SABER CUANDO
ENFUNDAR LA ESPADA
Cuando
estuve en la guerra del moro –me decía mi abuelo Juan-, las órdenes de ataque
se daban desenvainando la espada, se tocaba un pito que se oía por toda la
trinchera, y todos los soldados salían a una para atacar. ¡La guerra… -decía
con nostalgia-, la guerra es una mierda hijo, soldados muertos a tu paso hacia
las líneas enemigas, pasando por encima de ellos tratando de evitar que te
mataran a ti, con la pistola en una mano y el sable en alto en la otra!
Escuchaba
a mi abuelo con mucha atención, me gustaba que me contara cosas de la guerra,
de cómo sometían a los moros, y luego los reclutaban para formar parte del
ejercito español. Si los hubieras visto con las manos pegadas al pecho pidiendo
que no los mataras, que pena señor, pero mira, los que se entregaban salvaban
sus vidas, soltaban las espingardas, y levantaban las manos con los ojos en
sangre, aterrorizados. Tuve que matar a muchos que luego en cuanto les dabas la
espalda te querían apuñalar, entonces los atravesaba con mi espada. Tenía dos
espadas, una para desfilar, como si dijéramos de lujo, pero la otra…, la otra
estaba manchada de sangre de verdad, de sangre humana, que por mucho que la
limpiaras, siempre olía a muerte.
…………………………..
Sin
embargo, un día, -la guerra ya era historia-, me dijo: “En la vida, haya o no
guerra, hay que saber cuando se debe enfundar la espada”. La verdad, entonces
no lo entendí, era muy joven, apenas once años, pero lo suficientemente mayor,
como para poder deducir que aquella frase, tenía cierto valor filosófico.
Con
el paso del tiempo, y en función de la observación de acontecimientos dentro de
mi propia familia, entendí que no era tan fácil de hacer lo que mi abuelo
decía. Comprendí, que casi todo el mundo lleva una espada al cinto, sea hombre
o mujer, y que en determinadas circunstancias, unos y otros, se ven a si mismos
justificados para usar el arma, la espada. Un arma antigua, pero que puede ser
tan letal, como una ráfaga de ametralladora, te puede matar igual.
Mi
abuelo, que se dio a la bebida sin saber yo muy bien porqué, comenzó de nuevo a
desenvainar la espada, esta vez no cortaba cabezas o atravesaba corazones de
enemigos, hería sentimientos, amenazaba, se volvió casi loco. Mis padres y mis
dos hermanos, vivíamos con ellos en su casa, y hasta alguna vez, nos llegó a
amenazar con la pistola semiautomática que tenía, una Luger Parabellum de nueve milímetros,
alemana. Parabellum significa “si vis pacem para bellum”, si quieres paz,
prepárate para la guerra. Esto lo aprendí de un libro de armas, donde se
explicaba la derivación de este modelo de arma, rediseñado por los alemanes en
el año 1900.
(Wikipedia
en Internet explica el desarrollo de esta arma), pero lo que a mí me interesaba
saber, era el comportamiento furioso que podía llegar a tomar la decisión de
amenazar a la familia con un arma así. Discusiones, nada más que eso,
discusiones que desencadenaban esa disfunción en el cerebro de mi abuelo, quizá
fuera por la bebida, no digo que no, pero el desencadenante eran siempre las
discusiones.
Un
arma, sea cual sea, es fácil de desenfundar, hay mil y un motivo por los cuales
alguien se crea con el derecho de usarla, pero… ¿vale la pena hacerlo?, no,
definitivamente no. Las discusiones pueden ser pacíficas, llegar a bajar el
tono de las mismas, hasta llegar a ser una simple conversación. Entonces no
hacen falta trincheras, no existe enemigo, no hay políticas encontradas, solo
hay un intercambio de ideas. Es así como se construyen los núcleos fuertes, los
campos de batalla se convierten de nuevo en campos fértiles, donde plantar
semillas que traigan nuevos aires de paz y tranquilidad, donde fluyen las
fragancias de las flores que llegan a tranquilizar el espíritu de las personas.
Poco
a poco, la furia es conquistada por la razón, por la lógica, y la espada de
nuevo, resbala suavemente hacia el interior de su funda. Si se queda ahí por
mucho tiempo, se oxida, pierde su filo, se vuelve un arma inútil, como las
disensiones y peleas que antes, hace muchos años atrás, formaron parte del uso
que se le dio.
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