EL
PARAGUAS AZUL
No
es grande, el vástago que lo sostiene es de madera, con un pequeño cono dorado
en la punta, lo veo a diario porque ésta es tierra de bastante sol. Moviéndose
dentro del jardín de la familia Baeza, todavía no sé quién es su dueña.
En
cambio este paraguas, que también puede, porque no, ser sombrilla, es paseado
por una mujer, se nota por la manera de moverse, de forma pausada, mirando las
flores y los rosales de colección que me consta tiene la señora de la casa, y
que cuida con tanta dedicación. La parte vallada de la finca, y los setos que
por otro lado marcan los lindes de la propiedad, impiden ver quién es la dueña del
paraguas o la sombrilla, dígase como se quiera, lo que protege del agua, de los
rayos del sol puede evitar también.
Cada
día a la misma hora, como tuviera el tiempo cronometrado, se abre el paraguas
por la parte de atrás de la casa, baja por el camino de piedra que se construyó
para evitar caer o pisar las preciadas plantas, y se encamina de manera formal
y casi matemática, a repasar de arriba abajo, todo lo que se ha plantado
recientemente o ha visto la luz del sol merced a la constancia y dedicación de
las delicadas manos de la dueña del jardín.
Pasada
una hora, el paraguas sube nuevo por el camino, se encamina a la parte trasera
de la casa y antes de doblar la esquina de esta se cierra. Es cierto que con el
paso del tiempo, a fuerza de darle el sol el paraguas se va desluciendo, pero
de eso hace ya mucho, años han pasado desde la primera vez que lo vi abrirse, y
desde entonces, cada día la misma historia. Es como si el tiempo se hubiera
detenido en esta parte del día, la misma persona, el mismo tiempo en el jardín
y los mismos característicos movimientos en su recorrido.
He
envejecido mirando los mismos paisajes desde mi ventana, he pasado horas y
horas, casi poseído por el movimiento de ese paraguas azul, por la curiosidad
de ver quién lo lleva apoyado en su hombro, y voy a decir más, lo he pintado,
sí, me gusta pintar paisajes urbanos y de campo, al fin y al cabo vivo en un
pueblo donde suceden pocas cosas, y las que hay que ver quedan reducidas a un
puñado de pequeños acontecimientos costumbristas, romerías, fiesta de algún
santo, y la fiesta mayor de julio, hay otra en otoño, más pequeña, pero que
trae al pueblo a gentes venidas de lugares más remotos que nuestro pueblo.
Un
hombre curioso donde los haya, que pasea con levita y sombrero de copa incluso
en verano, se acercó a mí hace unos días atrás, mientras ponía a secar las
botas que ya había limpiado del barro de la calle. ¿Es usted don Zacarías? Si señor ese soy yo. Verá usted, me han dicho que ha pintado usted
un cuadro digno de admirar, aparece en él un paraguas azul pálido detrás de
unos setos… Sí lo pinté yo, pero si
viene con la intención de comprarlo, le anticipo que no está en venta, lo pinté
solo por la satisfacción de tener un recuerdo de esta vista sin igual que
presencio cada día. No se preocupe,
solo vengo para pedirle si tendría la oportunidad de verlo. Eso sí por supuesto, pase usted, lo tengo
arriba delante de la chimenea. ¡Ho, de
veras que es exquisito señor Zacarías, ¿está usted seguro de no querer
venderlo? Si señor lo estoy, y le diré
porque, este cuadro, este paisaje tan localizado y breve, forma parte de toda
una vida, la mía, no pienso desprenderme de él.
Me
parece una muy buena razón, le voy a dar
la mía, es posible que le interese.
Usted dirá… Le propongo hacer
una visita al lugar donde nunca ha podido acceder y por el que usted ha paseado
junto a esa preciosa sombrilla de manera simbólica, caminando junto a la
persona imaginada, tocando las flores y plantas que ha estado cuidando durante
gran parte de su vida.
