lunes, 9 de junio de 2014

VIENTO DEL SUR.


                                           VIENTO DEL SUR


Le digo siempre a mi mujer  “No seas impaciente mujer, pronto llegarán los vientos del sur, estos traen calor como siempre, ayudan a que la vida sea más llevadera, se acaba el frio y alargan los días”. Está malucha la pobre, ¡si pudiéramos mudarnos a otro lugar más cálido, a un clima más templado, las cosas cambiarían! No es posible, tenemos que aguantar como sea, en esta, nuestra casa, hasta que dios quiera. Es difícil para mí verla hecha un ovillo cada vez que llego del trabajo, temblando como una hoja a punto de caer del árbol, pero no queda más remedio, no tenemos donde ir, ella lo sabe y está resignada.
Tenemos el fuego encendido, desde octubre hasta abril, y aun así, a veces, cuando ya piensas que ha llegado el buen tiempo, tengo que volver a encenderlo, por ella claro. Entre  el frio y las nieves que se aposentan en este pueblo de montaña, desde hace por lo menos tres años, que casi no sale a la calle, a excepción del final de la primavera, cuando ya se le ven las orejas al verano, entonces, la saco a la plaza del pueblo, al sol aunque suene raro, necesita cargar las pilas para el otoño, que no tarda nada en hacer su aparición.
Inyecciones para el dolor de los huesos, jarabes para los resfriados, aspirinas para el dolor de cabeza, que la tiene atenazada como si fuera su esclava. El jornal no da para mucho, la carne roja le va muy bien, pero no siempre se puede comprar, aunque en la tienda, la señora Emilia nos la fie, hay que pagarla un momento u otro, el pescado es muy escaso, el fresco me refiero, y es caro, un señor que dos veces por semana se acerca a vender por los pueblos vecinos, trae sardina, boquerón, pescadillas, merluzas, ¡pero a qué precio santo dios!
“No seas tonto Paco, no compres esas cosas, son muy caras, yo tengo bastante con lo que preparamos en casa…” Mi pobrecita Gertrudis, ¡cuanto la quiero!, jamás ha pensado en ella, siempre en los demás, de más joven, fíjate como era, que se calzaba en invierno, con las sandalias de verano pero con calcetines de lana míos, no consentía que le comprara botas, o unas madreñas, para que fuera caliente y seca. En cuanto al vestir lo mismo, prendas de verano para el invierno con alguna camiseta de felpa debajo, nada más, nunca pude convencerla de lo contrario, llevarle la contraria era un riesgo de discusión segura.
Y cuando llega este viento cálido del verano, cuando veo la alameda que está cerca del rio, moviéndose, balanceándose, sus hojas cambiando de color en el reverso, acariciadas por ese bendito viento del sur, me aferro a la baranda de madera del porche de la casa, creo que debe de tener alguna marca de mis huellas en ella, la estrujo con todas mis fuerzas, pensando en mi Gertrudis, mi amor, mi vida, el impulso de un corazón ajeno al mío, que me ayuda a sonreír pensando que su sangre, comienza a calentarse, que ahora va a sentirse bien de nuevo.
Ahí la tengo, delante de mí, a escasos cien metros de donde estoy, respiro por ella este cálido aire, sé que percibe mi esfuerzo, aunque esté enterrada junto al manzano, en una buena tumba, una tumba que recibe cada año el viento del sur, quiero asegurarme que lo siente, se lo pregunto y me contesta que sí, que gracias por enterrarla en este lugar, ella no habría escogido un sitio mejor. Antes lloraba, cuando la perdí, en los primeros años, ahora ya no, ahora sonrío con ella, se que está complacida, ha visto su sueño cumplido. ¡El ansiado viento del sur!



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