MULERO
Mulero era mi padre, mi hermano Aniceto mulero es, y yo,
siendo el más pequeño de la casa, solo de mulas entiendo, mi nombre es Ángel,
madre me puso este nombre porque a sus años no podía esperar hijo alguno, de
manera que según ella, me presenté cual ángel bajado del cielo, con cuarenta y
cinco años me tuvo, fijaros si es fuerte esta mujer. Ando entre mulas desde que
aprendí a caminar, y no creas, algunas mayores que yo, me conocen, me huelen,
como los dos mastines que cuidan la casa, Rufo y Rufón.
Estando ellos, no hay lobo que se acerque, hasta algún que
otro oso han espantado con sus ladridos y dientes, estamos bien defendidos, la
hacienda es grande, así que las alimañas abundan por estos parajes.
A padre lo mató una mula, la tenía atada en una estaca, la
estaba enseñando a obedecer, hay mulas que son tozudas, esta era joven y
rebelde y padre creyó oportuno darle una lección a base de palos, ¿cómo sino?,
ese era su lema: “La mula mulero requiere, y el mulero que no se haga respetar,
ni es mulero ni es na”. Y así pues, cogió una vara para la ocasión, y se lió a
darle varazos, al tiempo que la enseñaba a obedecer, la mula se revolvió y le
soltó una coz del carajo, allí mismo se quedó, en el suelo y temblando como una
hoja, del viaje que le dio levantando las patas traseras. Le rompió el
espinazo, de ahí que el hombre temblara tanto, se le escapaba la vida sin
siquiera saberlo, no dijo palabra alguna, soltó un juramento y ni fuerza tuvo
para soltar la vara, allí tendido en el barro quedó el pobre, ni despedirnos de
él pudimos, no pudo siquiera darnos su bendición, y conste que lo deseaba,
tenía los ojos que se le salían de las órbitas, algo quería decir, seguro, porque
balbuceaba en silencio algo que solo él sabía. Fuera lo que fuere, se lo llevó
a la tumba.
Después del entierro, la mañana del día siguiente, Aniceto
mi hermano, había ya cavado una tumba en un altozano desde el que veía el valle
y nuestra casa. No hubo ceremonia, cánticos ni oraciones, no lo hubiera
querido, eso era sabido por todos los miembros de la familia, incluidos los
mastines Rufo y Rufón. Todos reunidos al lado de su cadáver, tendido sobre una
lona vieja, descansaba mi padre, enfundado en un traje viejo de pana viejo y
camisa blanca, le calzamos las botas de trabajo con la suela de madera, y al
agujero lo bajaron, Aniceto y el veterinario, él único médico disponible que
certificara su muerte.
El médico de verdad, el de las personas digo, pasaba, cuando
se dejaba una tela roja prendida en un zarzal a pie de carretera, y dependiendo
de la gravedad del enfermo que tuviera en otro pueblo o propiedad, ni siquiera
podía parar a veces, de modo que el veterinario, que también hacen el juramento
hipocrático para lo suyo, lo sustituía.
Mulero me hice a la fuerza, en ausencia de padre, después de
enterrar a padre, me encargué de la mula terca, verme y echarse a llorar fue
todo uno, el animal lo sentía, creo que a su modo y manera, lamentaba el
incidente, para nosotros una tragedia, para la mula un accidente. Esas son
cosas que hacen todos los equinos, cuándo se ven maltratados, se conoce que se
dio cuenta del alcance de aquella desgracia, y fue para bien, Aniceto y yo
mismo, desde entonces, formábamos recuas de mulas para hacer transportes de
toda clase de materiales a través de caminos impracticables para otros.
Matadora siempre iba delante, detrás, la última Morruda, siempre, cuando el
paso requería ir más aprisa, golpeaba el culo de la que iba delante, así no se
perdía el ritmo, necesario para cumplir los plazos de entrega.
Con los años, a pesar de haber deseado ser otra cosa,
cochero de ciudad por ejemplo, o herrador, oficio que también conozco, tuve por
la fuerza que ser mulero, herencia forzada por las circunstancias, que se le va
a hace… Pero no me arrepiento de haber
tomado esta decisión, lo cierto es que entonces, no podía tomar otra, era joven
y obediente, ahora soy mayor y obediente también, puedes elegir caminos en la
vida, pero el carácter cuando está formado no se cambia.
