rambla por la que la gente
circulaba con toda libertad. El piso de las dos mujeres era el cuarto, con
ascensor claro está, pero la distancia que se debía recorrer entre el entresuelo
y el cuarto era considerable.
Soraya
hija, sin oficio ni beneficio, más que el que su madre de vez en cuando le
brindaba, cuando les llegaba la miserable paga de los vecinos, aceptaba de buen
grado esa pequeña recompensa que le caía del cielo como lluvia primaveral.
Sabía invertirlo bien ese dinerillo, se compraba ropa, cosméticos, y algún que
otro pellizco que dedicaba para recorrer tiendas de lencería en busca de
ofertas de ropa interior que le fueran útiles para su auténtica pasión, poder
cazar a algún incauto que la sacara de aquella vida que para ella no era tal.
Ya
tenía dos vecinos en el bote, eso quería decir que hasta los había filmado con
su móvil en el cuarto, en su propia habitación. Tal era su descaro, que hasta
les enseñó sin ningún pudor lo que tenía almacenado dentro de la memoria de
aquel pedazo de móvil que lo suyo le costó, engañar a una amiga de una compañía
de telefonía, para que se lo dejara pagar bajo unas condiciones especiales, a
la amiga le puso la excusa de que tenía que hacer un seguimiento exhaustivo de
cada cura que le hacía a su madre y documentar todo lo que pudiera al respecto.
Al médico fue a uno de los primeros que se llevó a la cama, solamente porque le
gustaba, no con otro fin. Los médicos, no todos, saben lo que les conviene y
Soraya no estaba para que ningún hombre le hiciera desplantes o la rechazara
con sus veintidós años. Su madre ya tenía un novio fijo a esa edad, y eso que estaba
casada.
Así
pues, no se puede asegurar que el asunto venía de herencia o eran otros los
motivos que la empujaron a esta clase de vida. En cualquier caso fue lo que
ella eligió, que lo hiciera bien o mal ya es más discutible pero el caso es que
las dos vivían, a cuerpo de rey. Hasta que se instaló el gas ciudad, un vecino
con el corazón de oro, le compró a Soraya un carrito para que no tuviera que
cargar en el ascensor, las botellas de butano y repartirlas por los pisos
cuando se lo pedían, para cuando esto pasaba ella ya tenía su vestimenta
digamos que especial, una minifalda que no escondía nada absolutamente que le
proporcionaba muy buenas propinas.
De
quince vecinos cayeron diez, buen promedio se decía ella para sí, la semana ha
cundido a base de bien, luego, los viernes por la noche libraba y dejaba a
Soraya madre a cargo de una vecina que la adoraba, se cocían de la escuela de
los salesianos donde estudiaron juntas, dormía en su habitación junto al lecho
de su madre, y se hacían compañía que era lo más importante.
Pero
lo bueno no dura siempre, llegó el inevitable momento del enamoramiento, y
Soraya, sea a cosa hecha o no se casó con un taxista más bueno que el pan,
Marcial. Jamás le dio motivos ni razones para dudar de él, trabajaba de sol a
sol como un esclavo, todo lo que ganaba lo daba en casa, salvo los pagos
obligados que toda persona de su oficio debe hacer, pagar la licencia, los
impuestos, la letra del coche… Hasta, por cariño a su suegra, le hizo que
dejaran la portería, ahí comenzaron los problemas, a Soraya hija, se le
escapaba una de las entradas de pasta más grandes y sin pagar impuestos que
tenía hasta entonces, el rollo del traca- traca con los venerables vecinos de
la comunidad. Alguno que otro le prometió ponerle un piso, otros se pusieron en
plan violento con ella, entonces les enseñaba las grabaciones y el tema quedaba
zanjado.
Los
años no pasan en balde, ahora es ella la que está a cargo de la portería y con
las piernas como botas enfundadas en sendas medias ortopédicas, de Soraya madre
ya casi nadie se acuerda, el taxista sigue soltero aunque retirado con una
buena paga, vendió su licencia y se la arrebataron de las manos, la causa
fueron los juegos olímpicos, de vez en cuando se ven para tomar café, las
porterías de hoy día no son como las de antes, tienen más libertad, y más
ventajas también.
No
sé si será porque las porterías han dejado de funcionar como entonces, lo que
es seguro es que hay algunas cosas y algunas personas, no pueden cambiar.
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