EL HOMBRE DEL SOMBRERO
Siempre,
sin faltar un solo día, entraba por la puerta del bar con las lunas esmeriladas
para no despertar las miradas de los curiosos, y un pasamanos de metal que
cruza la entrada de arriba abajo, para facilitar la entrada a personas de
cualquier edad. Es un lugar de reunión de mujeres y hombres, que beben café con
leche y desayunan sus bocadillos envueltos en papel de estaño traídos de casa,
para consumirlos con un quinto de cerveza y luego dependiendo del tiempo que
haga, pedir un combinado de café con coñac o ron.
En
una gran capital como esa, nadie se fija en si llevas un sombrero de verano o
invierno, eso es lo que aprovecha Narciso, para no apartarse de su sombrero de
ala corta, que tapa su calvicie desde que ya no recuerda. Siempre cuelga el
sombrero del mismo soporte de pared, unos pequeños ganchos en batería que
sirven para colgar gabanes y abrigos, debajo de ellos, los sombreros, pañuelos
u otros complementos que la gente leva encima. Pide como siempre su café con
leche largo de café y un croissant recién traído del horno del vecino, a la
vuelta de la esquina. Sabe que hay pocos lugares donde te sirvan pastas como
estas, algunas veces ha estado tentado de pedir un chucho de crema o alguna de
las otras delicias que adornan el mostrador junto a los bocadillos variados que
Ramón se esmera en exponer de forma atractiva para la gente.
Narciso
es de ideas fijas, a él no le importa quedarse de pie esperando que su mesa
quede libre, pero poco tarda en quedar vacía, es una mesa insignificante,
redonda, pequeña y de mármol con pie de acero forjado. Narciso se pone de
espaldas a la calle e inmediatamente, Ramón sin preguntarle nada, le trae su
café con leche humeante y su pasta acompañado de un par de terrones de azúcar
de caña. Puede parecer raro pero mientras está en el local, no deja de observar
su sombrero, lo aprecia como parte de su vida que es, le protege de las
inclemencias del tiempo, de la contaminación que está continuamente en
suspensión en la ciudad, cual si de la nube que dirigía a los israelitas
durante su vagar por el desierto. No es de mucho hablar, oye poco y poco le
preocupa ir al otorino para que mejore el estado de sus oídos, desgastados de
oír bombazos en la guerra, cuando estaba en el bando republicano, ya lo tiene
todo oído, poco tiene la gente que enseñarle nuevo, además no quiere aprender
más cosas que las ya vividas.
Ramón,
el dueño del bar casi no lo conoce, salvo el trato que a diario tiene con él
durante el tiempo que está en el bar, pero sabe lo suficiente, como para
entender que es una persona reservada, a la que le gusta la reflexión y la
observación de las personas y cosas que lo rodean. Una de las veces en las que
acudieron a desayunar unos obreros de la brigada del ayuntamiento, montaron una
bronca desmedida, comenzaron con gritos y terminaron soltándose unas cuantas
palabras gruesas que hacían alusión hasta a las esposas de alguno de ellos. “¡Si
solamente la mitad de mis clientes fueran como usted valdría la pena trabajar
con alegría don Narciso…! eso le dijo Ramón al impertérrito cliente de todos
los días, Narciso. Este le sonrió y mirando a los ojos a Ramón le contestó… “Puede
ser… pero no me tendrías de cliente, se aprende mucho de todo y todos estando
en silencio, observando a las personas, esa es una de las razones por la que
vengo a tu local”
Entonces
sucedió algo fuera de lo común, alargó su brazo, descolgó el sombrero del
gancho que lo sostenía y se lo caló, como si se avergonzara de lo que acaba de
decir, el sombrero cubriría la posible indiscreción que acababa de soltarle a
Ramón que se retiró de su mesa con gesto indiferente. Narciso no se movió de su
mesa, solo se tapó la cabeza con la única protección que tenía a mano, su
sombrero que cual el caparazón de una tortuga, lo salvaba de cualquier
situación. Por lo menos, él estaba convencido de esto, de ahí el gesto de echar
mano de su sombrero.
¡Si
por lo menos tuviéramos a mano un sombrero en determinadas ocasiones… seguro
que seríamos un poco más felices!
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