NADIE ACUDIÓ AL ENTIERRO
Los
caballos que tiran del carruaje, son los únicos indiferentes al transporte que
hacen ese día de pleno verano, por el polvoriento camino. El cochero, sin
atavíos especiales, se niega a echar una mano a la hora de bajar del asiento
para dar un golpe de mano. Lo hace por qué no ve con buenos ojos, el modo como
están sacando de la casa, el improvisado
ataúd de tablas finas de pino barato, que los familiares de doña Emilia han preparado
para la hora de su muerte.
Más
parece que estén cargando una mercancía cualquiera que a un cadáver, la mejor
persona que jamás vivió en el pueblo, Perugo es su nombre. Sus dos hijas con
sus respectivas esposas e hijos, su hermano de ella Amancio, todos han
colaborado de un modo u otro, a que este último paseo de su madre, suegra
abuela y amiga, lo tuviera gratis.
Por
delante queda casi media hora de camino, el cementerio lo comparten tres
pueblos, lo que significa que en estas tierras hay pocos entierros, la gente no
muere fácilmente, se resisten a dejar este mundo que aun sabiendo que es una
mierda, tratan de sacarle el jugo a la vida, haciendo más de lo que la propia
Pachamama, como dicen los indios de centro América, les pide. Han educado
durante muchos años el terreno, lo han domado, vecinos como Emilia que
arrancaron las primeras malas hierbas de estos páramos, saben porque Perugo es
hoy lo que es. Los recién llegados dejaron la vida demasiado pronto, en manos
de los espinos y abrojos del llano para poder cultivar en él patatas, habas,
tomate legumbres y el resto de legumbres que agradecidas por ser usadas,
arraigaron en esta tierra.
El
cochero maldice mil veces la postura de la familia que se sacude los bajos del
pantalón de domingo, después de haber subido al carro el féretro, si se le
puede llamar así. No tenéis sangre en
las venas malditos, tiempo queda para que mis ojos vean alguna de vuestras
defunciones, veréis entonces como os llevo al galope camino arriba hasta llegar
a Iniesta, allí ya habréis caído del carro, es un juramento que os hago, una
promesa. Así de cabreado está Ricardo, la insensibilidad de las personas ante
la muerte, le puede, sabe que es inevitable, por eso espera que por lo menos,
la familia reflexione por el camino sobre el significado de la vida, en que ha
invertido uno sus esfuerzos.
Es
evidente que la familia estaba esperando que muriera Emilia para echarse como
locos a buscar el lugar, donde escondía los cuartos. La mujer tenía tierras arrendadas,
beneficios de los dos pozos de agua que dan vida al pueblo, la casa vieja y
bastante desastrada, es un lugar difícil para encontrar aquello que buscan. Por
eso no van al entierro, a toda prisa, en cuanto el carro mortuorio desaparece
de la vista de todos por la subida del pueblo, corren todos como animales para
buscar el tesoro que Emilia esconde en la casa.
¡Más
les hubiera valido ir de entierro…! han puesto la casa patas arriba, despachado
a los vecinos que desde lejos han llegado a darles el pésame por la muerte de
una persona tan querida. Cansados de buscar y reunirse para decidir qué hacer,
lo dejan todo en manos de dios bendito.
¡Que vamos a hacer… no vamos cavar hasta destruir los cimientos!
Emilia
ha sido enterrada donde ella quería, al lado de su querido esposo, el padre de
sus hijas. Ricardo el vecino que se ha ofrecido a llevar esa lúgubre carga
hasta el lugar de descanso de Emilia, se queda un rato pensando en la pérdida
que significa para todos los vecinos de los pueblos aledaños, la muerte de esa
gran señora que jamás le negó nada a nadie. Al cabo del rato, después de dar
unos pequeños retoques a la tumba y colocar el único ramo de flores compradas
para el entierro, se cala el sombrero de paja de ala ancha sobre la cabeza y
regresa igual de enfadado que cuando marchó solo a enterrarla.
Juan
el pastor, que desde hace poco más o menos quince años que tenía por vecina a
Emilia, vuelve de las tierras altas con el rebaño de ovejas y cabras,
doscientas cabezas por lo bajo, cuando las deja guardadas en el corral, les da
el alimento necesario y abre la fuente de agua limpia para que no pasen sed después
del último tramo de camino, apaga la luz del lugar y sale de nuevo a la calle.
Dos chiquillos le alertan de lo sucedido a Emilia, acelera el paso y se dirige
a casa de la finada, abre la puerta con llave y con paso lento se dirige a la
cocina donde tan buenos momentos pasó con su amiga Emilia. A oscuras, se sienta
junto al fuego apagado, mira dentro como si de un espejo se tratara, se mece
con las piernas cruzadas y llora en silencio, es tal el silencio, que se oye a
sí mismo pasar las lágrimas por la garganta, como si de pequeños sorbos de agua
fueran.
¿Cómo
se ha ido usted sin estar yo aquí Emilia…? mueve la cabeza maldiciéndose a sí
mismo por haber tardado tanto con el rebaño, los buenos pastos que hay junto a
la ladera de la montaña, entre el rio y los campos recién segados lo
convencieron para que hiciera noche allí con ellos. Durmió del tirón sabiendo
que los tres perros Tron, Turo y Tras estarían atentos como siempre para que
ningún animal escapara o fuera atacado por lobos o zorros. Al levantarse y atar
su manta alrededor del zurrón de piel que siempre lo acompaña, junto a su radio
transistor, y alguna herramienta imprescindible para curar a algún animal que
se hiera durante el camino, sí que sintió un raro escalofrío que le recorrió el
cuerpo, como si alguna corriente de baja tensión atravesara su cuerpo, pero no
le dio mayor importancia.
No
se sabe si habla ahora con el mismo o con ella…
No se apure Emilia he sacado buen dinero por los animales que subí al
otro lado de la frontera, he bajado más despacio, porque estos no conocen el
camino, y ya sabe usted, que por senderos no trazados en la tierra, a los
nuevos les cuesta adaptarse al camino. Gracias por hacerme este regalo, me ha
devuelto la vida cediéndome su rebaño, voy a atender ese negocio como si fuéramos
juntos de la mano, gracias.
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