Zacarías
piensa cabizbajo, parece que le estén invitando a visitar el país de todas sus
fantasías pasadas, duda si será o no verdad que la propuesta es legítima,
auténtica, mira con cierto recelo al señor encopetado y responde como si
estuviera negociando… Solo pongo una
condición añadida a la propuesta que me hace.
Dígame cual es, procuraré complacerlo.
Quiero ver en persona a la mujer que durante tantos años no he sido
capaz de poner rostro, tras el paraguas azul.
Me parece justo, sin embargo necesito el permiso de la que usted me
habla, comprenda que sin su consentimiento tengo las manos atadas. De acuerdo, vaya usted pues y expóngale mi
petición.
Zacarías
ha tenido que esperar solo dos días, comienza el mes de junio, el campo, las
flores, todos los jardines están reventando en un estallido de colores y
matices propios de su origen, los olores y perfumes de determinadas plantas
evocan un sinfín de sentimientos diferentes en cada persona, unos recuerdan sus
orígenes en los montes, otros el simple colorido de las diferentes especies de
geranios de sus patios recién regados. El señor que le visitó hace dos días,
vuelve a establecer contacto con Zacarías, le explica que la señora está de
acuerdo, pero que no confunda esta excepcional visita con una amistad. Claro, lo comprendo, no es mi deseo
establecer amistad alguna de amistad con ella, solo el deseo sano de conocerla,
eso es todo. Mañana por la tarde a las
cinco y media, le esperará a usted para tomar un café o lo que quiera, entonces
tendrá que llevar el cuadro. Me parece
justo, allí estaré. Yo le estaré
esperando en la puerta de la esquina que hay al final de la valla metálica,
hasta mañana entonces.
El
pintor no ha podido pegar ojo esta noche, la ha pasado estirado en un diván de
la torre, en su estudio, respirando el olor de las pinturas, telas y marcos que
usa para terminar sus obras, con las manos bajo la nuca estirado, pensando cómo
será el recibimiento, como debe saludar a aquella que hasta entonces no ha sido
más que una difusa figura, que siempre ha visto entre rayos de sol y sombras,
debajo del paraguas azul, deslucido por los años. Se ha quedado dormido
pensando, recorriéndole unos breves escalofríos por el cuerpo, le ha despertado
un gallo, los relojes naturales que hay, en cualquier pueblo que se precie.
Después del café de la mañana, se arregla y se viste para la tarde, en su
interior quiere que se acelere la hora del encuentro, se lustra los viejos
zapatos que quedan casi nuevos, a fuerza de cepillo y una pizca de betún negro
que acartonado queda en una lata, el búfalo de la carátula le recuerda las
veces que tuvo que utilizar el betún cuando andaba tras una chica del pueblo
con la que no llegó a nada, ¿Cómo se iba a casar su hija con un bohemio?
Deambula por la casa, sube y baja decenas de veces las escaleras de su casa,
toda ella está llena de obras inacabadas, cuadros que no pudo terminar porque
en su interior tenía otro objetivo, perfeccionar el cuadro que cada nuevo
despertar despertaba en él un color nuevo, un retoque de contraluz en esa
esquina, donde los ladrillos de la valla, quedaban al descubierto, porque el
enlucido de cemento caía al suelo vencido por el paso del tiempo.
Si
hubiera tenido que repetir el cuadro, le habría costado lo suyo, la vista aun
con las gafas redondas de montura de metal, le impedían ver esos detalles que
años atrás lograba intuir con esos ojos de águila que tenía. Entre una cosa y
otra, se ha hecho un bocadillo de jamón, en el pueblo nunca faltan productos
derivados del cerdo. Un trago de clarete y luego un café exprés marcan la hora
de ir descolgando el cuadro y embalarlo, primero en una fina tela de hilo, de
una sábana sin estrenar, que guardaba para su cama. Luego un envoltorio de papel
grueso marrón encerado por dentro, y atado con un nudo, hilo de lino blanco y
grueso, completan el empaquetado del cuadro.
