LAS TOTOS DE LA ABUELA
Jacinta,
la abuela artista de la casa había sido en su día artista de revista. De
revista de esas que entonces eran calificadas picantes, de revista en las que
se combinaba lo picaresco con la broma y lo absurdo, sin pretender llevar más
allá de lo estrictamente censurable la actuación de determinados artistas con
poca ropa, se usaban mucho las lentejuelas y los desnudos. Pues determinadas
circunstancias de la vida, hicieron que descubriéramos esa faceta de la abuela
Jacinta cuando era joven.
Yo
fui el único en la familia que pudo desentrañar a qué se dedicaba mi abuela,
construía para una empresa en la carretera de Sants tramoyas para el teatro,
las transportaba y las dejaba en los almacenes que ya me sabía de memoria donde
tenían que colocarse y en qué orden. Pregunté, indagué y volví a preguntar
sobre aquellas viejas glorias del mundo del espectáculo. Al final di con ella,
unas fotos de color sepia y unos carteles me dieron la respuesta, ¡vaya con la
abuela Jacinta…! En algunos carteles aparecía desnuda, vestida solamente con un
gran chal de marabú que tapaba su cuerpo.
Pregunté
al empresario quién era aquella hermosa mujer que se exhibía de aquel modo en
los letreros pero no supo decirme nada que fuera sustancioso ni creo que
veraz. Una de las muchas vedettes que
pasaron en la posguerra por algunos teatros de fama, me dijo. Poco más te puedo decir de ella, trabajó para
mi abuelo, que en su día, fue un gran empresario en este negocio, la recuerdo
vagamente porque no hacía más que hablar de ella, incluso le compró una casa en
Mataró a un indiano venido a menos. No podía separarse de ella ni un solo
instante, le tenía robado el corazón, pero al poco se marchó con un empresario
a Madrid, con él sí que hizo un buen negocio, lo exprimió como a un limón, es
más no le dejó ni la pulpa diría yo, ¡menuda gachona esta!
No
me identifiqué como su nieto mayor pero sí que logré que me diera algunas de
las fotos manoseadas y llenas de agujeros de chinchetas que las guardé como oro
en paño. No por nada en concreto, eran un recuerdo de mi abuela, que era lo único
que tenía de ella, no tenía más que aquellas fotos descoloridas por el tiempo y
los años pasados. De cualquier forma le pregunté a mi padre, el problema es que
tiene alhzéimer, y el hombre ya no hilaba nada fino, de poco sirvió, le
preguntabas sobre cualquier otra mujer y resulta que con todas había tenido
aventuras o relaciones, ¡cuando yo te digo que no picaba nada de nada!
Algo
recordaba de su vida en común con la abuela, pero más bien poco, se pasaba la
mujer todo el año viajando y engañando a su familia. El hombre se quiso rehacer
en algún tiempo de su vida para reconquistar a Jacinta pero se conoce que llegó
tarde, ¿Quién hubiera cambiado la vida que llevaba con la que le ofrecía el resto de la familia?
Nadie, el hombre al final se convenció de que no tenía nada que hacer, sacó una
entrada para el espectáculo en el que actuaba Jacinta y al salir ya era otra
persona, fue a menos y se quedó como ahora lo teníamos en casa. Fabián, el
abuelo, no tenía ni un ápice de memoria, excepto cuando se le iluminaba el
rostro y le enseñabas alguna de aquellas fotos de cuando era artista.
¡Ojalá
no se me hubiera ocurrido investigar en la vida de aquella mujer, que para más
inri era mi abuela! Me tuve que sumergir en aquel mundillo de la farándula,
¡vaya error…! Me comenzaron a llover recuerdos de todas partes, amigos de la
infancia de mi abuela comenzaron a enviarme recuerdos, turnés que hizo por
medio mundo, bolos se les llama ahora, y disfrutó de determinado éxito que la
encumbró a la categoría de vedette en algunos lugares, en España claro porque
lo que es en el extranjero no se comió un rosco. Sí que actuó, hasta en Paris
pero le duró poco, la competencia era feroz y los empresarios relacionaban precio
y calidad del género.
Yo
soy Fabián y me exilio a algún país sudamericano, pero muy lejano. En cambio al
hombre le dio porque su mente lo abandonara, se abandonó. Todo por unas fotos,
y unos cuantos recuerdos pasados de moda y de paso, de color. No sé cómo, pero
las fotos desaparecieron, mi vida se amargó de mala manera y para postres, en
la empresa me dieron tres meses para reciclarme, todas las tramoyas comenzaron
a hacerlas de plástico inyectado. Me tuve que buscar un piso de veinticinco
metros cuadrados, un loft que me tenía sacrificada las piernas de los golpes
que me daba por la esquinas de la casa, y pagando un pastón, setecientos euros al
mes más comunidad.
Me
sabía mal perder las fotos de mi abuela, ¡pero es que todas eran de una mujer
joven cuyas partes dejaron de verse por lo descoloridas que estaban! Lo cierto
es que aquella mujer, a la que no había conocido en persona solo en fotografías
dejó de tener interés para mí. Nada que una mañana, me despedí de ella
enterrando las fotos en una caja de zapatos. Ahí se acabó la historia de aquellas
fotos sepia de la abuela desconocida.
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