lunes, 19 de octubre de 2015

LA RESIDENCIA

                                                                 LA RESIDENCIA

A mi buen amigo Matías lo han metido en una residencia, los hijos todos ellos trabajadores y con responsabilidades tremendas, que exageran, a la hora de hacerse cargo de una persona mayor y que comienza a manifestar cierto grado de demencia. Uno de esos días primaverales, de los que apetece salir a pasear, pasar el día fuera de casa, he decidido ir a visitarlo. ¡No veas lo contento que se ha puesto cuando me ha visto…! Me lo he encontrado sentado delante de una gran cristalera, con el periódico sobre una mesita de mimbre, hablaba solo a media voz, señalando no sé muy bien qué de una de las páginas del periódico local.   ¡La madre que me parió…! ¿Qué haces tú aquí, no me digas que también me vienes a hacer compañía?  No Matías, solo he venido a hacerte compañía un rato hasta la hora de la merienda, a las seis sale el bus de vuelta a mi casa, pero no podía dejar pasar esta oportunidad, somos amigos de toda la vida, ¿recuerdas…?   Hombre, claro que no lo he olvidado.
Me dio un poco de pena, verlo en esas circunstancias, hizo que mi corazón llorara por dentro. La residencia es una pasada, todo está impoluto, la gente que aquí trabaja son amables, hasta dos señores que parece que están exclusivamente pendientes de los enfermos o residentes, son como armarios empotrados, imaginaba que serían necesarios en determinadas ocasiones, al contrario de mi amigo de Matías que es un palillo, poco más de sesenta kilos, siempre fue igual de delgado y de peleón, recuerdo haberle pegado una paliza a un tío, que pesaba sobradamente el doble que él, porque se metió con su novia, la que con el tiempo fuera su mujer, que ya falleció.
Hablamos de diferentes cosas, procuré recordar con él acontecimientos que recordara, hasta el momento todo iba como una seda, el momento en el que echando marcha atrás, traté de recordarle que su mujer era mi hermana… estalló como una pequeña bomba, tiró el periódico, insultó sin razón alguna al hombre que estaba a su lado, se abalanzó sobre mí, uno de los gigantes lo sujetó con cuidado, se lo llevó a su habitación hablando por una pequeña emisora que llevaba en el bolsillo.
A los cinco minutos salió una enfermera, me dijo que para hoy ya no podía recibir más visitas. Se interesó por saber quién era yo. Le expliqué que éramos amigos de la infancia, ella me contestó que había momentos en los que los recuerdos le afectaban demasiado.   La próxima vez que venga usted, trátelo como si fuera uno más de los residentes, es lo más recomendable, si es preciso le dice que usted está en la habitación número trece por ejemplo, al minuto se le olvidará.
No tuve oportunidad de volver a verlo, lo cambiaron de residencia, se conoce que entró en una fase más grave de la enfermedad, los hijos no creyeron necesario mantenerlo allí, costaba un dineral cada mes, ellos se hicieron casas mejores, en urbanizaciones de lujo cerca de la capital. Si ni sientes ni padeces, da lo mismo que te metan en un pozo, será siempre lo más cómodo, no sabes, no experimentas sufrimiento.
Esta circunstancia me recordaba de vuelta a casa, un reportaje de televisión, en el que una reportera, era guiada por una familia que vivían en un cementerio, los dueños de las tumbas y pequeños mausoleos, los dejaban vivir allí, con el fin de que cuidaran de sus parientes muertos.   ¿Y vuestros cuatro hijos… dónde fueron concebidos?   Aquí señalaba el hombre, el techo de la tumba donde estaban enterrados los más viejos de la familia.  Luego cuando ya tuvimos a nuestros hijos, la familia nos dejó techar esta parte entre las tumbas, para que pudiéramos vivir todos, dormimos y vivimos todos juntos, pero por lo menos estamos todos en el mismo lugar. Por la noche la policía cierra las puertas a determinada hora, estamos seguros, no nos podemos quejar, los niños por la mañana van a la escuela, y yo salgo a buscarme la vida, recojo materiales que otros desechan y me voy a la otra punta de la ciudad para venderlos. Unas veces gano más y otras menos, para arroz y maíz, y algún que otro pollo al mes, tenemos lo suficiente.
Se debe hacer todo lo posible por los vivos mientras estos respiran, se les tiene que querer, amar, ellos lo habrían hecho por nosotros, si estuvieran vivos. Aun la demencia, no es motivo para descalificar a nuestros mayores, verlos como seres inferiores, inservibles, ajenos a la vida, son seres humanos y por esa misma razón les debemos todo lo que se pueda hacer por ellos. Mi amigo Matías estaba entrando en una fase sin retorno, cierto, pero un escalofrío me recorrió la espalda, cuando pensé en lo que sería de mí, sí me llegara una circunstancia parecida, con una pensión de setecientos euros… ¿Dónde iría a parar en un caso parecido al de mi amigo Matías?

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