Es
hora de asistir al evento Zacarías, vamos para allá, se dice a sí mismo. Llega
cinco minutos antes de la hora, la puerta por la que el hombre de la levita le
dijo que debía entrar está todavía cerrada de modo que espera con el pesado
cuadro apoyado sobre sus pies, él a su vez, está apoyado en la limpia pared de
piedra que flanquea la entrada de la amplia cancela de una de las entradas a la
finca.
Dos
minutos más tarde se tropieza con la mirada amable del hombre de la levita,
esta vez viste un largo mandil de mil rayas de algodón con peto. Por favor Zacarías pase usted, la señora le
espera, sígame por favor. Un cerrojo a prueba de ladrones se desliza contra la
otra mitad de la puerta cerrada, quién intente acceder a la casa por esa puerta
lo tiene claro, piensa Zacarías, puntas de lanza afiladas como cuchillos de
carnicero recorren todo aquel tramo que incluye como no, la valla, con una
indicación de mano le invita a seguirle. Bajan cinco escalones de piedra
natural, hasta el cenador, junto a un estanque precioso, allí bucean y salen a
la superficie peces de colores, asoman sus hocicos y vuelven a descender,
parecen bailar para su dueña, sentada casi de espaldas a él, a Zacarías, con el
paraguas que se intuye que cuando era nuevo, era de color azul, el mango, lo
adorna una cabeza de cisne que parece tener vida propia. Señora, aquí está el pintor del que le
hablé, mientras llega a su altura Zacarías está cada vez más nervioso, la
espera es la que seguramente está acelerando su pulso, y las inmensas ganas de
conocer a la protagonista del cuadro, que levemente gira la cabeza. Lleva un
recogido de cabello que inspira a las señoras de hace cincuenta años atrás,
terminado en una trenza perfecta que también recogida y prendida con alfileres
de cabello, deja al desnudo su cuello.
Buenas
tardes señora, mi nombre es Zacarías, es un inmenso placer conocerla. Lo sé señor Zacarías, también es un placer
para mí conocerlo, me han dicho que algunas de sus obras son excepcionales.
Zacarías la mira azorado, tiene un rostro exquisito, a pesar de los años
pasados, es tal como la imaginaba en su cuadro, sin verla, siempre traslúcida,
solo parte de su figura alguna que otra vez ha podido ver, con sus largos
vestidos, lazos perfectos, atados por detrás de sus delicados delantales de
colores pálidos. Tenga la bondad de
sentarse, cuénteme, ¿cómo se le ocurrió la idea de pintar un cuadro que tuviera
que ver con esta finca? Verá usted, es
difícil de explicar el principio que lleva a un pintor a comenzar determinada
obra, unos lo llaman inspiración, otros no saben muy bien que decir, ese es mi
caso, mirando por la torre de ahí enfrente, la vi a usted, hace años de eso,
observé su finca, los alrededores, parte de sus flores plantas y árboles, dejé
de lado un retrato que me habían encargado y me puse a esbozar lo que observaba
a diario su finca, la veía salir, pasear entre el jardín, podar algunas ramitas
y regando las plantas, siempre con su paraguas azul, lo cierto es que jamás la
pude ver bien, de manera que me concentré en su paraguas, centrándome en él,
logré inspirarme en su dueña, de hecho, la inventé. ¿Qué le apetece, café o té? Café por favor.
Es
posible que no crea usted lo que le voy a decir. Claro
que lo creeré, usted dirá. He sido
profesora durante muchos años, mi familia necesitó de mi atención, lo dejé todo
por estar junto a ellos. A pesar de los esfuerzos de los médicos por salvarles
la vida, ambos murieron. Desde su muerte, poco tuve que hacer en esta casa
salvo cuidarme de las flores, fue mi desahogo, mi terapia, ¿comprende…? Comprendo, buscó refugio en el jardín. Eso
es, créame si le digo que lo que me rodea, me salvó de caer en una grave
depresión. Si me permite, debo decirle
que se la ve una mujer fuerte de espíritu, lo he comprobado cada vez que ha
salido a atender su jardín, pocas personas dedican el tiempo y el esmero
necesario, que usted ha dedicado a este precioso rincón, decididamente, todo
este tiempo, ha dado sus frutos, no solo en esas criaturas con su particular
vida, sino también en la suya propia.
