MIRA, DÉJALO ESTAR Y YA HABLAREMOS…
A Claudio, camionero de profesión de transportes internacionales, le legaron voces un día, de que su mujer estaba tonteando con un chico que apenas cumplidos los dieciocho, trabajaba en un pequeño supermercado a cien metros de su casa.
No se sabe muy bien quién fue quien levantó esos rumores, pero hasta cierto estaban bien fundados. Un hombre que a menudo falta de su casa un mes entero, y deja a su esposa -una mujer atractiva- al cuidado de la casa, es razón sobrada, para que de qué hablar a mucha gente. Sobre todo en un barrio populoso, en el que todo el mundo se conoce -cosa extraña hoy día-. Pero el hecho es, que cada vez con mayor revuelo, la gente hablaba. Ni la esposa del camionero, ni el chico del supermercado, estaban al corriente de los chismes que iban arriba y abajo del barrio.
Había quién, sin conocerlo a él, empezaron a ir de compras a la tienda, querían saber cómo era el muchacho, de ahí pasaron a querer saber donde vivía y con quién. Difícil sería el saberlo, al terminar su jornada, cogía su moto y salía disparado hacia no se sabe. Las vecinas querían saber más, así pues urdieron un plan para cuando fueran de compras, preguntarle al chico, después de trabar amistad, de donde venía, con quién vivía, en fin cosas de esas en las que se entretienen personas, que parece, que lo tienen todo hecho en su casa.
Llegaron a saber pues, poco y menos de la vida del muchacho, lo que si sabían era, que cada vez que llevaba un pedido a casa de Enriqueta, tardaba demasiado en salir. Allí había algo que olía mal, pero… claro, uno no se puede meter en casa de los demás, de manera que concluyeron que este chico y Enriqueta estaban liados.
Cuando ella salía a buscar el pan, o hacer otras compras, aparte de lo que se podía proveer de la tienda, cien lenguas hablaban, y doscientos ojos la seguían, sacando sus propias conclusiones. Entonces, comenzó la gente, a verlos por el barrio, juntos -mentira-, besándose en un portal, -mentira de nuevo-, abrazándose a través de los cristales del balcón de su casa, -otra sandez-, y de este modo engordando aquel mito, hasta que la mayoría de gente del barrio, los convirtió en amantes.
“Esa mujer no tiene freno, ¡qué poca vergüenza tiene, aprovecharse de esta manera de un jovencillo que podría ser su hijo!.”
Esto, planteaba otra cuestión importante para aquellos vecinos saturados de moral y buenas costumbres, ¿quién le haría saber a Octavio, el esforzado camionero lo que su mujer hacía?, porque hablar, se puede estar hablando eternamente de una cosa así sin que salga a la luz. Le correspondió a Ana, la mujer del quiosquero, el elaborar un plan para hacerle saber este asunto a Octavio. El hombre, cuando llegaba a casa después de un largo viaje por el extranjero, se quedaba en casa dos o tres días, el merecido descanso que le correspondía, después de pasar fronteras de la comunidad europea, haciendo transportes de todo tipo. Compraba el periódico siempre en el quiosco de Ana y Pedro, solo le interesaban los periódicos deportivos, de vez en cuando compraba algún otro, que llevara consigo una película en DVD por un euro más.
En el café de enfrente del quiosco, un día, entró ella sabiendo que él estaba allí tomando algo.
“¿Qué Octavio, que tal se ha dado este viaje?, ha hecho un frio del demonio he… A veces pienso en ti, en mitad de esas carreteras solo, haciendo kilómetros, expuesto a cualquier cosa que pueda pasar en la ruta.”
-Gracias Ana, que alguien piense en ti siempre es reconfortante. Pero ¡son tantos años ya los que llevo en lo alto el camión, que me parece que no sabría hacer otra cosa!. Faltar de casa tanto tiempo, es lo que peor se lleva, Enriqueta siempre me lo dice, le hago falta aquí. Queremos ser una familia normal para poder hacer vida de familia, ¡sería muy bonito!.
“Bueno, por lo menos tiene compañía con el chaval del supermercado, se conoce que el crio este no tiene adonde ir y pasa muchos ratos con ella.
-¿A sí? no lo tengo visto, ¿Dónde dices que trabaja?...
“Pues en el supermercado de la esquina, se ve un chaval muy trabajador y servicial.
Octavio pagó su consumición y se fue sin prisas en dirección a su casa. Era sábado, y al cabo de un par de horas, los doscientos ojos que vigilaban las reacciones de aquel hombre tuvieron su satisfacción. Jose Luis salía del establecimiento con un pedido para entrar en el portal de la pareja, la puerta de la escalera se abrió, el muchacho entró y subió.
Aquellas señoras en ese instante, habrían dado cualquier cosa por estar como espectadoras de lo que pudiera suceder dentro del piso. Jose Luis, tardó poco en salir de hacer la entrega, faltaba una hora para cerrar, no había demasiado público dentro del supermercado, de modo que al cabo de quince minutos más o menos Jose Luis volvió a salir, esta vez no se fue con a moto, estaba aparcada en lo alto de la acera y llevaba el casco en la mano. Regresó al piso de la pareja, llamó e igual que antes pero esta vez sin pedido alguno, subió a la casa.
No salió más que para volver al trabajo por la tarde, salió del bloque de pisos con una gran sonrisa, parecía que sus pies no tocaban al suelo. Era evidente que estaba feliz.
Para el lunes por la mañana, Jose Luis salió hacia el trabajo desde la escalera donde vivían Enriqueta y Octavio, nadie daba crédito a lo que estaban viendo con sus ojos. ¡Había pasado la noche en casa del camionero…!, ¿cómo podía ser, eso?.
Los rumores se multiplicaron, los dimes y diretes fueron ese lunes la revolución del barrio. Hugo, el dueño del barrio, desayunó en el bar de Daniel, acompañado de Jose Luis, iban cogidos del hombro, como si fueran hermanos. Pidieron sendos bocadillos de jamón y unas cervezas con las que brindaron entre risas.
Al cabo de una semana, se terminó la ilusión de aquellas vecinas que creían tener una historia apasionante que divulgar, la de un camionero y su mujer, que incorporaron a su vida a un chico joven, porque sus vidas estaban vacías.
Nada de eso fue cierto. Por fin, Jose Luis había dado con su padre, quien después de la separación de su primera esposa, perdió la pista de su hijo. Este, no se dio por vencido nunca, y fue después de cinco años, cuando siguiendo indicios de familiares, dio con su padre que lo recibió con los brazos abiertos.
Este pequeño relato ilustra por un lado, que cuando una persona tiene todavía dentro de sí la llama del amor encendida, logra las respuestas que necesita. Por otro lado nos enseña, que no hay que apresurarse a sacar conclusiones de meros indicios, sin saber cuál es el propósito final de las acciones de alguien.
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a veces las cosas no son lo que parecen
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