El oficio impuesto que tengo, me regala muchas cosas, vistas
que nadie ha contemplado desde los pasos de montaña por donde transitamos,
nacimientos de sol diarios, todos diferentes, como si una mano misteriosa,
invisible, lo decorara con pinceles divinos, para regalarnos su hermosa luz,
durante el día de caminatas y apuro para conducir la caravana de mulas, a veces
nos alumbra de manera exagerada, pero su luz dibuja en el fondo de un cañón, un
hilo de plata, el agua de un rio, paramos, descargamos las mulas dependiendo de
si vamos a dormir ahí o no. Pastan con tranquillos de madera en las manos,
luego, cuando se acuestan, lo hacemos nosotros.
Nace el día de nuevo, esta vez el sol decide no castigarnos
tanto con su exagerada luz, está nublado y llueve, los animales lo agradecen,
mientras no se hundan las manos en el barro, todo va bien, Aniceto unas veces delante
y otras detrás acompañando a Morruda para que imprima ritmo, conoce bien los
diferentes caminos que hay que tomar con el fin que las mulas vayan cómodas, el
lomo lo tienen bien preparado, pero las patas se pueden quebrar al menor
descuido, dice que estoy loco cuando esto sucede en verano. Me deshago de las
prendas que me cubren, me quedo con las calzas que llegan hasta las rodillas,
como los cornacas que montan elefantes, y los conducen con los ankus, la
pequeña herramienta con la que tocan diferentes partes de la cabeza del
paquidermo, con el fin de que obedezcan.
Los cornacas, también llamados mahout, comienzan su oficio
desde bien jóvenes, hasta el punto de que el animal responde a su llamada de
forma inmediata, conocen los pequeños gritos y silbidos que les hacen, como
señal de querer que hagan algo concreto.
A las mulas no se las puede tratar así, no tienen la
docilidad ni la memoria del paquidermo, ellas tiran pa adelante con lo que les
cargues, pero por razones que se desconocen, cuando se paran no hay dios que
las haga volver a hacer andar. Paciencia e insistencia, cariño, templanza, eso
es lo que se necesita para poder volver a reanudar la marcha con estos animales
como compañía, no se puede hacer más, y como alguna de ellas, vuelva la cabeza
y vea que las otras se quedan paradas… ya estás listo. Por eso hay que
multiplicar esfuerzos, para que eso no suceda, ya pueden llevar peso sobre el
lomo, que como diga de saltar o deshacerse de la carga lo consigue ¡vaya que si
lo consigue…!.
Trabajar bajo el cielo como techo y en compañía de la recua
de mulas ha terminado por gustarme, hay oficios mejores lo sé, pero también los
hay peores. Mi primo Gerónimo trabaja en un taller de curtidor de pieles, ¡dios,
allí no hay quién se acerque, toda su casa huele a demonios cocidos…!. En la
mía, cuando terminamos el trabajo, de vuelta a casa, las mulas quedan en el
establo, allí huele a sudor de las mulas, a mantas húmedas que llevan sobre el
lomo, a madera, la de los caballetes que les ponemos para cargarlas, a cuerdas
de cáñamo, a heno fresco.
Tengo veintitrés años, mi hermano ronda los treinta, nos
estamos haciendo mayores sin apenas darnos cuenta, la culpa es de las mulas y
el trabajo que nos dan ellas, los encargos que tenemos de clientes fijos, que
conocen la seguridad con la que llevamos sus preciosas cargas. Sean las que
sean, son su medio de sustento, esto es algo que hay que saber apreciar,
llevarlo dentro, confían en nosotros y en nuestras mulas, cuando no sirven para
este quehacer, por ser algo viejas, las vendemos a labriegos para que las usen
en labrar la tierra.
Y el mulero así, siempre está bien visto dentro de esta
pequeña sociedad rural, nuestro nombre ha cruzado Las Alpujarras, somos
respetados por todos, por ser muleros con nombre propio.
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