LA EDITORIAL
Solo una hay en todo el país, alguien tiene
monopolizado el sistema de publicaciones de libros, no hay competencia. Nadie
sabe con certeza, quién maneja desde aquel gran bloque de hormigón con ventanas
y dos puertas, las publicaciones que entran, para luego ser publicadas o no,
según convenga.
¿A quién conviene?, eso no se sabe nunca, por algo
a aquel lugar, los escritores lo llaman La Cueva. En cuanto a quién trabaja
allí, tampoco se sabe nada, se comprendería si fuera una instalación de alto
secreto, de armas nuevas o algo por el estilo. Pero no, solo se sabe de ese
lugar, que allí llegan los legajos de escritores y poetas, gente del
pensamiento, aspirantes a la fama.
Por no saber ni se sabe, como los que trabajan en
ese lugar secreto -debe de serlo por
alguna razón desconocida para los de a pie- llegan desde donde viven, ¿viven
también controlados por la mano que les paga?, es más ¿cobran algo o se les
paga en especies como antaño? Nadie sabe nada de nada, solo que los que
escriben y envían sus escritos en borrador a un apartado de correos, saben que
cada cuanto, se publican unas listas en las librerías que dependen de la cueva,
llevan el nombre de Los Elegidos, ¡que nombre tan adecuado!, adecuado para los
que tienen la suerte de que se publiquen sus libros.
En honor a la verdad, muchos de ellos están
desencantados con sus propios libros, están mutilados, a algunos de ellos les
han insertado cosas, que ni siquiera han pasado por sus mentes. Nadie les
regala el libro que ellos han inventado, que se han currado a base de devanarse
los sesos a veces durante años, deben comprarlo como los demás y sin descuentos
ni nada. Tampoco reciben galardones si resultan del agrado del público, el
mérito es de La Cueva, el sitio donde se han publicado. Los escritores están
que trinan, se agrupan, se concentran en lugares secretos, llegan a bares y
comunidades de bibliotecas poco a poco, salen de la misma manera, de dos en dos
o de tres en tres y basta. Luego en la calle con sus propias contraseñas se
despiden hasta otro día.
Lo bueno por una parte, es que no se ve policía
alguna, pero ellos se sienten vigilados, como cuando alguien te mira por detrás,
y sientes el peso de la mirada en el cogote. Se organizan al cabo de tiempo, y
al final se manifiestan, les sobran arrestos a los que lo hacen, esto es por el
bien de la gente dicen, y dicen bien, por la libertad de expresar lo que
sienten sin amputaciones. La manifestación no ha tenido efecto aparente, sin
embargo como si fuera una especie de goteo, el o los responsables de La Cueva,
se ven obligados a dar información, la que ellos quieran, evidentemente.
En un periódico de tirada nacional -pues son ellos quién lo controlan también- se
hace saber como llegan los trabajadores al lugar antes mencionado. Salen dos
fotografías, de unos túneles que salen de las alcantarillas, es por allí -dicen- que entran y salen de La Cueva, ahora
hace falta que la gente se contente con eso, es bien poca cosa para creerlo,
además, pueden haber sacado estas fotos, de algún archivo antiguo, ve tú a
saber… Por el momento, todo esto huele mal, todo parece haberse diseñado para
desviar la atención de la gente. A los intelectuales, esta información no les
complace, de forma que quieren saber, quién es la persona responsable de aquel
tugurio llamado por ellos mismos, La Cueva.
Los recibe un señor con traje y corbata, nada de
pret a porter, traje de sastre y de los caros.
“Bueno señores pasen, pasen, les presentaré a nuestro director, el señor
Bonaparte”. ¡Leches, si este era un emperador ¿no?”, se interrogan entre ellos,
bueno también es un apellido, no demasiado común, pero apellido al fin y al
cabo. Los doce representantes que han respondido a la invitación, están expectantes,
a ver quién es, este señor Bonaparte. Es un hombre diminuto, calvo y con gafas
redondas, separado de la mesa de despacho, a causa de la barriga que lo
acompaña adonde quiera que vaya. “¡Que
tal señores, encantado de recibirles en esta, su casa! Me han dicho que quieren
conocerme, pues aquí estoy, liado como siempre con manuscritos e historias, que
a diario recibimos de nuestros estimadísimos escritores” Cuentos chinos se
dicen en voz baja unos a otros, esto que nos ha dicho, lo está leyendo de un
pliego con letra grande, que tiene sobre
el escritorio.
Bonaparte los ha paseado, por un pasillo alzado a
un piso de la planta baja con baranda de madera, abajo, quince o veinte mesas
más pequeñas, están ocupadas por operarios, con ordenadores personales. “Vean, aquí están sus trabajos, son enviados
después de corregir algunos errores gramaticales, a las rotativas que los
imprimen, noche y día trabajan las máquinas, es un no parar. Ya ven, lo que
haga falta en pro de la cultura y la ciencia.
Desde arriba no se ve gran cosa, sin embargo, uno
de ellos, le da un golpe de codo a una compañera poeta, y le hace fijarse en
los pies de las mesas, ¡esta gente está atada con grilletes en los pies a una
barra transversal! Mira, es verdad, además, tienen bajo el asiento columnas de
hormigón redondas. Otro que se fija apunta a esto… “¿Os habéis fijado que aquí
no hay lavabos?” Oye es cierto. Deben hacer sus necesidades, sin levantarse
siquiera de sus puestos de trabajo. “Es terrible, madre mía…” El último en
enterarse del tema apostilla “¿Más terrible
que las amputaciones que hacen con los libros y poemas?, no creo.
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