Fue desde la muerte de mis padres, cuando comencé a tener tiempo para
dedicarlo a usted y su obra.
Zacarías
se sorprende, resulta que ella lo ha estado observando, por lo menos eso es lo
que deduce a tenor de lo dicho. ¿Ha
visto usted cómo pintaba el cuadro…? Más
o menos, claro, he necesitado la ayuda de unos prismáticos en ocasiones… sonríe,
mientras Zacarías piensa en el ridículo espantoso que debe de haber hecho si
estaba siendo observado. Esto ha sido
un golpe bajo señora, dice muy serio, ha violado usted la intimidad de una
persona, eso no se hace. No sea así
hombre de dios, no crea que ha venido aquí solo para verme, cosa que me parece
de recibo dado que es usted el artista, quiero pagarle por su obra, no la he
visto todavía, ¿sería usted tan amable de enseñármela? No, me comprometí a traer el cuadro a cambio
de verla a usted, de conocerla, ya he satisfecho mi curiosidad, discúlpeme
tengo muchas cosas que hacer, gracias por su hospitalidad.
Eso
es algo que Elena no esperaba, Zacarías se ha levantado de la mesa, dejando su
servilleta encima del mármol, ha tirado de las solapas de su chaqueta hacia
adelante y con paso firme se dirige a la salida, el lugar por donde ha entrado
hacía poco más de una hora, el hombre de la levita lo está esperando en la
puerta. Hace usted mal Zacarías, la
señora Elena le puede abrir puertas que son impensables para usted, ande vuelva
y discúlpese, no es mujer rencorosa en absoluto, verá como todo puede
arreglarse. Según usted, ¿de qué me
tendría que disculpar?, no veo en que la he podido ofender. Mírela, está sentada en su lugar sin moverse
siquiera, eso es señal de que espera que usted vuelva, no le cuesta nada, ¿Qué
tiene que perder…?
El
pintor no le ha dado tregua, lo mira con ojos de indiferencia y sin hablar ni
una sola palabra sale por la puerta camino de su casa. Después de escanciarse
un vaso de vino, pensando durante un buen rato en la parte inferior de la casa,
sube al torreón y se dispone a poner unas improvisadas cortinas, que no son más
que redes de pescador que tiene guardadas todavía con sus corchos redondos
alrededor, colgadas de alcayatas, que clava previamente en el envigado del
techo cubriendo así la ventana que da a la propiedad de doña Elena. Ahora la
ventana, está cerrada de cuanto pasa en su interior, nadie puede ver nada salvo
luces opacas y una sombra que se mueve en su interior sin saber quién es y qué
hace. El torreón dispone de tres ventanas, la que ha cerrado a las miradas
indiscretas, está ahora anulada a los ojos de curiosos. Saca las contraventanas
de madera de otra ventana lateral que le da una nueva perspectiva, una visión
diferente, otra referencia del inmenso paisaje que tiene a su alrededor, limpia
los cristales, cambia cuadros inacabados de lugar, los almacena bajo la ventana
de la red de pesca, con cuidado selecciona los trabajos más importantes que
tiene pendientes, por fecha de entrega.
Dispone
el caballete de pintor y sobre él coloca una tela, que magníficamente
trabajada, representa a una mujer medio desnuda, que sale de un estanque con los
brazos levantados, recogiéndose los cabellos sobre la cabeza, caminando con los
muslos a medio emerger del agua, tiene que comenzar a hacer retoques en la
figura de la mujer, dar los últimos toques maestros de luces y contraluces que se dejan
ver entre la vegetación que la rodea. Se sienta y observa con lentitud todo el
conjunto del cuadro, definitivamente no necesita ningún retoque de verdes o
amarillos pálidos, de marrones sabiamente combinados, para resaltar las cortezas
de los árboles. Todo está perfecto mirado desde cualquier ángulo. Esto es realismo puro, se dice para sí mismo
Zacarías, ahora solo falta ella, ha de quedar perfecta en este escenario, el
agua alimentando el estanque, fluyendo sobre las rocas, formando estos círculos
cuando llegan al encuentro de esa balsa traslúcida, donde los pececillos se
dejan ver de lo claras y puras que son estas aguas.
