EL HOMBRE DEL MARTILLO.
Vive
en un pueblo que es un puño, como se suele decir. Muchos en el pueblo dicen que
tiene cien años, es una manera de decir que es viejo. Curiosamente, casi nadie
menciona su nombre, Malaquías, está solo, no se le conoce familia porque a
nadie cuenta nada, no es que sea antipático, sencillamente es un hombre
solitario, que poca cosa tiene que contar a nadie.
Los
más viejos del lugar lo conocen bien, el hecho, es que, sin embargo pasa
desapercibido para todos, menudo, cubierto con una sempiterna boina y un traje
de pana que en otros tiempos fue marrón, pasea garrote en mano por las afueras
del pueblo, lo acompaña Joaquín su perro, debe de tener los mismos años que él,
es una comparación para querer decir que es viejo también.
Su
casa ha sido reducida a una habitación con cocina y un baño aparte, nada más
que eso es su casa. Es más grande, pero terminó por reducirla a este espacio
después de la muerte de su esposa, hace ya de eso…ni se sabe. La cama, que comparte
con Joaquín, tiene un colchón de lana que ya ha quedado prensado, pero con la
forma de su menudo cuerpo, así que le es fácil dormir a pierna suelta cuatro o
cinco horas seguidas.
Todos
por los alrededores, lo conocen por el hombre del martillo, si alguien se
pregunta el porqué, lo explicamos a continuación.
En
los años de la guerra civil, cuando todavía era joven y le acompañaban las
fuerzas, la carretera que atraviesa el pueblo, era el paso de bastante
maquinaria de guerra, desde camiones, hasta pequeños blindados italianos.
Malaquías que entonces trabajaba en su campo, era visitado frecuentemente por
soldados, de uno y otro bando, le quitaban las gallinas que encontraban, se
llevaron un par de cabras, una oveja… en fin, que los desgraciaron. De la
huerta y sin dar cuenta a nadie, acababan con tomates, pimientos, melones, se
lo llevaban casi todo.
Le
dejaron mucho tiempo libre al descalabrarle la huerta y los animales, solo les
dejaron la vaca, y porque la tenían escondida en una cueva próxima a la casa.
¡Expropiado para la república!, le decían unos ¡Expropiado para el ejército de
liberación nacional!, le decían otros. Mandaron a los hombres del pueblo a
alistarse, pero el se escondió en la bodega de la casa, dentro de una cuba, así
pasó más de un año. Su mujer Adelina, procuró esconder todo lo perteneciente a
él, para que no sospecharan si entraban en casa. Todo fue a parar a la bodega,
con Malaquías.
Curiosamente,
nadie denunció que allí vivía un hombre, el motivo es, que Malaquías se cuidaba
de herrar los caballos y mulos de los vecinos, reparaba sus carros, arreglaba
instalaciones de luz de casa de sus vecinos, y nunca les cobraba por ello. Una
rústica caja con cuatro herramientas básicas y su inseparable martillo que
usaba para todo, era su fiel compañero además de Joaquín, que se enroscaba
junto a él mientras hacía estos trabajos. Había sacado de mil apuros, a casi
todos los vecinos de una forma u otra. Un par de vecinos agradecidos,
recordaban el año en el que hubo unos vientos huracanados, y lo fueron a buscar
para que reforzara los tejados de una granja, clavando clavos a diestro y
siniestro, encima de las planchas metálicas, a consecuencia de aquello, el
pobre cogió un resfriado que Adelina creía que se iba al otro barrio, ¡que mes
que pasó el hombre! Al médico le había reparado un par de veces el Citroen
Stromberg, una de las veces le cambió un palier con ayuda de su martillo, así
que el hombre lo atendió lo mejor que supo, se dedicaba a vacunar vacas y hacer
sangrías, ese médico era un genio.
¿Quién
querría denunciar a Malaquías por ser rojo o azul, o por querer o no ir a la
guerra? Nadie, eso era seguro, habrían perdido uno de los bienes más preciados
del pueblo, “al hombre del martillo”, al vecino que sabía de todo y nunca
cobraba nada, lo hacía de corazón.
Cuando
la guerra perdió fuelle, Malaquías comenzó a usar el martillo de forma más
práctica de lo que lo había hecho hasta entonces. Le compró una mula a una
vecina que acababa de quedar viuda y se dedicó a caminar con ella por los
alrededores del pueblo, recogiendo todo aquello que encontraba que eran restos
de la guerra, cada día por la tarde llegaba casi arrastrando los pies, con la
mula cargada hasta los topes de cobre, acero, hasta munición recogía, pistolas
y fusiles, encontraba de todo, pero no decía nada a nadie.
Lo
traía a casa todo, tapadito todo con una lona en el lomo de la mula, y atado
con unas cuerdas. Poco a poco, fue seleccionando el material que acercaba a
casa, en la bodega, bajo la luz de una bombilla, llegó a tener allí toneladas
de material. Un día que el médico bajaba a la ciudad, le pidió si lo podía
acercar, allí que se fue, nadie sabe con quién contactó, pero al cabo de dos
semanas, se acercó un camión entoldado a la puerta de su casa, lo hizo pasar
por la parte de atrás del huerto, y tranquilamente se pusieron a cargar poco a
poco, que si cobre, acero, fusiles…, corrió la voz por el pueblo, de que
recibía a anarquistas en su casa, pero una vez más, nadie lo denunció,
Malaquías se ocupaba de todo cuanto necesitaran de él sin decir esta boca es
mía.
A lo
que Malaquías hacía, muchos dirían que esto es, saber nadar y guardar la ropa,
bien, puede ser, pero nadie pudo decir de este hombre casi centenario, que no
hiciera el bien a los vecinos de su pueblo sin reparar en las consecuencias.
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