EL TREN DE CHAPA
Si
tuviera que explicar el porqué de esa fijación mía por los trenes, no sabría
explicarlo bien. Algo si que os puedo decir que sirva de referencia. Todos los veranos,
terminada la temporada del colegio, mis padres hablaban con una tía carnal suya
que vivía en Torredembarra, en lo que ahora se llama Costa Dorada. Se carteaban,
porque no teníamos teléfono, ni en mi casa ni en la suya. En un determinado
día, el equipaje estaba listo, en el recibidor de casa, esperando ser cargado
en un taxi que nos llevaría a la estación de Francia.
Del
año del que os hablo es del cincuentaicinco, ¡ya ves, casi nada! La primera vez
que vi la estación, me pareció entrar en un palacio, ¡que grande era todo, que
bien decorado!, el hecho es que era un palacio para los trenes, cuando accedías
a los andenes, veías aquella cúpula de acero y cristal, y tantas terminales con
trenes alineados, sobrecogía oye. Después os cuento una cosa que hasta hace
poco nadie sabía, ni siquiera mis padres.
Subíamos
a un tren bastante largo, el convoy quiero decir, por lo menos, yo contaba, de
ocho a diez vagones de pasajeros, de diferentes categorías claro, entonces
había de primera y segunda, nosotros como íbamos cerca, nos subíamos a los
vagones llamados entonces borregueros, rústicos que te cagas, todos los
asientos de madera, ensamblados en Alemania, con unos pescantes y plataformas
que hacían estremecer si salías fuera, a veces habíamos tenido que dejar el
equipaje de cualquier forma y viajar sujetos a mis padres para no caer a la
vía.
Locomotoras
de carbón, vamos, que iban echando combustible a una caldera para que corriera,
carbón y un gran depósito de agua, que es lo hace el vapor que impulsaba a esas
máquinas. Ya cuando salíamos de los túneles del Garraf, aunque no nos mirábamos
a ningún espejo, parecíamos indios, solo se nos veía el banco de los ojos, ¡que
bárbaro tú! Nada, que si no te lavabas y volvías a la ciudad, parecía que
hubieras estado dos meses bajo el sol de lo morenito que te quedabas. ¡Y una
peste que hacíamos que para qué!, si estuviéramos en la época de los comanches,
huirían de nosotros, seguro.
Que
quieres que te diga, desde entonces ya bien pequeño, los trenes me fascinaron.
Y oye, que cuando volvía de las vacaciones de verano -nosotros estábamos tres meses en casa de mi
tía viuda, mi padre no, iba y venía, tenía que currar el pobre-, soñaba una
buena temporada con trenes, trenes fantásticos, de toda clase, trenes
imposibles, que solo caben en la imaginación de un niño, ahora ya son realidad,
pero entonces no.
Así
que, un amigo y yo, los dos con la misma obsesión por los trenes, caminábamos a
veces sin que lo supieran mis padres hasta la estación de Francia, nos sentábamos
en aquellos bancos metálicos y los veíamos entrar y salir, con eso nos
conformábamos. ¡Si llegan a enterarse mis padres que hacía eso, me matan! -es un decir claro-.
Bueno
niños, -dijo un día mi padre- haced la
carta a los reyes magos de oriente, vaya mandanga, ¡que empezaba a ser
mayorcito hombre…! pero así eran las cosas, tradiciones absurdas. Yo solo quiero una cosa papá. ¿A si, y que es? Un tren.
¿Cómo que un tren, y de donde quieres que saque un tren? No sé, pero es lo único que quiero. Y los reyes magos de oriente me trajeron un
tren, un tren de lata que solo daba vueltas y más vueltas alrededor de seis
tramos de vías que se empalmaban, le dabas cuerda a la máquina, sin forzarla
porque si se rompía ya estabas listo, y me sentaba con las piernas cruzadas en
el suelo, a verlo dar vueltas y más vueltas.
Era
de chapa, bueno de lata que viene a ser lo mismo. Tenía maquinista y todo, el
tren como no podía ir a ninguna parte en concreto, el maquinista ni se movía
del sitio, por eso era de lata también. ¡Pero que gratos momentos me pasaba con
mi tren…! lejos de mi hermano eso sí, porque ese era peor que Atila, no en vano
se pidió un caballo de cartón piedra con plataforma de madera y ruedas. Y un
arco con flechas de ventosa, que en cuanto te descuidabas, te las lanzaba con
todas sus fuerzas el muy… pasaba por mi lado a veces, ambos jugando, y le
pegaba patadas a los vagones para que descarrilaran, entonces yo lloraba sin
querer hacerlo, solo para que le echaran la bronca, ¡era travieso del copón mi
hermano!
Y
cada año lo mismo, al tren en verano para ir a Torredembarra, ¿te puedes creer
que a pesar de la incomodidad, se me hacía corto el viaje? Me gustaba, hasta el
humo tóxico que emanaba de aquella infame locomotora, tosía todo el camino casi
sin parar, peo yo, con la cabeza fuera de la ventana todo el trayecto, mi madre
me sujetaba de los pantalones para que no me cayera, llegaba a la estación de
destino, con los pantalones cortos a mitad de las nalgas del culo. Tengo ahora
cincuenta y diez y alguno más, y todavía conservo el tren anclado a una
plataforma de madera contrachapada, el tren lo tengo guardado, envuelto en
papel de estraza aceitado, vagón por vagón y la máquina, las vías no, las vías las
tengo montadas fijas sobre el tablero de madera, salvo una vez hace años que
perdí la llave para darle cuerda al tren, no ha sufrido ni un solo rasguño.
Ahora para más seguridad, hice un pequeño soporte de corcho, al que le hice un
agujero en el que cupiera la llave dentro de la cabina del maquinista, lo pegué
con pegamento líquido y ahora está segura ahí.
Tres
o cuatro veces por semana, lo planto en el suelo de casa o sobre la mesa del
comedor y juego con él. Y cuando llega el verano, cada veinticinco de junio,
preparo un pequeño equipaje como si me fuera de vacaciones a Torredembarra,
arranco el tren después del desayuno y viajo en él. Hace bastante tiempo ya, me
compré en un anticuario, una campana de latón sobre su soporte de mesa, la toco
suelto los dedos que sujetan la locomotora y viajo, viajo, viajo…
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