domingo, 10 de junio de 2012

EL VUELO DEL ÁGUILA CIEGA.


                     EL VUELO DEL ÁGUILA CIEGA.


Desde hacía bastante tiempo, Agustín el guarda de la reserva nacional, seguía las evoluciones, del desarrollo de las águilas que habitan en estos parajes, todas estaban marcadas, en las puntas de sus alas remeras llevaban pequeños símbolos de color que le decían de que padres venían, cuando nacieron y donde, en consecuencia, cuantas de estas magníficas aves se esperaba que hubiera al cabo de un año.
Todas ellas, a excepción de unos cuantos polluelos, que eliminaban por sistema a sus hermanos, estaban en sus lugares, unas tardaban un poco más que otras en manejarse por los cielos, cosas de la naturaleza, a los seres humanos también nos resulta difícil o fácil echar a andar, dependiendo del peso y de una especie de valentía o miedo que yace en nuestro interior, eso hace que algunos echen a andar a los nueve meses, otros tardamos más de un año en pisar con firmeza y sin tambalearnos.
Pero a Agustín le preocupaba la ciento dieciocho, marcada con las cintas, amarillo y verde en el borde de su ala. No la encontró muerta, ni devorada por su hermana, no había rastro de ella. Se empezó a preocupar seriamente por la ciento dieciocho, según sus cálculos, debería estar volando con soltura desde hacía tres semanas, pero no aparecía. Junto a Eva, una científica de “centro de estudio de aves en peligro de extinción”, estudiaron el caso y resolvieron ir a su encuentro, con los localizadores electrónicos que llevaban puestos. Estuvieron buscando durante muchos días pero nada, parecía que a esta águila se la hubiera tragado la tierra.
No era común por esta serranía, que alguien estuviera buscando animales con fines de lucro personal, por ejemplo para venderlos a algún cetrero, no, eso no había pasado nunca. Lo común era encontrar a alguno de estos animales heridos de muerte, por quedar enganchados a los cables de alta tensión, de hecho las águilas no tienen depredadores en el cielo, son las reinas de este singular espacio.
Cuando terminaron su trabajo una  tarde, Eva le comentó a Agustín, que estuvo todo un día en la montaña, tras unas peñas, contemplando el vuelo de una águila, miraba a derecha e izquierda y por debajo de su cuerpo miraba hacia atrás, estuvo aprovechando las corrientes térmicas para volar durante cuatro horas, en ocasiones, estaba casi quieta, suspendida de la nada, fue una experiencia que la marcó de por vida. Al cabo de un año, cuando fue de visita a casa de un amigo común de su hermano, la vio. Estaba sobre una peana de madera noble, en una pose que no era normal para estos animales, una pose fingida. No pudo por menos que decirle a la cara a aquel mentecato, que era un desalmado y un idiota.
La cazó con una trampa, decía todo orgulloso él. Puso un conejo, atado a la trampa y ella cayó, “La avaricia le hizo dar un mal paso, así es la vida…”. ¿Qué iba a saber aquel pobre necio lo que buscaba aquel animal, para arrojarse sobre el conejo?. Lo que logró, sin saberlo, fue que dos crías de águila murieran de hambre, por tener él aquel trofeo. Se marchó de aquella casa sin despedirse de aquella familia, solo le dijo buenas noches a su hermano, él no tenía la culpa de tener amigos de este calibre.
-Si lo piensas bien Eva, la gente se comporta a menudo peor que los propios animales, ¡mira como a nadie se le ocurre tener disecado a otro humano…!, no, claro, son de su especie. Todo lo que se salga de estos límites, vale.
“Es verdad, los humanos nos estamos transformando en seres malvados, dicen que evolucionamos, pues la verdad, yo creo que degeneramos cada día un poco más, ¡adónde iremos a parar!. Agustín, tenemos que dar con ese águila cueste lo que cueste, no puede estar lejos, ¿no te parece?.
-La buscaremos Eva, y la encontraremos, seguro. Si nos unimos en esta labor, seguro que daremos con ella, la ciento dieciocho, es más que una simple referencia, y si hay alguien que le ha hecho daño, merecerá su justo castigo.
Al día siguiente, se pertrecharon de los elementos necesarios para comenzar la búsqueda, en el todo terreno de Agustín, todavía con las luces puestas porque empezaba a despuntar el alba, emprendieron el camino hacia la sierra, el día se presentaba frio y húmedo, no iba a ser nada cómodo trabajar en esas condiciones. Eva conocía el clima cambiante del monte, a veces bajaba de forma súbita una niebla que no dejaba ver más allá de tus manos, de pronto se desvanecía y salía el sol, para minutos más tarde, precipitarse un chaparrón que podía durar un buen rato antes de que volviera a lucir el astro rey.
-Mira, en esta parte en la que ahora vamos a entrar, hicieron los padres el nido, es un buen sitio, la montaña sube de forma gradual, voy a parar un momento aquí.
Se subió al techo del coche, con los binoculares comenzó a hacer un barrido a través de los árboles más altos, seguro que era este el lugar. Agustín tenía una memoria fotográfica, se conocía cada rincón de las vaguadas, de aquellos parajes, a menudo eran el bufete libre de este tipo de aves, hacía no mucho tiempo atrás, se encontró con una gran águila que llevaba entre sus garras a un rallón de jabalí, salía de una de esas vaguadas, que unen a las laderas de una montaña, le pareció maravilloso que fuera capaz de hacer eso, iba contra el viento, le costaba remontar el vuelo, pero lo logró.
