martes, 10 de mayo de 2016

LA PORTERA Y LA MADRE QUE LA PARIÓ

                                             LA PORTERA Y LA MADRE QUE LA PARIÓ

Se conoce, que esta forma de actuar, le venía a la señora Soraya desde tiempos inmemoriales, su hija con su mismo nombre, heredó en consecuencia algunas características de la madre que eran inevitables. Soraya madre era viuda, la hija soltera, pero entrada en años y ambas, madre e hija se dedicaban a lo mismo, eran porteras en un edificio de postín, en la zona de la ciudad, donde los nombres tenían poco que ver el oficio al que se dedicaban.
Los vecinos, que no las vecinas, querían que todos los encargos y recados que tenían que hacerse los hiciera Soraya hija, no era lo mismo ver a la hija que a la madre, con la piernas enfundadas en sendas medias para prevenir las varices y la mala circulación. Soraya hija querría haber estudiado, hacer carrera, la que fuera con tal de salir de aquel piso sin pintar, lleno de tapices cargaditos de polvo, que cubrían las paredes, para disimular la falta de mantenimiento de los treinta y cinco metros cuadrados de la portería, pero no quedaba más remedio que ayudar a la madre. La mujer ya no estaba para los trasiegos propios de una portera.
Sentada en el cubículo de la garita que controlaba la entrada de la calle, vigilaba, nada más que eso, las entradas y salidas del personal de la escalera. Si tenía alguna duda, preguntaba sin levantar la vista de la calceta que pendía de sus recios brazos, a qué piso iba, solo por preguntar porque no le cerraba el paso a nadie, la escalera era como una especie de rambla por la que la gente circulaba con toda libertad. El piso de las dos mujeres era el cuarto, con ascensor claro está, pero la distancia que se debía recorrer entre el entresuelo y el cuarto era considerable.
Soraya hija, sin oficio ni beneficio, más que el que su madre de vez en cuando le brindaba, cuando les llegaba la miserable paga de los vecinos, aceptaba de buen grado esa pequeña recompensa que le caía del cielo como lluvia primaveral. Sabía invertirlo bien ese dinerillo, se compraba ropa, cosméticos, y algún que otro pellizco que dedicaba para recorrer tiendas de lencería en busca de ofertas de ropa interior que le fueran útiles para su auténtica pasión, poder cazar a algún incauto que la sacara de aquella vida que para ella no era tal.
Ya tenía dos vecinos en el bote, eso quería decir que hasta los había filmado con su móvil en el cuarto, en su propia habitación. Tal era su descaro, que hasta les enseñó sin ningún pudor lo que tenía almacenado dentro de la memoria de aquel pedazo de móvil que lo suyo le costó, engañar a una amiga de una compañía de telefonía, para que se lo dejara pagar bajo unas condiciones especiales, a la amiga le puso la excusa de que tenía que hacer un seguimiento exhaustivo de cada cura que le hacía a su madre y documentar todo lo que pudiera al respecto. Al médico fue a uno de los primeros que se llevó a la cama, solamente porque le gustaba, no con otro fin. Los médicos, no todos, saben lo que les conviene y Soraya no estaba para que ningún hombre le hiciera desplantes o la rechazara con sus veintidós años. Su madre ya tenía un novio fijo a esa edad, y eso que estaba casada.
Así pues, no se puede asegurar que el asunto venía de herencia o eran otros los motivos que la empujaron a esta clase de vida. En cualquier caso fue lo que ella eligió, que lo hiciera bien o mal ya es más discutible pero el caso es que las dos vivían, a cuerpo de rey. Hasta que se instaló el gas ciudad, un vecino con el corazón de oro, le compró a Soraya un carrito para que no tuviera que cargar en el ascensor, las botellas de butano y repartirlas por los pisos cuando se lo pedían, para cuando esto pasaba ella ya tenía su vestimenta digamos que especial, una minifalda que no escondía nada absolutamente que le proporcionaba muy buenas propinas.
De quince vecinos cayeron diez, buen promedio se decía ella para sí, la semana ha cundido a base de bien, luego, los viernes por la noche libraba y dejaba a Soraya madre a cargo de una vecina que la adoraba, se cocían de la escuela de los salesianos donde estudiaron juntas, dormía en su habitación junto al lecho de su madre, y se hacían compañía que era lo más importante.
Pero lo bueno no dura siempre, llegó el inevitable momento del enamoramiento, y Soraya, sea a cosa hecha o no se casó con un taxista más bueno que el pan, Marcial. Jamás le dio motivos ni razones para dudar de él, trabajaba de sol a sol como un esclavo, todo lo que ganaba lo daba en casa, salvo los pagos obligados que toda persona de su oficio debe hacer, pagar la licencia, los impuestos, la letra del coche… Hasta, por cariño a su suegra, le hizo que dejaran la portería, ahí comenzaron los problemas, a Soraya hija, se le escapaba una de las entradas de pasta más grandes y sin pagar impuestos que tenía hasta entonces, el rollo del traca- traca con los venerables vecinos de la comunidad. Alguno que otro le prometió ponerle un piso, otros se pusieron en plan violento con ella, entonces les enseñaba las grabaciones y el tema quedaba zanjado.
Los años no pasan en balde, ahora es ella la que está a cargo de la portería y con las piernas como botas enfundadas en sendas medias ortopédicas, de Soraya madre ya casi nadie se acuerda, el taxista sigue soltero aunque retirado con una buena paga, vendió su licencia y se la arrebataron de las manos, la causa fueron los juegos olímpicos, de vez en cuando se ven para tomar café, las porterías de hoy día no son como las de antes, tienen más libertad, y más ventajas también.
No sé si será porque las porterías han dejado de funcionar como entonces, lo que es seguro es que hay algunas cosas y algunas personas, no pueden cambiar.

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