Deja
el resto del trabajo hasta mañana y se acerca a la playa andando, hay un buen
trecho hasta llegar a ella, pero es un paseo delicioso, antes de llegar a la
arena, humedales a lado y lado del camino, pasean sobre sus aguas, avecillas y
aves zancudas que buscan pececillos despistados de los que se alimentan, otras
especies de patos pequeños, deambulan por sus aguas, se sumergen buscando pequeños
renacuajos y peces, larvas de otros animales, que pusieron sobre hojas sus
huevos, cuyas raíces nacen del agua. Llega al mar y allí, sobre una duna de
arena, se sienta Zacarías abriendo su cuaderno de dibujo, no va a hacer esbozo
alguno de lo que a su alrededor se ve, ha ido allí para perfeccionar los
detalles de la mujer del estanque, con el lápiz de carbón y el dedo meñique va
sombreando las partes que deberán aparecer más o menos definidas en el cuadro.
Se hace de noche, con calma se levanta de la obligada postura que se ha
impuesto para dibujar y se sacude la culera del pantalón, vuelve a su casa.
Destapa
la cazuela de sardinas en escabeche y se sirve en un plato seis sardinas con
tres ajos y una botella de vino para celebrar que hoy ha tenido éxito en sus
logros. Deja de pensar en todos los acontecimientos del día, va, ya están
pasados, Zacarías no es persona de acumular satisfacciones ni rencores, a lo
largo de su vida tiene comprobado, que eso no lleva a nada. Cómo siempre
aprendió desde que era chico, lo pasado, pasado está, esa es su filosofía, está
convencido que de no ser así, habría dejado hace mucho el tema de la pintura,
se habría dedicado a trabajar en una conservera, o sería marinero, quien sabe.
Vive modestamente de sus cuadros, pero vive al fin y al cabo, y cuando ha
pasado por algún apuro económico lo ha superado con o sin ayuda, el dinero es
poco importante para vivir, la dignidad no, la dignidad es necesaria,
imprescindible para poder ir por donde quiera que sea, con la cabeza bien alta.
El
cuadro de la mujer del estanque ha quedado que ni bordado, la joven mujer como
si naciera de las aguas se deja contemplar con un esplendor fuera de lo común,
las sombras de sus pechos contra la luz del sol, el comienzo del asomo del
cabello de su pubis, el agua que se aparta al avance de sus pasos… el chapoteo
de sus delicados pies saliendo del agua se escuchan mirando el cuadro, de
pronto se le ocurre pintar allá a lo lejos, a un pastor con un zurrón colgando
en bandolera y su cayado en la mano, lo pinta lejos de la mujer, no quiere que
este la vea de cerca, solo que pueda ver
su figura, de modo que allí en lo alto de unas rocas, está el pastor con una
pierna apoyada en un saliente, no se sabe bien si la observa a ella o a alguna
de sus ovejas descarriadas, Zacarías quiere pensar lo segundo, se sonríe y lo
apunta con el mango del pincel… Bribón
¿la has visto verdad, o todavía buscas a la oveja que has perdido? El pastor no
contesta, parado sobre aquel saliente está atento a sus movimientos, de la
joven o la oveja perdida, Zacarías quiere, que quién quiera que observe el
cuadro, saque sus propias conclusiones sobre los dos personajes.
Puede
que la muchacha haya ido a bañarse al estanque con la intención de ser vista
por el pastor, o puede que el pastor la siga con el fin de verla bañarse
desnuda e imaginarse cómo era Eva, la primera madre de la humanidad. Otros
verán en el cuadro la hermosura de las aguas que caen desde la montaña,
danzando entre las rocas hasta llegar al estanque. Cada espectador tiene sus
propias preferencias, es por eso que sin excederse Zacarías ha puesto solo dos
personajes humanos, lo demás, el entorno, es la naturaleza.
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