EL
COCHE FÚNEBRE
Hola,
buenos días doctor… Pase, pase y
siéntese, póngase cómodo. A ver, primero me va a ayudar a hacer un pequeño
historial, de usted naturalmente. Pues
mire usted, eso me resultaría muy difícil.
¿Y eso por qué? Fácil, porque yo
no existo… Vamos a ver, me está usted
diciendo que no existe, bueno, ¿y cómo ha llegado usted a esa conclusión? Coño, voy por la calle y no me veo… ¿A que se refiere usted con esa última
frase que acaba de decirme, que no existe porque no se ve? Me explico; sí que me veo, pero siempre
detrás de un coche fúnebre de esos de caballos, de esos carruajes negros cuyos
caballos van enjaezados con unas plumas negras en la cabeza, cortinas también
negras de raso, sin acompañantes naturalmente, voy yo solo, acompañándome a mí
mismo.
Al
médico le comenzaba a temblar el pulso un poco, escribía a mano sobre un gran
cuaderno de espiral sin cuadricular, escribía algo que solamente los médicos
comprenden, a no ser que alguien más sepa taquigrafía, de los pacientes me refiero.
El hombre escribía, y a su vez el paciente se encogía cada vez más en su silla,
se recogió en sí mismo, primero doblando las rodillas debajo del asiento, luego
comenzó a mirar a su alrededor con temor.
El
psicólogo levantaba los ojos sin mover la cabeza del cuaderno, quería observar
la reacción del paciente, mientras, el paciente lo observaba a él, para ver si
se apercibía del terrible problema que lo preocupaba. Hasta entonces, el psicólogo
no se había dado cuenta del problema que había llevado a aquel hombre a su
consultorio; se levantó lentamente de su asiento, una cómoda butaca de piel con
apoyabrazos y hasta apoyacabezas. La sala bien iluminada, no reflejaba sombra
alguna de la persona que allí estaba para ser atendida, el psicólogo dio un
golpe al respaldo del asiento del paciente y este cayó al suelo, la silla
estaba vacía.
¡Oiga
que pretende que me rompa la crisma…!
Pero si usted no existe, su persona no emana sombra alguna… Sus huevos no emanan sombra, ¡será berzas
el tío este!
Al
cabo de un minuto escaso, apareció en la consulta una doctora bastante alta, que
después de saludarle y darle los buenos días, se abrochó la bata de un color
ligeramente azulada y le preguntó al enfermo…
¿Qué me cuentas hoy Darío…, ya ha llegado tu familia para acompañarte al
entierro? No doctora, y no se crea que
no estoy preocupado, a lo mejor… les ha podido pasar algo por el camino, aunque
en honor a la verdad, poco me importa que lleguen o no. ¿Y eso por qué? Ya sabe… comienzan a decir de uno que si uno está
igual o hasta más guapo que cuando estaba vivo, yo oigo eso de mí si estoy allí
en el velatorio… vamos… les digo
Cabrones, como voy a estar más guapo si estoy muerto, pero bueno… ¿sabe
que tampoco me importa mucho lo que opinen de mí en ese aspecto?
“El
muerto al hoyo, y el vivo al boyo”,
¿puede usted creer que me gusta esa frase hecha? Es la puta realidad,
con tal que me lloren quienes yo desearía que me lloraran, tengo suficiente. Joder que tarde
se me ha hecho, tengo que ir a ver ahora que ha salido el sol a mi sombra, la
muy perra hace ya unas cuantas semanas que me falta de casa y no me ha dado
explicaciones… ¡me cago en la leche, tiene que estar uno en todo!
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