De pronto, desde ese peculiar punto de observación, vio a un águila que volaba describiendo grandes círculos en el aire, volaba muy alto, advirtió a Eva y ella desde el suelo se puso a mirar en esa dirección. Podría ser la ciento dieciocho, pero no se podía rastrear con el GPS, estaba muy lejos, además la perdieron cuando una montaña se interpuso en su vista.
“¿Qué te parece Agustín, vamos tras ella?, yo creo que vale la pena.
Agustín se encogió de hombros, pero la siguió  -Si crees que vale la pena, vamos, con el coche solo podremos seguir por espacio de unos diez kilómetros, así que vamos, tendremos que ir muy poco a poco, eso es montaña pura.
Comenzaron la escalada, cuando llegaron al lugar donde tenían que abandonar el coche, cargaron con el equipo pertinente y subieron a pié, Agustín era ágil como una cabra montesa, pero Eva le seguía. Llegaron a unos árboles, eran rudas, se pararon solo para contemplar hacia arriba que el águila ciento dieciocho estaba parada, majestuosamente sobre ellos, movía su cuello en busca de algo, seguramente sobre alguna presa que llevarse a la boca, estaba sola, no tenía pareja, ni crías.
Su porte magnífico les dejó sin habla, no querían espantarla. Agustín estaba seguro de que los había visto, pero no se movía de la rama que tenía cogida con sus poderosas patas. Emitió un sonido extraño, echó a volar y se elevó en el cielo, batió sus alas y la vista de ellos, hizo las cabriolas comunes a estas aves singulares, ellos continuaban en silencio.
Cuando lo consideró oportuno, bajó de nuevo, esta vez hasta el suelo y allí se puso a gritar o graznar, -en este asunto, los científicos no se han puesto demasiado de acuerdo en definir su lenguaje-, miró a los dos humanos como si reclamara ayuda de algún tipo, no es frecuente ver a un águila salvaje a unos pocos metros de un humano.
¿Qué era lo que les quería decir?, Eva se dio cuenta entonces, que aquel majestuoso animal que ahora los miraba con la cabeza inclinada, de forma curiosa, tenía los ojos velados por una especie de velo que no le permitía ver bien, estaba ciega, Eva le hizo esta observación en voz baja a Agustín que dio un respingo sobre la roca donde estaba sentado.
-Es imposible, jamás se ha visto a un águila ciega.
“Di mejor que no la hemos visto, lo que no significa que no pueda haberlas, es desastroso pero puede ser que halla casos.
Tomaron fotografías, sin sacar conclusiones se levantaron del lugar poco a poco y descendieron hacia el coche. Se hacía de noche, pero antes de bajar del monte, echaron la vista atrás. El águila se metió entre las paredes de la montaña, a ras de suelo, caminando. Se apresuraron a bajar del lugar, no se hablaron durante el camino, a la luz de una linterna Eva consultaba un libro científico, había un águila en la portada. Llegados al alojamiento cenaron y hablaron, ni que decir tiene, que el tema de conversación fue el águila, en este caso el águila ciega, y que se podía hacer para salvarla. El hecho de que no se atreviera a subir a los árboles para dormir, les daba razones sobradas para sacar conclusiones de la necesidad de ayuda que tenía aquel animal.
En los siguientes días subieron al monte para dejarle comida, esa era la prioridad. Hasta que dejó de aparecer, Eva trató de recabar información de otros compañeros que eran eruditos sobre el tema, envió faxes a todo quién se le ocurrió que pudiera ayudarla. Recibía respuestas ambiguas, algunas muy interesantes, entre ellas, las del doctor Rojas, que se interesó por el tema y se ofreció con su equipo en llegarse hasta el lugar, capturarla, y operarla si era posible.
Cuando Eva le comunicó la idea a Agustín, este declinó la ayuda,  -No Eva, este águila no saldrá de este parque, no quiero que un animal que nació libre y vive libre gracias a sus alas, que surca el espacio porque es el manifiesto de su libertad, acabe su vida en una jaula, ni hablar.
“Pero, ¿no te das cuenta que si no puede alimentarse morirá de hambre?, eso es lo que nos quería decir andando tan cerca de nosotros allí arriba, no es justo que la condenemos a muerte sin hacer lo que se pueda para salvarla.
-¿Para salvarla dices, o para condenarla a muerte?, una agónica muerte que seguro le llegará si intervenimos los humanos. Si debe morir que muera, en su medio, en medio de su ambiente, con su familia, con su entorno, con sus víctimas y depredadores, eso no es ninguna condena, ¡ya me gustaría a mí morir así!. Morir como probablemente muera ella es un privilegio, es algo que está fuera de nuestro alcance llegar a entender.
“Quizás tengas razón, lo que quieres decir es que no está en nuestra mano interferir en el desarrollo de la naturaleza, quizás sea lo mejor, pero es que ¡me duele tanto haberla conocido y no poder hacer nada por ella…!.
-No lo lamentes Eva, ni en l que se refiere a los humanos podemos evitar situaciones parecidas, hay que dejar que el tiempo transcurra, dejar que el tiempo marque los compases de nuestra vida y del final de esta. Vamos a descorchar una buena botella de vino y brindaremos por ella.


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