¡ME CAGO EN TODO YA…!
Huy… cuando entraba en casa con
ese grito de guerra que parecía un indio sioux que le hubieran quemado el
poblado entero, teníamos que buscarnos un lugar donde escondernos, normalmente
era debajo de la cama de mis padres nuestro refugio, con los años, la cama ya
no daba más de sí entonces comenzamos a pelear los tres por ver quién se ganaba
un puesto debajo de la cama, a decir verdad, yo siempre perdía, siempre me
tocaba esconderme en los pies de la cama, la parte más débil del mueble, mi
padre entraba gritando y reclamando a cada uno de nosotros por nombre, mi pobre
madre que sabía a qué se debía aquel mal humor que traía encima mi padre le
rogaba que dejara de gritar que los vecinos se enterarían de todo.
¡Me cago en todo ya… que se
enteren me importa una mierda! Ya ves a mi madre haciendo esfuerzos para que no
entrara en la habitación, porque si entraba la liaba y salíamos los tres con
unos correazos y unos golpes que para que te cuento. Nadie le quiso jamás
ningún mal a mi padre, poco tiempo después las circunstancias de la vida lo
dejaron medio tullido, le dio un ictus y se quedó con el brazo medio colgando
lo mismo que la pierna, que no la podía gobernar del todo y limitaba bastante
sus movimientos. Se terminó de momento aquella consabida expresión que siempre
salía de sus labios… ¡Me cago en todo ya…!, por lo menos esa frase pasó a la
historia de la familia y de su vocabulario.
Hasta que un día de invierno, con
un frío que pelaba, llegó a casa sin saber cómo ni porqué, mi abuelo paterno.
La que se lio fue chica, mi madre no sabía nada de aquella maniobra de mi padre
y eso produjo una bronca monumental en la casa, esta vez no fuimos a
escondernos debajo de la cama pero a mí no me faltaron ganas. Mis hermanos se
quedaron tan sorprendidos como yo pero no pusieron como yo, cara de extrañeza,
¿a qué venía que el abuelo se trasladara a nuestra casa si allí teníamos el
lugar justo para nosotros y Peti nuestro perro? Por mucho que lo quisiéramos hartar
de comer, él, Peti pasaba de todo, comía lo que le apetecía y punto.
He decidido traer aquí al abuelo
porque a vuestra abuela la vamos a meter en una residencia de monjas, ¡no veas
como las tratan allí… ya me gustaría a mí estar allí de interno, total para lo
que puedo hacer después de todo lo que me ha pasado…! Mentía como un bellaco, a
él le gustaba su barrio, sus cañitas a las que casi siempre invitaban desde que
cayó enfermo, de ir a un lugar donde le controlaban el tabaco, la bebida que no
tenía, solo agua, eso lo hubiera matado en cuatro días. A la abuela, la íbamos
a visitar una vez por mes y alguna que otra vez con mi abuelo, ¡si vierais como
se trataban de coger las manos a pesar de aquellas manos llenas de artritis
pero en las que todavía se dejaba ver algo de amor, de cariño, la abuela
siempre fue muy llorona y le resbalaban lágrimas por las mejillas que denotaban
cierto sentimiento profundo que sentía seguro por nosotros y su marido.
¡Me cago en todo ya, antes yo
podía conducir mi coche, mira ahora… a
tengo que dejar que nos lleve un taxista de vuelta a casa, vaya una mierda!
Cuando murió no pudo poner esa frase que quizás para él hubiera sido lapidaria,
¡Me cago en todo ya…!
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